ArtículosSociedad y Política

Racismos latinoamericanos desde una perspectiva global

Las formas de racismo en América Latina fueron moldeadas en gran  medida por las ideologías y las prácticas del mestizaje, considerado tanto mezcla biológica como cultural. La imagen de la «democracia racial» mostró, por ejemplo en Brasil, sus severos límites a la hora de acabar con el racismo. Sin embargo, la imagen de la «mezcla» siguió operando como un velo sobre la persistencia de este fenómeno. El multiculturalismo en la década de 1990 y el antirracismo en los 2000 alteraron las formaciones raciales basadas en el mestizaje en América Latina, pero no las desplazaron.


Peter Wade


Introducción

El mestizaje (en portugués, mestiçagem) es un rasgo persistente de las formaciones raciales latinoamericanas. Traducible como «mezcla», el término refiere a los procesos de interacción sexual y cultural entre europeos, africanos e indígenas de América que comenzaron en el siglo XVI y que dieron lugar a enormes poblaciones de mestizos, término genérico para designar a personas que no eran europeas, africanas ni indias (como se denominaba durante la Colonia a los indígenas americanos), sino algo intermedio. Originalmente, «mestizo» refería al producto de las interacciones sexuales en las que se mezclaban las razas, entendidas estas no tanto como categorías de personas, sino como líneas de ascendencia o de «sangre»[1]. Pero el término rápidamente adquirió la connotación de mezcla cultural y se comenzó a percibir a los mestizos como herederos de una combinación de costumbres europeas, africanas y amerindias.

En el contexto colonial, en el que los europeos conquistaron, explotaron y esclavizaron a los indígenas y africanos, las jerarquías siempre estructuraron estas interacciones: la «sangre» y los rasgos culturales de procedencia africana o indígena eran considerados por el poder colonial inferiores a los de los europeos: la negritud y la africanidad eran asociadas con la esclavitud; los indígenas tenían el estatus de vasallos; a ambos se los relacionaba con la barbarie y la heterodoxia religiosa. El mestizaje también estaba estructurado por jerarquías de género, tanto porque los colonizadores europeos eran predominantemente hombres que tenían relaciones con mujeres indígenas y africanas, como por razones ideológicas: los discursos nacionalistas del siglo XIX —y también del XX— ponían el acento en la dominación masculina en la conformación de las poblaciones que acabaron formando los Estados-nación.

En un contexto global, si bien el colonialismo dio lugar al mestizaje sexual y cultural en todos lados, solo en América Latina este proceso llegó a caracterizar a toda una región en términos raciales, y a partir de mediados del siglo XIX llegó a ser ampliamente —aunque no de manera uniforme— adoptado como imagen de autoidentificación nacional por las elites para diferenciar a los países de la región de otras áreas del mundo, especialmente del mundo atlántico. Es en relación con el mestizaje como —aún hoy— tenemos que entender el racismo y la lucha contra él.

Procesos de mezcla

Aunque las cifras son poco precisas, se estima que, durante el periodo colonial, probablemente llegaron a la actual América Latina menos de dos millones de europeos, de los cuales 30% eran mujeres. Alrededor de 6,5 millones de africanos esclavizados, en su gran mayoría hombres, fueron trasladados a la región por la fuerza. Una vez allí, muchos de estos europeos y africanos se mezclaron entre sí o con los pueblos indígenas. Las cifras sobre la cantidad de indígenas son inciertas, pero se estima que hacia 1650 rondaban los seis millones, después de ser diezmados por las enfermedades y los malos tratos [2]. Hacia fines del periodo colonial, había emergido una categoría heterogénea de personas legalmente libres, consideradas intermedias entre esclavos, indios y blancos. Estas personas —muchas de las cuales eran mestizas de diverso tipo— conformaban un cuarto (en México y Perú), un tercio (en Brasil) y la mitad (en Colombia) del total de la población. Dentro de la jerarquía racial dominada por los blancos, en la que indígenas y esclavos ocupaban el escalón más bajo, la población mestiza estaba estratificada según diversos criterios, incluidos la ocupación, la riqueza, el linaje racializado y la fisonomía. Nomenclaturas complejas intentaban organizar esta estratificación. Si bien los historiadores han debatido sobre el rol en ella de lo que hoy podríamos llamar «raza»[3], las ideas sobre la «sangre» de una persona, generalmente inferida a través de los fenotipos, eran muy importantes[4].

Entre la independencia (alcanzada, en la mayoría de los casos, entre 1810 y 1830) y la mitad del siglo XX, más de 15 millones de inmigrantes europeos ingresaron en la región, de los cuales 12 millones fueron a Argentina y Brasil. Hubo un pequeño número de inmigrantes de China, Japón y Oriente Medio. En toda América Latina, los gobiernos y las elites alentaron la inmigración europea y a la vez restringieron el ingreso de inmigrantes no blancos (y a menudo también de judíos), generalmente a través de medios encubiertos. Estas políticas respondieron tanto a una ideología derivada del colonialismo, que valoraba la blanquitud, como a un pensamiento eugenésico que sostenía la superioridad biológica y cultural de los europeos y su capacidad de compensar los supuestos efectos perjudiciales derivados del aporte de los africanos e indígenas a la mezcla de razas nacionales[5].

El periodo colonial creó patrones regionales de demografía racializada, con áreas donde la población indígena mantuvo una importante presencia y aportó mano de obra (en los Andes y gran parte de Mesoamérica) y otras donde la población indígena disminuyó y fue reemplazada por mano de obra africana y mestiza (Brasil, zonas bajas de Colombia, Venezuela y gran parte del Cono Sur). El periodo de la independencia remodeló parcialmente la demografía racial regional ampliando las poblaciones blancas de Argentina y Brasil, hasta crear en el primer caso una imagen dominante de blanquitud y en el segundo, la de una sociedad que, a pesar de su mezcla, estaba sostenida en una división entre personas de color (negras y morenas) y blancas[6].

Ideologías de la mezcla

Las sociedades coloniales y republicanas de América Latina eran muy racistas. Es posible sostener que la América Latina colonial dio lugar al crisol de ideas sobre la «raza» que llegarían a dominar el mundo atlántico. En la España del siglo XV, se creó el concepto de «limpieza de sangre» para controlar el orden social y privar a aquellos sospechados de ser de raza judía o mora (desde el punto de vista de la sangre o del linaje) de desarrollar ciertas ocupaciones, sometiéndolos en algunos casos a procesos inquisitoriales por su heterodoxia religiosa. En las Américas, estas ideas involucraban a los antepasados africanos e indígenas y fueron usadas para controlar al emergente estrato social mestizo, tanto formalmente, negando el acceso de personas de esa ascendencia a determinadas ocupaciones y regulando los matrimonios entre ellos, como informalmente, discriminándolos en círculos sociales y en especial en los familiares[7]. En la era republicana, las elites constructoras de la nación veían a las poblaciones negras, indígenas y mestizas de piel oscura como un lastre para el progreso, debido a su raza «inferior», entendida esta como un todo biocultural que combinaba «sangre» y «civilización»[8].

A pesar de ello, desde mediados hasta fines del siglo XIX las elites comenzaron a hacer afirmaciones sobre el vínculo inherente entre mestizaje y democracia. En 1861, el escritor y político colombiano José María Samper escribió sobre «esa obra maravillosa de la mezcla de las razas», que, según creía, «debía producir toda una sociedad democrática, una raza de republicanos, representante al mismo tiempo de la Europa, del África y de Colombia, y que le da su carácter particular al Nuevo Mundo»[9]. En 1920, al preguntar a los asistentes a una conferencia cuál era el resultado de esta diversidad de razas, el médico colombiano Jorge Bejarano respondió que esta significaría «el advenimiento de una democracia», ya que estaba probado que «la promiscuidad de las razas, en las que predomina el elemento inferior socialmente considerado, da lugar al reinado de las democracias»[10]. En México, en especial después de la Revolución de 1910, el vínculo entre mestizaje, democracia y armonía fue elevado a ideología nacional, con el escritor y político José Vasconcelos como máximo exponente. Vasconcelos celebró la llegada de una «raza cósmica» universal, de la que el mestizo latinoamericano era un precursor y representante de «la igualdad de todos los hombres por derecho natural» y de «la igualdad social y cívica de los blancos, negros e indios»[11]. En 1933, en un intento por contrarrestar las denuncias de China sobre leyes mexicanas consideradas hostiles hacia ese país, el ministro de Relaciones Exteriores de México declaró que el gobierno no tenía «ningún prejuicio racial o de clase» ya que «la gran familia mexicana proviene del cruce de distintas razas»[12]. En Brasil, la idea de la «democracia racial» fue explícitamente desarrollada durante la dictadura populista de Getúlio Vargas, en las décadas de 1930 y 1940, y después. Se inspiró en la imagen de Brasil como una mezcla armoniosa de la herencia europea, africana e indígena, propuesta por primera vez por el escritor Gilberto Freyre a comienzos de la década de 1930[13]. Freyre creía que «el mestizaje y la interpenetración de las culturas —principalmente de las culturas europea, amerindia y africana (…)— tendieron a apaciguar los antagonismos entre las clases y las razas desarrollados bajo una economía de tipo aristocrática». Esto significaba que «tal vez en parte alguna se esté produciendo, de manera tan amplia, el encuentro, la intercomunicación y hasta la fusión armoniosa de tradiciones culturales diversas, e incluso antagónicas, como en Brasil»[14].

Estas afirmaciones se hacían —de manera explícita o implícita— en el escenario global. En el caso citado, el ministro de Relaciones Exteriores mexicano le hablaba directamente a China, aunque el público principal era el resto de América y Europa. A menudo se establecían contrastes entre los países latinoamericanos y Estados Unidos, país que, especialmente durante el periodo analizado, era visto como cuna del racismo, expresado en el odio racial, la discriminación explícita y los tabúes sobre mestizaje racial. Hasta la década de 1920, EUA y los países del noroeste de Europa eran vistos como impulsores de la eugenesia «dura», en el marco de la cual se practicaban políticas de esterilización (que perduraron hasta más tarde en la Alemania nazi). Por el contrario, la eugenesia soft latinoamericana en general promovía políticas de higienismo social[15]. La «democracia racial» latinoamericana se construyó en paralelo al «odio racial» norteamericano. El héroe de la independencia cubana José Martí, en su celebrado ensayo «Nuestra América» —publicado por primera vez en La Revista Ilustrada de Nueva York, dirigida a lectores internacionales hispanoparlantes y enfocada en la necesidad de América Latina de contrarrestar la amenaza supuesta por «el formidable vecino que no nos conoce»—, dijo que en América Latina «no hay odio de razas porque no hay razas»[16]. Esta contraposición, en la que las elites latinoamericanas asumían la superioridad moral en materia de democracia, ayudó a ocultar el racismo que existía en sus países[17].

¿Racismo redescubierto?

La reputación de Brasil como democracia racial era tan grande que, tras la Segunda Guerra Mundial, atrajo la atención de la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO), que conformó en 1949 un comité para discutir sobre el concepto de raza. El comité fue establecido por el Departamento de Ciencias Sociales de esa institución, encabezado por el brasileño Arthur Ramos, quien sumó, entre otros, al sociólogo brasileño Luiz de Aguiar Costa Pinto y al antropólogo físico mexicano Juan Comas. Entre otros asistentes a la primera reunión del comité estaban el sociólogo negro estadounidense E. Franklin Frazier y el antropólogo francés Claude Lévi-Strauss, quienes ya habían trabajado en Brasil. Aunque varios participantes del comité intuían que no todo era color de rosa en el jardín racial de Brasil, el país fue elegido porque parecía tener lecciones que enseñar al resto del mundo sobre convivencia racial[18]. Posteriormente, la UNESCO coordinó una serie de estudios sobre relaciones raciales en zonas urbanas y rurales del país. El foco estuvo puesto en la negritud y en las relaciones entre negros, morenos y blancos. Y de allí salieron textos como Relaciones raciales entre negros y blancos en San Pablo y La integración de los negros en una sociedad de clases[19]. El Brasil indígena fue incluido solo ocasionalmente[20] y las cuestiones sobre el racismo estuvieron casi por completo confinadas al contexto de negros y blancos.

Tras la investigación, la UNESCO concluyó que la democracia racial era un «mito»[21] y que sí había racismo. Si bien el estudio aportó múltiples ejemplos de estereotipos racistas y numerosa evidencia empírica acerca de negros que reconocieron el impacto de los estereotipos en su autoestima y oportunidades de vida, el racismo como conjunto de estructuras que configuran la desigualdad y distribuyen los privilegios quedó menos documentado. Florestan Fernandes se acercó a la descripción de un sistema de «acomodación» en el que la mayoría de los negros y morenos fueron ubicados en el estrato social más bajo por la esclavitud y el colonialismo y, después de la abolición de la esclavitud, quedaron atrapados allí por los estereotipos raciales, la discriminación y las relaciones paternalistas tradicionales con las personas —mayormente blancas— ubicadas en el estrato superior. El racismo fue disimulado y ofuscado por una limitada movilidad ascendente, de carácter individual, permitida por el paternalismo vigente: muchos negros y morenos negaron la existencia del racismo, mientras que los blancos también lo hicieron o se mostraron indiferentes a la cuestión de las diferencias raciales. Sin embargo, Fernandes también creía con optimismo que un giro en Brasil, que lo alejara del paternalismo en dirección a un «orden social competitivo» (es decir, al capitalismo de libre mercado), traería una mayor igualdad racial a medida que los negros se integraran en una sociedad de clases.

Esta afirmación se basa en una característica clave de la formación racial brasileña y de otros países latinoamericanos, que también encubre el rol del racismo: el hecho de que clase y raza suelen coincidir. A partir de esto se puede justificar la evidente desigualdad racial diciendo que es una cuestión de clase y no de discriminación racial, y que los negros (e indígenas) son pobres por el legado de la esclavitud (u otras opresiones y desventajas del pasado), no por el racismo contemporáneo. En Brasil (y en algunos otros países), la existencia de un significativo número de blancos pobres (o mestizos de piel clara) también se usa para reforzar el argumento «es la clase, no la raza».

Fernandes se alineó con estos argumentos con la idea de que, si la dinámica de clases se librara de las restricciones impuestas por el paternalismo y se desarrollara libremente en el mercado capitalista, los negros tendrían cada vez mayor movilidad ascendente hacia las clases medias y altas y dejarían atrás los legados de la esclavitud y el abandono. Pero, después de la UNESCO y a partir de la década de 1970, las investigaciones en Brasil comenzaron a mostrar las dimensiones estructurales del racismo a través de la información arrojada por censos y encuestas que generalmente incluían categorías de «color» autoasignadas (siendo las principales negro, moreno y blanco). Los cientistas sociales utilizaron los datos para demostrar que, mientras que los morenos (alrededor de 40% del total de la población en los años 70) tenían un lugar intermedio entre negros (menos de 10%) y blancos (alrededor de 55%), en términos estadísticos tenía sentido juntar a los negros y morenos en una sola categoría que era sistemáticamente desfavorecida en relación con los blancos. Los datos también probaron que el racismo tenía un efecto independiente y duradero. Por ejemplo, los universitarios negros ganaban menos que los blancos diez años después de haberse graduado. En términos generales, las diferencias raciales salariales no podían explicarse completamente mediante la combinación de variables no raciales como la ocupación, la educación, el estatus migratorio, la edad, etc.: el racismo debía tener un lugar en la explicación[22].

En otros países surgen datos similares, como en Colombia[23] y México[24] y también en investigaciones regionales, algunas de las cuales correlacionan estatus social con color de piel (en lugar de las identidades autoasignadas)[25]. El optimismo de Fernandes sobre el orden social competitivo parece poco apropiado: no sólo es difícil —quizás imposible— deshacerse de la desventaja estructural legada por la esclavitud y el abandono histórico, sino que además ésta es inseparable del racismo contemporáneo, que naturaliza el vínculo entre la diferencia racializada y la desventaja estructural.

Racismo y mestizaje

Fernandes no asoció los patrones que identificó en el sistema de acomodación brasileño con el rol que el mestizaje jugaba en la sociedad —para él, los negros y morenos ocupaban el mismo lugar—. Otro investigador de la UNESCO, Marvin Harris, propuso en las décadas de 1960 y 1970 que el mestizaje extendido había creado en Brasil una sociedad en la que las identidades raciales eran imprecisas y donde predominaba la ambigüedad[26]. Para él, eso significaba que «la cuestión de la discriminación racial no era esencial»[27]. Harris exageró, aunque puso el foco en algo que Fernandes pasó por alto: el rol del mestizaje en la formación racial. En Brasil y en América Latina más en general, el mestizaje modeló la formación racial de manera importante: el racismo opera a través de él, pero de un modo que dificulta reconocerlo como tal[28].

Por un lado, el mestizaje está fuertemente estructurado por ideas sobre la inferioridad de lo negro y lo indígena —ambos asociados con bajo estatus, atraso y pobreza— y el valor superior de la blanquitud o, a menudo, un mestizaje de piel clara, no tan blanco —asociados en este caso con la riqueza y la modernidad—. Estas jerarquías racializadas impregnan el orden social y estructuran los comportamientos y relaciones entre las personas. Se correlacionan con la desigualdad en las ocupaciones, la educación, los ingresos, la seguridad, la salud y la expectativa de vida, como lo demuestran estudios de Brasil y otras partes que documentan el lugar de los negros, indígenas y personas de piel oscura[29]. Estas jerarquías son la base de los estereotipos raciales y de los actos de estigmatización asociados a ellos[30]. Estructuran ideas sobre la belleza, en especial para las mujeres que están particularmente marcadas por y son sensibles a los valores negativos asignados a los tonos de piel, textura del cabello y rasgos faciales asociados con negros e indígenas[31]. Ingresan en el dominio íntimo de la familia, donde guían decisiones sobre las relaciones amorosas y la reproducción, y pueden generar diferencias sutiles entre hermanos de piel más o menos clara[32]. Existen muchos estudios que comprueban estos patrones en toda América Latina[33].

Por otro lado, el mestizaje crea una experiencia de la vida cotidiana en la que muchas personas viven en familias y contextos en los que todos son más o menos «morenos»; los niveles de segregación racial son relativamente bajos, en comparación con los de EUA[34]; y existe cierta flexibilidad en las clasificaciones raciales, en el sentido de que, mientras la mayoría de la gente coincide en su descripción de una persona típica «negra», «blanca» o «indígena» y sobre el lugar en que es probable que encaje en la estructura social, las cosas son mucho más inciertas en el terreno intermedio de lo «moreno». El mestizaje crea un contexto en el que, para muchas personas, la diferencia racial es un hecho de la vida, aunque no sobresale tanto como las diferencias de clase y de género, que juegan un rol más importante. Algunos académicos han caracterizado esta situación distinguiendo ámbitos sociales en los que la raza es más o menos importante. Al describir un barrio de bajos ingresos de Salvador, en Brasil, Livio Sansone sostiene que los residentes perciben un ámbito «blando» de relaciones sociales en el que «el color se considera irrelevante en la orientación de las relaciones sociales y de poder» (las esquinas, las fiestas, el barrio, los deportes y la religión), y un ámbito «duro» en el que se considera importante (las interacciones con la policía, el mundo del trabajo y del matrimonio y las citas)[35]. Edward Telles también caracteriza a Brasil en términos de coexistencia de relaciones sociales «horizontales» y «verticales»[36]. Los ámbitos de la amistad, la familia y el barrio están marcados por la fuerte presencia de relaciones horizontales o convivenciales de interacción, mezcla e intercambio bastante equitativo. En cambio, las relaciones verticales de jerarquía y desigualdad son más evidentes en los ámbitos del trabajo, la educación, la salud, la vivienda y la política. Curiosamente, Sansone describe la familia como un ámbito difícil, mientras que para Telles se trata de un ámbito de horizontalidad. Esto sugiere que no es fácil distinguir los ámbitos de interacción de esta manera y que, por el contrario, la jerarquía y la convivencia están en tensión en todos los ámbitos, aunque con diferentes equilibrios según el contexto. Por ejemplo, las relaciones familiares son lugares íntimos donde coexisten la convivialidad y la jerarquía racial[37]. Ambos aspectos son inmanentes en el mestizaje y entre sí.

En suma, el mestizaje ha creado en América Latina un ejemplo duradero de lo que los académicos de otras regiones vienen identificando como una coyuntura nueva, neoliberal, de «posracialidad»[38], «racismo sin racistas»[39], o «racismo sin razas», en las que el racismo ha sido «enterrado vivo»[40]. En América Latina la gente vive desde hace mucho situaciones en las que el racismo, la jerarquía racial y la desigualdad existen codo a codo con la negación y, más a menudo, la minimización de estas jerarquías y su deslegitimación como asuntos que no merecen atención continua, especialmente en lo relativo a políticas públicas, porque supuestamente conducen a situaciones contraproducentes para la sociedad al enfocarse en diferencias «divisivas» que generan un espiral de racismo (generalmente referido como «racismo a la inversa», ya que desafía los privilegios de blancos y mestizos). Mientras que en América del Norte y Europa esta minimización y deslegitimación coincide con el neoliberalismo, América Latina nos muestra que está profundamente enraizada en el liberalismo en términos más amplios, el cual presenta una tensión constitutiva entre igualdad y jerarquía[41].

Racismo, multiculturalismo y antirracismo

Desde la década de 1990, las naciones latinoamericanas parecen haber alterado la hegemonía de regímenes basados en el mestizaje emprendiendo reformas legislativas que afirman el carácter multicultural y pluriétnico de la nación. Promovidas por una incómoda combinación de activismo indígena y afrodescendiente (inspirado en tradiciones de resistencia de larga duración y revitalizado por los movimientos globales antirracistas y descolonizadores) y agendas estatales de cooptación y gobernanza (guiadas por redefiniciones globales de la democracia que incluyen el respeto por las diferencias), estas reformas han brindado un reconocimiento sin precedentes a las minorías indígenas y afrodescendientes. Han garantizado a las minorías derechos relacionados con la tierra, la educación, la consulta previa sobre proyectos de desarrollo y la autonomía política y jurídica. La distribución de estos derechos ha sido desigual en los distintos países y los derechos de los indígenas tienen un reconocimiento más amplio que los de los afrodescendientes[42].

Este reconocimiento cultural abre debates sobre el estatus simbólico y socioeconómico de las minorías «culturales» y, por tanto, podría pensarse que aborda cuestiones como el racismo y la desigualdad racial. Sin embargo, la discusión a menudo se ha enfocado más en la necesidad de reconocer la diferencia cultural y la «diversidad», y ha reflejado tensiones ya presentes en los debates globales sobre el multiculturalismo, criticado como una política de cooptación de arriba hacia abajo que divide a los grupos subordinados y desvía la atención de las desigualdades estructurales racializadas que los afectan a todos[43]. En algunos casos latinoamericanos, comunidades vecinas similares se han movilizado como «negras» o «indígenas» para reclamar derechos sobre la tierra, dependiendo de factores contingentes[44]; en otros casos, indígenas y negros que en el pasado se habían apoyado entre sí en los reclamos sobre tierras se han visto obligados a trabajar por separado para ceñirse a los marcos estatales[45]. El «giro multicultural» ha dado lugar a algunos cambios en la desigualdad racializada, al menos sobre el papel. Por ejemplo, las reservas indígenas legalmente constituidas en Colombia representan hoy alrededor de 30% del territorio nacional, mientras que, conforme una ley de 1993, las comunidades afrocolombianas habían obtenido en 2014 el título legal de más de la mitad de la superficie de la región de la costa del Pacífico[46]. Sin embargo, estos cambios no han logrado modificar los arraigados patrones de desigualdad racial descritos anteriormente. De hecho, la reacción contra los procesos de titulación de tierras podría ser una de las razones por las que los afrocolombianos y los indígenas de la región del Pacífico están sufriendo un desplazamiento masivo y violento: los integrantes de estas comunidades figuran de forma desproporcionada entre los numerosos desplazados internos y las víctimas de asesinatos en Colombia[47].

Desde alrededor de 2010, ha habido señales de una mayor predisposición a debatir sobre el racismo, no sólo en los círculos gubernamentales sino también en los movimientos sociales, muchos de los cuales han evitado esa discusión, prefiriendo enfocarse en los reclamos por la autonomía y en las diferencias culturales —una tendencia particularmente llamativa entre activistas indígenas que ven las diferencias culturales como constitutivas de sus identidades y reclaman autonomía—. Existen indicadores de que algunos activistas indígenas están dispuestos a aceptar un discurso sobre el racismo, en un contexto de expansión de las empresas extractivas y agroindustriales que, apoyadas por políticas estatales neoliberales, amenazan los territorios y vidas indígenas. Sus protestas suelen provocar violencia estatal y popular que apunta contra los cuerpos indígenas, lo que puede dar lugar a un discurso indígena sobre el racismo como característica sistémica de la sociedad. Por ejemplo, el reciente intento de la líder indígena María de Jesús Patricio (también conocida como Marichuy) de presentarse como candidata para la Presidencia de México provocó un torbellino de ataques en las redes sociales de tinte racista tan antiindígena que es difícil de ignorar[48].

Aun así, la incipiente emergencia del racismo como tema de debate público se ha centrado en el racismo antinegro, en parte porque ha sido liderado por Brasil, donde éste ha sido un tema central para la población negra mayormente urbana, la cual no es muy diferente culturalmente. En 1995, el Estado reconoció de manera oficial el racismo como problema, dando inicio a una serie de reformas que condujeron a comienzos de la década de 2000 a medidas de acción afirmativa centradas en el racismo en relación con las admisiones a las escuelas secundarias y más tarde en el empleo federal, lo que dio lugar a debates sobre la «legitimidad» ya conocidos en EUA y otros contextos[49]. En Colombia, el Estado apoyó la Campaña Nacional contra el Racismo (2009) y luego la campaña Ponga la Cara al Racismo (2016) como parte del Decenio Internacional para los Afrodescendientes de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) (2015-2024). Hubo muchos países que aprobaron leyes en contra de la discriminación[50] y en algunas ocasiones eso dio lugar a casos de gran visibilidad, como por ejemplo el del oficial de la Escuela Militar ecuatoriana acusado del delito de odio racial por maltratar a un recluta negro[51]. Estas campañas mediáticas y batallas judiciales, si bien son importantes simbólicamente, tienen una vida efímera y podría decirse que son tokenistas, aunque complementan las medidas de acción afirmativa que, siguiendo el liderazgo de Brasil, apuntan a resolver problemas estructurales de educación y empleo. Por ejemplo, el Ministerio de Relaciones Exteriores de Ecuador ha implementado políticas para incrementar la contratación de personal proveniente de minorías étnicas en los rangos más bajos del servicio diplomático. No es posible emitir un juicio de largo plazo sobre los efectos de estas políticas, que en parte son el producto de la «marea rosa» latinoamericana, un giro hacia la izquierda en la región desde 1998. Ante las señales de un giro inverso anticipado desde 2015, tras la elección de importantes líderes de la derecha que aparentan ser menos receptivos a las políticas de reparación racial, el futuro luce precario. Por ejemplo, en 2018 Brasil eligió al presidente de derecha Jair Bolsonaro, quien había declarado que los derechos a las tierras de los indígenas representan un obstáculo para el agronegocio y prometió reducir la acción afirmativa que favorece a la población negra.

Conclusión

Los recientes cambios en el panorama latinoamericano —el giro multicultural, la incipiente visibilización del racismo— parecen haber desplazado al mestizaje de su posición dominante. Con todo, estos cambios parecen haber modificado, más que desplazado, los regímenes de mestizaje. Si bien el mestizaje aparenta ser un proyecto de homogeneización, siempre tuvo un lugar subordinado para la negritud y la indianidad, cuya existencia, junto con la blanquitud, es necesaria para que el mestizaje exista como concepto central. Por eso su adaptación al multiculturalismo no significó un gran paso. El racismo siempre fue una presencia ausente en el mestizaje; está allí, pero no al mismo tiempo. Siempre se mantuvo operante, aunque recubierto por las jerarquías de clase y las identificaciones raciales borrosas y una relativa cordialidad. Por ese motivo, las recientes convocatorias antirracistas pueden ajustarse a esta dinámica sólo hasta cierto punto. Una desestabilización fundamental de los regímenes de mestizaje requiere un reconocimiento mucho más radical de los efectos duraderos y estructurales del racismo. Pero se trata de un reconocimiento por el que hay que luchar, en contra de las concesiones tokenistas y la tendencia —observada por el Consejo Nacional para Prevenir la Discriminación (Conapred) de México— a relativizar el racismo como una forma más de discriminación, junto con el machismo, la discriminación por edad o en contra de las personas con discapacidad, el heterosexismo, etc.[52]. Si bien resulta esencial entender la dimensión interseccional del racismo —particularmente notable en la dependencia del mestizaje de las construcciones sexistas de la mezcla—, también es necesario comprender los mecanismos particulares con los que opera, controlados por historias coloniales de conquista y esclavitud.

NOTAS AL PIE

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  7. M.E. Martínez: ob. cit.; P. Wade: Race and Ethnicity in Latin America, cit., pp. 67-71 y 88-94.
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  11. J. Vasconcelos: La raza cósmica. Misión de la raza iberoamericana. Notas de viajes a la América del Sur, Agencia Mundial de Librería, Madrid, 1925.
  12. D. Scott FitzGerald y D. Cook-Martín: ob. cit., p. 236.
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  14. G. Freyre: The Masters and the Slaves: A Study in the Development of Brazilian Civilization, University of California Press, Berkeley, 1986, pp. XIV y 78.
  15. N.L. Stepan: ob. cit.; Alexandra Minna Stern: «‘The Hour of Eugenics’ in Veracruz, Mexico: Radical Politics, Public Health, and Latin America’s Only Sterilization Law» en Hispanic American Historical Reviewvol. 91 No 3, 2011.
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  21. F. Fernandes:A integração do negro na sociedade de classes, cit.
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  29. Sobre las desigualdades de ocupación, ingresos y educación, v. las referencias anteriormente citadas en el cuerpo principal del texto; v. tb. Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal): Situación de las personas afrodescendientes en América Latina y desafíos de políticas para la garantía de sus derechos, Cepal, Santiago de Chile, 2012; Fabiana Del Popolo: Los pueblos indígenas en América (Abya Yala): desafíos para la igualdad en la diversidad, Cepal, Santiago de Chile, 2017. Sobre la seguridad, v. Amnistía Internacional: «You Killed My Son»: Homicides by Military Police in the City of Rio de Janeiro, Amnistía Internacional, Londres, 2015; João H. Costa Vargas: The Denial of Antiblackness: Multiracial Redemption and Black Suffering, University of Minnesota Press, Mineápolis, 2018; P. Wade: «Mestizaje, Multiculturalism, Liberalism and Violence» en Latin American and Caribbean Ethnic Studies vol. 11 No 3, 2016; «Estadísticas históricas de desplazamiento», codhes, 2012, disponible en www.codhes.org/index.php?option=com_si&type=1.
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  33. Para una síntesis, v. Alejandro de la Fuente y George Reid Andrews (eds.): Afro-Latin American Studies: An Introduction, Cambridge UP, Cambridge, 2018; Tanya Kateri Hernández: Racial Subordination in Latin America: The Role of the State, Customary Law, and the New Civil Rights Response, Cambridge UP, Cambridge, 2013; P. Wade: Race and Ethnicity, cit.
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  36. E.E. Telles: Race in Another America, cit.
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Nota bene (1): la versión original en inglés de este artículo fue publicada en John Solomos (ed.): Routledge International Handbook of Contemporary Racisms (Routledge, Londres, 2020). Traducción: Rodrigo Sebastián.

Nota bene (2): Este texto fue publicado originalmente en Nueva Sociedad, revista latinoamericana de ciencias sociales (la cual forma parte de la Fundación Friedrich Ebert); es reproducido aquí bajo la licencia Creative Commons.

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