Para recordar a Roberto González
¿Cuál es el mejor disco del rock mexicano?, le preguntaron una vez al autor de este texto, Víctor Roura. Él, sin dudarlo, respondió que Alvaraderías, del año 2004, grandiosa aportación rockera de Roberto González (Veracruz, 1952 / Ciudad de México, 2021). En el siguiente texto, el periodista, escritor y crítico musical no sólo hace un recorrido por los discos que, a su entender, son los mejores de este género musical hechos en México; nos habla también del brillante Alvaraderías y de su autor, Roberto González, cuyo trabajo forma parte ya de la historia de la música popular y rockera mexicana.
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No se dio un tiro en el escenario, como decían que Sixto Rodríguez lo había hecho después del abucheo de un público que no lo comprendía, pero casi. No lo mataron, pero casi. Luego de haber grabado, a principios de los setenta, el álbum que lleva el nombre de su grupo: Toncho Pilatos, esta banda, comandada por Alfonso Guerrero (fallecido hace ya tres décadas), prácticamente se difuminó de la escena roquera del país. Y, como Sixto Rodríguez, también produjo sólo dos discos, después de los cuales la agrupación desapareció por completo —ausentes ya los hermanos Guerrero, el grupo se denominó luego Pastel Pilatos en otra concepción distante a la originaria.
La única diferencia, mortal diferencia, es que por más que se indague por Alfonso Guerrero —así como Malik Bendjelloul buscó, con éxito, a Sixto Rodríguez, encontrándolo vivo (corroborando el miro de su suicidio) distanciado del oropel roquero, obrero de la construcción—, nadie va a dar con él —con Alfonso, que era el Toncho Pilatos— porque murió en 1992, persiguiendo el alma de su hermano Rigoberto, el querido Rigo, guitarrista insuperado de Toncho Pilatos, ambos fallecidos en días inciertos, uno después del otro, hartos —decepcionados, desengañados— de la vida. Y su disco, el primero, es uno de los mejores habidos, y por haber, en la historia del rock mexicano.
Los recuerdo a ambos. La última vez que los vi fue en 1984 en Balderas. Me buscaron, hambrientos los dos, sin saber qué hacer, sin saber ya casi ni qué decir, desesperanzados, sin un peso en los bolsillos. Andaban en la Ciudad de México para ver si podían tocar en algún sitio: ya en su Guadalajara natal nadie los contrataba. Y lo pude constatar: alguna vez, acaso en 1982, los vi en una tocada en un viejo hoyo fonqui de Guadalajara (¡la banda que había tocado en el Auditorio Nacional antes de que ocuparan ese foro agrupaciones sólidas como Chicago y Procol Harum en 1975!)… esa tarde, digo, en el hoyo fonqui de Guadalajara les silbaron, les mentaron la madre, les pidieron que se callaran. Luego, Alfonso Guerrero, bebido hasta el trasiego ulterior de la remembranza, lloró conmigo, y con él su hermano Rigo, tratando de encontrar una salida en el laberinto donde ingratamente se habían metido. No la hallaron, y se fueron matando de a poco, bebiendo hasta lo que ya no les cabía en el cuerpo.
Su disco, el primero (el segundo carece de la fortaleza originaria, si bien hay fragmentos sonoros de lo que un día portentosamente fueron), es una extraña combinación de los vientos mexicanistas con el rock más comprometido, ciñéndose a las atmósferas progresivas de la música más pesada. Toncho no cantaba: denunciaba con su canto la urgencia de airear lo que se ocultaba en una sociedad reprimida que le tocó vivir. Su canto, un cruce de náhuatl e inglés inverídicos, tornaba a Toncho Pilatos en un grupo señero de rock ambientalista mexicano. Pero no va a haber aquí ningún Malik Bendjelloul que siga sus huellas, sencillamente porque ahora importan más otras cosas a los documentalistas musicales del país, como interesarse en un rodaje de las imitaciones vocales de Belinda o de los maquillajes que utilizan los integrantes de OV7 o la inmersión propagandística de Menudo para adquirir una descomunal fanaticada.
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¿Y quién va a indagar dónde están o qué hacen los que conformaron ese otro revelador grupo denominado The Spiders, que con su álbum Back, de 1971 (hace exactamente medio siglo), creó la posibilidad de un rock esencialmente maduro a una corta edad, haciendo un disco difícilmente alcanzable? Otro desaparecido, el entrañable Julio Haro, fallecido en 1992 (el mismo año de la partida de Toncho), grabó con El Personal un disco de humor que ni Botellita de Jerez pudo superar, ni en sonoridad ni en lírica. La Revolución de Emiliano Zapata, con el impecable guitarrista Javier Martín del Campo, consiguió con su primer disco (de donde se desprendía la pieza “Nasty sex”, un éxito en Europa), de 1971, salir de las fronteras mexicanas, lo que no había logrado nadie en ese momento. Y, sin duda, a partir de las grabaciones de Maná, guste o no su música, el rock en México empezó a reconciliarse sonoramente en las producciones fonográficas: por fin las técnicas alcanzaban un grado de profesionalismo nunca antes experimentado.
¿Y qué une a todas estas agrupaciones mencionadas, como símbolos roqueros del país? Su origen: todas ellas proceden de Guadalajara, que, de alguna manera, puede ser considerada la cuna del rock nacional (creando todavía cosas fundacionales, como las elaboraciones sonoras del grupo Radaid), en el sentido de ser la puntera en los aspectos discográficos, porque si nos vamos exclusivamente al aspecto de las canciones, sobran los modelos, desde “Tus ojos” del baterista Rafael Acosta —de Los Locos del Ritmo—, “Caminata cerebral” de Love Army y “Si estuvieras aquí” de Javier Bátiz hasta “Las flores” de Café Tacuba, “La última neurona” de Daniel Tuchmann y “Mare” de La Maldita Vecindad y los Hijos del Quinto Patio (¿y por qué diablos no incluir como grandes piezas “Europa” de Carlos Santana y “Crucify your mind” del propio reaparecido Sixto Rodríguez, finalmente ambos de sangre mexicana aunque aposentados en Estados Unidos?).
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Sin embargo, si de discos míticos se trata —y elaborados desde aquí— tienen que venir a colación, sin reparos, Hurbanistorias de Rockdrigo González (quizás el mejor disco de la historia roquera de México), el primero de Naftalina (con sus parodias de las originales versiones de los padres del rock and roll), El camino del jaguar de Jorge Reyes (una imprescindible antología que reúne sus mejores piezas de 1984 a 2001), La verdad es una mentira en los ojos de quien la mira de Monocordio, Rhythm & pango de Armando Rosas, el debut fonográfico de Flüght, Sufro sufro sufro de San Pascualito Rey y Viaje fantástico del Pájaro Alberto Isiordia. Están, asimismo, las grabaciones del guitarrista Ricardo Ochoa, que habría que sumarlas (tanto la de Peace and Love como las dos de Náhuatl) no tanto por su contenido global como por la atención que se le debe prestar a sus ejercicios instrumentales, extraordinarios riffs que sólo él podía imaginar.
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Siguiendo esta línea, alguna vez me preguntaron cuál, a mi entender, era el mejor disco (que escogiera uno, me subrayaron) de rock mexicano.
Y después de pensarlo unos segundos, respondí que, acaso sin duda. Alvaraderías, del año 2004, grandiosa aportación roquera de Roberto González (Veracruz, 1952 / Ciudad de México, 2021) en una materia paradójicamente sonera, porque ese álbum no sólo situó a Roberto González como un compositor señero en el panorama de la nueva música que concentraba al rock, el canto nuevo, ciertos aires clásicos y los ejercicios de la rumba: Alvaraderías, a pesar de ser un disco eminentemente tradicional huapanguero, posee una inevitable furia roquera que lo distingue, por supuesto, de los trabajos elaborados con esta tinta vernácula. Con su efímero grupo Un Viejo Amor, Roberto González participó en la grabación de Sesiones con Emilia que nada más por su talante hizo resaltar, con esmero, a sus otros compañeros de ruta. Sólo con cinco álbumes propios, Roberto González, en el México de las supresiones o represiones musicales, demostró que, con talento y personalidad, es posible resalta una obra con poca exposición creativa.
Alvaraderías, en efecto, es una grabación imprescindible del rock mexicano porque el rock en México a veces no suena a rock sino a muchas otras cosas que lo emparentan.
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[Sin embargo, hay que confesar algo: vaya uno a saber la razón, pero los grupos se escuchaban mucho mejor en vivo que en el estudio de grabación, de ahí que ningún disco, por ejemplo, de Jaime López pueda oírse como él se escucha en directo, lo que ocurre con un sinfín de personalidades, tal como aconteció con el propio Ricardo Ochoa o con Javier Bátiz.]6
Y, fuera de casa (porque las grabaciones no se hicieron del todo en nuestro territorio), se hallan dos mujeres, una ya fallecida —en 2010— y la otra, superlativa (entre la world music y el regionalismo con acentos roqueros): Border de Lila Downs y The living road de Lhasa, quien ya no está en este mundo, al igual que Rockdrigo González y Jorge Reyes, admirados compositores los tres.
¿Cuál es, después de todo, el mejor disco del rock mexicano?
Las nuevas generaciones, más centradas en los receptores electrónicos, tal vez digan que estamos nosotros locos, porque para demasiados jóvenes, sin duda, no hay nadie mejor que Zoé o que Moenia o que Moderatto, o que Alejandra Guzmán (¡quien abrió —su concierto, por supuesto— a los Rolling Stones en Monterrey!) o, válganos el Señor, Paulina Rubio con un tal Pitbull, o algún cantante, de nombre efímero, que ha subido justo en este momento una canción tan bonita que mañana tendrá dos millones trece mil likes.
Porque hoy el rock ya no es lo que un día fue.