Cristal de Aliento

«Vox poetica»

Vox poetica es un poema de más de 500 versos endecasílabos sin ritmo fijo; un intento por recuperar la tradición del poema largo en nuestra lengua, que atenta simultáneamente (de forma conceptual y técnica) contra esa misma tradición. En su estructura temática, propone un recorrido por diversas artes y búsquedas de la perfección estética, reconociendo la limitación inherente a todo intento de expresar lo imposible, a la par que se construye a sí mismo como un anhelo de recuperación poética en la asunción de su inevitable fracaso. Por todo ello, Vox poetica es una reflexión de la poesía por medios poéticos que se edifica y se niega, al mismo tiempo, en su propio despliegue.



A Salvador Gallardo Cabrera
Vox poetica
Aux uns la prison et la mort. Aux autres la transhumance du Verbe
.
⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀René Char
Every poem is a poem within a poem: the poem of the idea within the poem of the words
⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀Wallace Stevens

Preliminar el campo de las voces,
tentativo el discurso del deseo
y las premisas del habla que niega,
la imposición tardía del mutismo
y los ecos sin memoria ni origen
que la distancia desenvuelve y cierra
en una paradoja terminante
del silencio y la astucia del sonido.
Preliminar la palabra y su efecto,
la sombra diferida del ahora,
la voz y su repetición fortuita,
lo azaroso del paisaje y la muerte
entrecruzados al punto de fuga.
Preliminar la memoria y los actos
y la angustia de lo nunca expresado
y la insistencia voraz de la imagen
y la reiteración de las ideas
y las metáforas que se devoran:
labios que susurran labios que inventan
palabras que figuran pensamientos
vacilantes que elaboran recuerdos
sin nombre, callejones olvidados
donde cruzaron sueños y preguntas
delegadas al naufragio del tiempo.
Nada que la mente no bosquejara
antes, en la hipótesis del espacio,
como obstinada rememoración,
como recuperación inmediata
de imágenes sin sustancia ni tiempo,
igual que esa búsqueda sin sentido
en la que el lenguaje se desvanece
y hay nada, y la nada vuelve a la nada.
Sólo la certidumbre de la muerte
merodeando en el valle del idioma,
paseando su velo invisible y amplio
entre las multitudes de vocablos,
entre signos de vida contrapuesta:
rescoldos que son sílabas de hielo,
fuegos que son memorias congeladas.
Algo crece en el jardín de los ecos,
toma forma al auspicio de los árboles,
como si la violenta lejanía
del castaño renaciera de nuevo
y a su caricia le siguieran trampas
que el crepúsculo y el aire desmienten
al ritmo de las voces y las plumas.
Horizonte indeciso, nebulosa
arquitectura de rostros y nombres,
¿hacia dónde la mentira del cuarzo,
urdida silenciosamente al alba,
mientras afuera la penumbra abría
un paisaje de sonrisas etéreas?
¿Hacia dónde la mirada y los días
divagando en su nostalgia brumosa
como lámparas de trigo y neblina
a la deriva de un mar enfoscado?
Manantial de imágenes engañosas,
confusos trozos de memorias huecas,
túneles de fatigosos presagios
que anidan en su cuerpo melodías
que la noche borra y el viento arrastra.
Eso es la música: farsa nocturna,
ilusión de sonidos deletéreos,
ensoñación artificiosa y fatua,
donde los opuestos desaparecen
y hay una armonía fingida y vana.

Del sonido a la forma y de la forma
al silencio, en un retorno que inventa
la nostalgia, pálido amanecer
de las siluetas que se desvanecen,
muda contemplación de la mirada
que nos mira, clausurada en sí misma,
escisión de la figura y su nombre
al mudo despertar de la palabra,
que dice, sin decirlo, lo imposible:
el deseo y sus objetos inciertos,
esa distancia entre el labio y el beso,
entre la mano y la sombra impalpable,
entre la vista y el cuerpo invisible.
Pensamientos que cruzan en sigilo
hasta encontrar un nombre, una palabra,
una designación inconfundible,
un trazo arbitrario impuesto al instante
en que los amelos dudan y giran
en una simulación casi exacta
del atardecer y sus transiciones,
orlas de fuego y nardos puntiagudos,
resumidos en voces sosegadas,
en vocablos de sintaxis perfecta.
Ordenados laberintos de setos,
interminables pasillos de mármol
resguardados por jazmines y espejos
que repiten, a cada paso, rostros
y miradas titubeantes, idénticas
simulaciones de ese ir y venir
absurdo, de ese desfile de máscaras,
de ese juego decadente y cansado
en que consiste el mundo y sus afanes.
Simulacros necesarios del tiempo
que construyen el espacio y su forma,
que definen las rutas de los astros
y marcan, cadenciosos, los trayectos
del mar embravecido y turbulento
bajo el ajeno compás de la quilla,
avenidas de inconfundibles surcos
que remarcan la hosca fragilidad
de la materia y sus burdos misterios,
cuerpos dehiscentes, sustancias maleables
subyugadas por una voluntad
de vectores y artefactos precisos.
Imposible imaginar las corrientes
de caudales sin rumbo, la espesura
de bosques atragantados en savia,
los ríos de magma y rocas sedientas
expulsadas entre monumentales
gestos de cenizas y nimbos rojos,
vómitos fosforescentes, endebles
monumentos de pavesas calcáreas
sobre las que flotan alcaravanes
taciturnos de miradas inciertas.
Toda una vida cayendo en picada,
batiéndose desmesuradamente
en la extensión de peñascos sin fondo,
desbordando su furia milenaria
en brebajes de légamo y mercurio,
de detritos y carne y sangre espesa.
Las palabras penetran el camino,
abren tajadas de materia informe,
establecen rutas de geometrías
exactas que desdibujan los astros,
memorizan los senderos quebrados
por los que cruza el discreto guepardo
y su manada de puntos y comas,
afinan el trazo del firmamento
bajo cuyo brillo florecen diques
y presas como venas distendidas,
dilatadas cicatrices de calcio,
gruesas arterias de acero bruñido
hacia las cuales desciende la lluvia
en un gesto parecido al silencio,
lenta desaparición de la tierra
en sacrificio de un mundo inseguro,
de un hábitat de premisas dudosas.
Arrogantes arquitecturas diurnas,
féretros de las posibilidades
infinitas del ser y la materia,
ostentosos sepulcros del lenguaje
en los que la palabra se refuta
al erigir su propio calabozo.

No hay retorno; no hay regreso al origen.
No hay comienzo ni tiempo primigenio
al que pudiera volver la memoria.
No hay memoria primera ni resquicio
del pasado al que pudiera aferrarse
la mente en su incesante e inútil fuga
hacia un frágil porvenir de metáforas.
No hay porvenir alguno ni presente:
el tiempo es una ilusión de mudanza,
un espejismo anclado a la certeza
de sentido en el que siempre caemos
pues no podemos contemplar la muerte
ni tolerar su mirada vacía.
No hay tiempo ni devenir ni esperanza.
Vagamos libres, sin ningún amparo,
ante la fría mirada de objetos
indolentes a los que nada importa.
Somos la más triste constatación
del fallo de la materia consciente,
su derrota más sublime y fastuosa.
Sólo la sombra del mito diluye
la decepción atroz de la palabra
al referirla a un pasado ficticio:
la dendrita sin fruto de la fábula,
la quimera del rostro derivado
en átomos de torrentes profusos,
la lejanía del eco que erige
el sistema del hilo y de la trampa
como una astucia más allá del tiempo
y la historia, más allá de los años
humanos y del hambre terrenal.
El verso nace de esa sed proscrita,
de esa angustia de fuego encadenado,
de esa necesidad irresistible
de parábolas y ritmos difusos.
Oye la reverberación del habla
confiada a la cadencia del cristal,
el discurso del cierzo desplegando
sus ojivas transparentes, fugaces,
en los páramos de la desmemoria,
la caricia de la luz esparcida
en menudas volutas de silencio,
la farsa del crepúsculo flotando
en un horizonte de escombros rojos.
El poema invita a la fe del olvido,
convoca a una engañosa paz de símbolos
en la que la conciencia se disuelve
tras la caricia sensual del morapio,
celada de mecanismos sutiles
que guía la vaciedad del espíritu
hacia el sereno océano de la nada;
obsesiva embriaguez de los instintos
que inventan la apariencia de unidad
a la mitad de un destino caótico.
No el sueño ni la elocuencia del fin,
sino ilusión de las contradicciones
suprimidas en un golpe de amnesia,
lenta disolución de los sentidos
apenas si impedida por el ansia
reiterada de una pulsión voraz:
el mandato de ser antes que nada,
la ilimitada urgencia de existir,
la frenética exigencia de vida
destinada al fracaso más rotundo.
Manadas de ideas que se desbocan
como los peldaños de un edificio
invisible, cuerpos entretejidos
que gritan como corceles castrados.
Así sucumbe la vida a su propia
necedad: fundando el reino ficticio
del recuerdo en el seno del olvido.

Revelaciones vespertinas:
⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀gime
la memoria de un fresno en las aceras.
Las hordas de silicio se confunden
con una trama de grueso concreto
a cuyo esplendor concurren zorzales
suspendidos en vestigios de plástico.
Numerosas placas de acero rondan
la tarde, sumergida en el hastío
de humaredas nauseabundas y grises.
Ese día: ¿a quién le pertenece?
La avenida erige un denso argumento
de cristales y cables multiformes
entre los cuales se escabulle el viento,
con su miríada de letras y de hojas,
como un obsceno fantasma amoroso
que quisiera revelar su secreto.
Hay fundamentos de una anatomía
delirante que se explaya en fragmentos
de cenizas y persianas, abiertas,
repentinamente, al cruce de límenes
y fronteras indecisas del habla:
brazos que farfullan signos absurdos,
fanales que pronuncian oraciones
obsesivas en busca de unos belfos,
huecos sonidos de cloacas hambrientas
escabulléndose hacia paradigmas
de nitrato y elementos alquímicos.
El mundo es un incansable monólogo,
una insidiosa prédica de sombras,
un tránsito de objetos repetidos
que no podemos ver de tanto verlos,
parábola de pasos sin sentido
que conducen siempre a ninguna parte.
Cierto: no hay nada nuevo bajo el sol.
Las mismas cosas brillan, desidiosas,
ante los mismos ojos obturados.
No hay farsa ni tragedia ni epopeya:
la vida es justo esa continuidad
de mediocres costumbres desligadas,
de frases repetidas hasta el tedio,
como un alud de lugares comunes
atusados por pantallas etéreas.
Todo conduce hacia ese mecanismo
intangible, hacia ese dispositivo
de sonrisas postergadas y abúlicas:
cifras, luces, números combinados
en un atroz torbellino de imágenes
virtuales, de figuras inasibles
que elaboran su sustancia magnética
con el mismo gesto con que consumen
logaritmos y construyen sistemas
custodiados por enormes pupilas
binarias; superficies de electrodos,
terrenos de mareas helicoidales,
obscenos engranajes traslaticios
que devoran el tiempo y el espacio
como descomunales hoyos negros.
Extraño nombrar sin esperar nada,
decir sin perseguir ningún propósito,
dejar fluir las palabras, lentamente,
con la única promesa de su efecto
diferido, de su caricia acústica.
Las letras duermen en otras orillas,
sueñan con una voz tardía, inviable.
Lo que vemos son manchas luminosas,
impresiones de un incendio extinguido,
adarmes de un anhelo cancelado,
que un día, altivos, llamamos poesía.

Silencio, sólo silencio en la noche.
Ninguna voz se asoma en la penumbra.
La silueta de un sauce duerme afuera.
A lo lejos se escuchan unos pasos.
Una lluvia ligera, llovizna, habla,
susurra reflexiones de otro idioma.
No medita: dialoga con el viento,
conversa en el lenguaje de las hojas,
formula pensamientos incisivos.
La hora es una emboscada del destino:
mientras más se escucha menos se entiende.
Escuchar es perderse en el abismo
de los días ajenos que ya no hablan,
de los años pasados que se han ido;
entregarse a la voz de la memoria
que sólo manifiesta lo imposible:
la imagen de un abeto verdecido
a la vera de un bosque inexistente.
¡Cuántas palabras puebla esa espesura
de recuerdos y voces derrotadas!
¡Cuántas canciones viven encerradas
en la paz de una flor desconocida!
El tiempo es siempre el juez más implacable:
nos condena a una vida imaginaria.
Lo que creemos vivir es sólo espejo
de una otredad vacía, evanescente.
Todo saber reduce lo posible,
lo fuerza a una existencia esclavizada,
a una unidad de voces sin trastorno.
No podemos nombrar sin acusarnos:
somos la falsa distancia del habla,
la voz que se enaltece con un mirlo,
pero preside el trono del desprecio,
el tolerante gesto de censura,
el rictus de un sayón condescendiente.
¡Qué distante la lengua de los cedros,
adormecida al fondo de una gruta,
el sigiloso verso de la seda
que la ninfa cultiva en su letargo!
Metamorfosis de otras realidades
que no requieren de una voz ajena,
inercias de una tierra ensimismada,
que siendo nuestra no nos pertenece.
Sin siquiera notarlo o comprenderlo,
lo hemos perdido todo:
⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀la distancia
del castaño en que comenzaba el mundo,
el endeble contorno de la higuera
que omitía la flor en su desglose,
la danza sin premura de aquel chopo,
que era ala y surtidor al mismo tiempo.
Símbolos de un pasado perimido,
espectros de un naufragio desterrado.
¿Qué palabra resumirá el fracaso
de una vida que flota a la deriva?
¿Qué vocablo traducirá la angustia
de sentirse perdido en pleno vuelo?
Ajena la nostalgia del comienzo
o la expresión que busca la sustancia,
la voz que se demora en la apatía
de un paisaje privado de recelos.
Sólo el silencio augusto de una noche
con la que hemos chocado al extraviarnos,
en la que hemos caído al perseguirnos.
Lábil fulgor de un brillo consumido
en el ansia tardía del desvelo.

Nombrar, hablar, escribir, renombrar:
sobran palabras para decir algo.
Demasiado tarde o tal vez muy pronto,
siempre a destiempo, siempre inoportunos.
Lo que decimos gira en torno a un punto
que no acabamos nunca de fijar.
Las palabras son intentos fallidos
de explicar lo imposible, lo insondable.
Erigimos monumentos risibles
que el tiempo deconstruye con desgana,
como si ese cúmulo de conceptos,
más que ideas, pensamientos o formas,
encerrara su propia destrucción;
como si ensayáramos arquetipos
de la derrota que luego olvidamos,
igual que gruesos y obsoletos fardos
que tenemos que cargar, día a día,
para mantener una dirección,
pero que luego, al llegar al destino,
arrojamos muy lejos de nosotros
y nos sentimos ligeros y libres.
Esa sensación, esa libertad,
es un engaño, una ilusión dañina.
El eco de la voz es más sincero:
imita la caída de la rosa
en el claro de un bosque solitario,
la rara evanescencia del rocío
que duda del silencio y nunca oscila,
escindido del filo del cristal
y la sustancia líquida del alba.
Nuestra vida es, sin duda, paradójica:
estamos condenados a la errancia,
pero necesitamos la certeza;
somos un vago fulgor del camino,
pero idolatramos lo permanente.
Por eso lo esencial se nos escapa:
la débil resonancia de la nieve
al desprender su cuerpo de la nube,
la interminable prédica del viento
que revuelve los nombres del otoño:
hojas, labios y recuerdos marchitos,
estructuras de sombras obstinadas,
reflexiones perdidas al ocaso.
¡Qué absurda la voluntad de la mímesis
y su inalcanzable afán de sistemas,
o ese escape a la ilusión del lenguaje
que construye su propio laberinto
porque es incapaz de escuchar la vida
que en un mismo gesto funda y retiene!
Fugas, peregrinaciones inútiles,
incansables diluvios de palabras,
torrentes de pensamientos equívocos.
Cada hora es un pasaje a otras instancias
de silencios y voces despobladas,
cada hora instaura su propia derrota
al levantar un túmulo de imágenes.
Las palabras fluyen entre montones
de obstáculos que limitan su paso
en el sendero de las antinomias.
Nada importa que les abran camino
o las restrinjan con sobrias razones.
Lo fundamental está en otro lado:
en la ciega mirada del ocelo
que asimila la noche al firmamento,
en la cansada patria del anturio
que es memoria y distancia de corinto.
El poema aguarda en el margen del habla.
No espera: inventa un idioma de sombras.
Es presencia que vive en la penumbra
y que sueña en el lenguaje de todos.
Las mismas palabras, los mismos sueños,
pero dos universos escindidos.
La derrota es total: nadie lo escucha.
El tiempo se ha acabado, y lo que queda
son palabras escritas sin destino.
Fuegos fatuos, pasatiempos anónimos.
El arte de nombrar ha dado paso
a un vórtice de vocablos sin dueño.
Nadie atenderá el llamado del habla.
Estamos condenados al silencio…
Pero escribir también es un engaño:
el que sabe nombrar, dijo Lao-Tsé,
que no olvide que existe lo innombrable.

Preliminar el tiempo del lenguaje,
tentativo el recurso del idioma
y las palabras que inventa y recrea
en el juego ilimitado del habla,
la voces de los ecos sin origen,
que habitan los linderos de la lengua,
y las figuras que ocultan su nombre
en el fictivo espacio de los sueños.
Preliminar la distancia del verbo
y la proximidad de los objetos
que emula en una síntesis de imágenes,
la trampa de los recursos dialécticos
que la sintaxis construye en sigilo
al proponer recuerdos sin fisuras.
Preliminar el estilo y la forma
y la insidiosa cadencia del metro
y la composición de los espacios
y el absurdo arte de lo nunca dicho
y la postergación de lo enunciado:
tropos que simulan frases y versos,
alegorías que inventan el tiempo
o construyen el sentido del drama:
el simulacro onírico de Apolo,
la apacible narcosis de Dioniso,
el lento desmontaje del sujeto
que es unidad y farsa en movimiento.
Ese ágil disolverse sin retorno
en el impuro océano del lenguaje;
ese caer sin tregua en la memoria
de las cosas que deben olvidarse.
Una frágil desolación invade
el laberinto de los pensamientos:
se dice sólo lo que no se dice,
lo que no puede nunca revelarse.
La mano sigue el rumbo de las voces
que moran el país de las incógnitas:
patria indiscernible de las pulsiones,
república de los sueños inhóspitos.
Me hundo en el abismo de los susurros,
aparezco de pronto frente a mí,
como un espejo que niega su origen,
como un espectro que habita la página
en la inconsciencia tenaz de los verbos;
soy, tal vez, un mecanismo del habla,
un autómata que redacta sílabas
en la pantalla de su propia vida.
No hay nadie alrededor ni nadie enfrente:
giro en torno a símbolos que me evaden,
a jeroglíficos que me rechazan.
Ellos construyen su propio monólogo,
usan ideas que no son las mías.
Cada letra que aparece construye
un idioma de imágenes dispersas
en las que no puedo reconocerme.
El poema es el espacio en el que abdica
la voluntad y su reino de sombras.
Pero no hay poesía sin libertad.
Lo inexorable es un relato muerto.
El poema es una guerra sin cuartel,
un campo de batalla en el que luchan
la voluntad y su anhelo silvestre.
Las palabras son armas de esa liza,
pero no pueden lograr demasiado.
Lo que observamos es una tragedia
que ha sido definida a espaldas nuestras.
“Llegamos demasiado tarde”, dijo,
hace ya demasiado tiempo, el poeta.
Pero ningún dios pudo rescatarnos.
El poema habla un dialecto desterrado
que repetimos casi por inercia.
No hay mucho más que decir ni pensar.
Seguimos el fantasma de una forma
tan sólo para negar lo evidente:
el poema habla el idioma de los muertos.

Ciudad de México, 2018.

Carlos Herrera de la Fuente

Carlos Herrera de la Fuente (Ciudad de México, 1978) es filósofo, escritor, poeta y periodista. Autor de 3 libros de poesía ('Vislumbres de un sueño', 'Presencia en Fuga' y 'Vox poética'), una novela ('Fuga') y dos ensayos ('Ser y donación', 'El espacio ausente'), se ha dedicado también a la docencia universitaria y al periodismo cultural.

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