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“Yo nunca me derroto”

El gusto por la vida. El goce. La alegría. La música por dentro y, desde luego, el baile. Estos son los destellos que conocí y que más admiré de mi tío Arturo. Quisiera decir que también la responsabilidad en el trabajo, la puntualidad en cualquier circunstancia, la pulcritud en el vestir o la expresión correcta, pero no. Porque todo esto no tiene mucho chiste. Son cosas normales. Son cosas —la responsabilidad, la puntualidad, la pulcritud, el habla precisa— que, aunque mi tío las practicaba, hacen que un hombre sea simplemente un hombre. En cambio, el gusto por la vida, el goce, la alegría, la música por dentro y el baile que contagia, el baile que muestra en cada paso el fino telar de la existencia misma, no cualquiera. De verdad. El siguiente texto pretende ser, además de una muestra de ello, un amoroso homenaje.


No podía ser de otra forma. Mi tío Arturo falleció el Día Internacional de la Danza: el pasado 29 de abril. Tenía 81 años. Había nacido en la colonia Guerrero de la Ciudad de México, el 21 de febrero de 1940. La Guerrero es una zona brava en el centro de la gran urbe. No obstante, es sitio de prosapia: ahí nacieron, por ejemplo, el compositor Manuel Esperón; los comediantes Jesús Martínez (Palillo), Mario Moreno (Cantinflas), Eduardo Manzano (El Polivoz); el actor Ignacio López Tarso; la historietista Yolanda Vargas Dulché (creadora de Memín Pinguín), y hasta el escritor Ignacio Manuel Altamirano.

De ahí provenía mi tío Arturo. ¡Y cómo no iba a saber bailar! De la Guerrero son el Salón México y el Salón Los Ángeles. También ahí se encuentra el Teatro Blanquita. Pero por toda la geografía de esta colonia en la que “pelean a hachazos y rasuran a pedradas”, como dijo alguna vez El Polivoz Eduardo Manzano, la música popular, incluso hoy en día, no para de sonar. El baile parece que es un activo fijo de ese lugar. No es raro, entonces, que mi tío Arturo dijera, cada vez que se le presentaba la oportunidad, que el día que él muriera no quería que la gente estuviera llorando y lamentando su partida. Al contrarío, decía, quería que en su viaje a otra dimensión se escuchara la música de la Sonora Matancera para llegar bailando al cielo; así, podría acercarse a la dama más guapa que estuviera sola y disponible, invitarla a bailar y darse junto con ella unos buenos azotones. Con azotones se refería a la combinación perfecta entre baile, placer, felicidad y ritmo.

El vivo al gozo

Arturo de León Lugo fue el nombre que mi tío llevó mientras vivía. Y, para él, la vida era muy bonita. No se cansaba de repetirlo. ¡Qué bello es vivir, compadre, verdad de Dios! —le decía a mi padre mientras levantaba el trago de tequila con Squirt que, con sabia precisión de curandero, poco antes le había preparado—. Y chocaba su vaso con el vaso de todos los presentes. Los adultos con sus bebidas espirituosas. Los niños con sus refrescos. Nadie quedaba al margen de la celebración. Y si alguien no tenía vaso para chocar en ese momento, no había problema. Mi tío Arturo le decía:

—Bendíceme, por favor, aunque no choquemos nuestros vasos. ¡Haz la mueca!

Y todo el mundo le respondía a veces con un gesto en el que el puño simulaba un vaso, pero otras veces era sólo una sonrisa. Mi tía Irene, su mujer, en la misma medida que disfrutaba esa alegría, la rechazaba. Celaba a su marido. Porque mi tío Arturo no tenía trabas, no conocía barreras sociales que le impidieran gozar.

Eso sí, era muy acomedido. Cierta ocasión, en una de las tantas celebraciones que mi familia compartió con su familia, una amiga de mi madre se manchó de cal la parte trasera de su pantalón. Mientras bailaba con mi tío, la amiga de mi madre se acercó demasiado a una pared que estaba recién blanqueada (o, dicho con más propiedad, recién enjalbegada). En cuanto lo notó, mi tío sólo dijo compermiso e hizo desaparecer, con dos o tres nalgadas, la mancha. La pareja de baile, en el frenesí, recuperó enseguida los pasos perdidos. Pero la que no perdía detalle era mi tía Irene: observó la acción y se lanzó sobre mi tío Arturo, lo tomó del cuello y lo arrojó contra la enjalbegada pared. Ahí mismo el pobre hombre dejó registrada la huella de su espalda en toda la superficie. Después, al recordarle el suceso en alguna otra reunión, mi tío decía sonriendo: “Sí, compadre, esa vez mi mujer casi me empotra”. Todos reíamos a carcajadas, para, enseguida, claro, decir ¡salud!

Interminable alegría

Mi madre cuenta que siempre deseó que mi papá la mirara con los mismos ojos radiantes de alegría con los que miraba a mi tío Arturo, a quien mi padre aprendió a querer tanto o más que a cualesquiera de sus hermanos de sangre a pesar de que era sólo su concuño. Cuando llegaba a nuestra casa (o nosotros a la suya) para celebrar cualquier cosa, mi padre no paraba de reír. Y los pretextos para la fiesta nunca faltaron: un cumpleaños, un bautizo, una primera comunión, una confirmación, unos quince años, una boda, un Día de las Madres, un Día del Niño, un 5 de mayo, un 16 de septiembre, una Navidad, un Año Nuevo, el término del ciclo escolar, la visita de alguno de mis abuelos o de alguno de mis tíos que viven en Estados Unidos, una graduación, una boda, la compra de un auto o una casa…

Siempre apareció un motivo para que los seis de mi familia y los cinco de su familia nos juntáramos para compartir: los adultos su vino, como decíamos los más pequeños; los niños nuestros juegos más locos: vestirnos de gordos con ropa de adulto retacada de más ropa, prendas de todos los tamaños, formas y colores que mi tía acumulaba en una montaña que año con año no paraba de crecer en un rincón de su casa; jugábamos a colgar muñecas desnudas y despeinadas del techo para recrear la Casa de los Espantos de las ferias; jugábamos a organizar peleas de box poniéndonos guantes hechos con un calcetín enrollado dentro de otro calcetín que nos colocábamos en las manos; jugábamos a vestirnos con máscaras de luchadores, anudarnos una toalla alrededor del cuello para que fuera nuestra capa y usar una cama como ring para podernos lanzar.

Todos, las dos niñas y los cinco niños que eramos, participábamos por igual en aquel lúdico desenfreno. Ocasionalmente, cada vez que regresaba del baño después de devolverle a la naturaleza tanto líquido que había tomado, mi tío Arturo echaba una mirada para corroborar que todos estuviéramos vivos. Se aproximaba a alguno de sus hijos, lo abrazaba, y mientras le daba unas palmaditas en la espalda decía con sonriente ternura, así tuviéramos la habitación de cabeza:

—¡Qué bien, hijo!

Enseguida se marchaba a seguir bebiendo y cantando y bailando. Alegría pura. Alegría natural. Alegría fresca.

Para mi linda esposa

Eso sí, la música no tenía oportunidad alguna de pasar impunemente a su lado. La agarraba al vuelo y a ponerle con Federico, como decía.

—¡Esto urge! —expresaba con jubilosa ansiedad en tanto se encaminaba, contoneándose, hacia la pista de baile. Anécdotas hay muchas. Aquí van dos.

La primera. Cierto día, de madrugada, mientras regresaba a su casa después de haber estado en una fiesta, escuchó que de una vecindad salía una música muy bella. Entonces le pidió al taxista que lo llevara al lugar de donde provenía aquel sonido y le pidió que ahí lo dejara. Al descender, tocó el zaguán de aquella vivienda y le dijo lo siguiente a la persona que abrió, quien, atónita, escuchó su discurso:

—Sí, buenas noches, mire, pasa lo siguiente. Escuché una música muy bonita, muy bella, y pues no me pude resistir. Quisiera pedirle si me permite pasar por favor. Nada más me echo un par de danzones y me retiro. No pretendo ofenderlo ni mucho menos molestar a nadie. No vengo en plan de bronca ni nada. Al contrario, me gustaría mucho que esto se pusiera más chipocludo [más animado] todavía.

Era el mismo dueño de la casa quien había abierto la puerta y lo había escuchado.

—Quizá le gustó mucho mi manera correcta de hablar, compadre —decía mi tío Arturo cuando contaba esta anécdota—, quizá fueron las sedas que llevaba ese día, siempre elegante, tipo dandi, quizá fue mi labia, en fin, equis, lo importante fue que me dejaron pasar. Entonces me dirigí a la dama más elegante y bella que vi y, no me lo vas a creer, compadre, pero le dije: “Buenas noches, Lupita, me permite esta pieza”. No sé si se llamaba Lupita o si cuando dije su nombre ya la había llevado yo a la pista, pero aquella vez nos echamos unos azotones chulísimos.

La segunda. Mi tío Arturo y mi tía Irene, su mujer, habían acudido con mis padres a una fiesta en pueblo situado en medio de una montaña. La tía Chencha —madrina de mi mamá— y Roberto “La Borrega” celebraban 5o años de matrimonio. La fiesta era en grande, al sur del Estado de México, en medio de campos cultivados con flores, coles de bruselas y árboles de aguacate. Había barbacoa para más de 200 invitados, tortillas hechas a mano, alcohol, cerveza y música en vivo: tropical, bolero, disco, cumbia, norteña. Cuando la fiesta iba a la mitad, llegó el mariachi. El padrino de mariachi, es decir, quien había pagado a los músicos por aquella presentación, solicitó en algún momento que tocaran “Mi linda esposa”, la famosa canción que interpretaran los Dandy’s. El mariachi se arrancó y sonaron las guitarras, los violines, la vihuela, el guitarrón y la potente voz del cantante. En ese mismo momento, mi tío Arturo, amante de los tríos, reconoció la pieza al instante y se levantó de su silla: desde la mesa que en un rincón le habían asignado, gritó a todo pulmón, como si él mismo fuera, ya no digamos el festejado, sino quien pagó el mariachi:

—¡Para mi linda esposa! —dijo feliz, alegre, gozoso, celebrando su inquebrantable gusto por la vida, al tiempo que retiraba de su rostro las manos que le habían servido como altavoces y que ahora ocupaba para señalar a mi tía Irene. Los más de 200 invitados le aplaudieron a rabiar y no le quedó de otra que llevar a su mujer hasta el centro de la pista. Mi tía, que nunca ha conocido lo que es el ritmo, volvió más divertido el suceso. Mi tío se movía con un ritmo y una cadencia que hipnotizaban y que son, simplemente, imposibles de describir. Eso sí, la concurrencia celebró la acción con estridentes carcajadas y aplausos. Mientras, el padrino de mariachi permanecía enmuinado en su silla, al lado de su linda esposa.

Siempre positivo

Se fue, pues, el tío Arturo. Ya no volveremos a verlo llegar con sus lentes de pasta, con su cabello perfectamente peinado y obligado a mantenerse cerca de su cabeza con vaselina, un cabello, a sus 81 años, totalmente oscuro, sin una sola cana. Ya no habrá posibilidad de pedirle nuevamente que nos cuente esas historia de cuando consiguió las corbatas tan singulares de Marilyn Monroe y de Santa Claus, tampoco la historia de tantos personajes que conocí, al menos de nombre, gracia a él: Langurén, Margarito, Pedro Mierda, doña Nalgueria, el Bon Ami, don Migajón, don Putul, su compadre Venancio, el Garlopa, el Alberto Vázquez, el Fermín, don Agustín, los Canegatos, la Perrísima… En fin, tantos otros, cada uno de ellos con su peculiar historia. Ya no podremos decirnos mutuamente “ingeniero”, como solíamos hacer, para burlarnos de aquellos que antes de su nombre anteponen un título que nunca ejercen. Ya se acabó el tiempo de verlo llegar a las fiestas vestido de un blanco impecable. Lo confundían con médico. Y él, farmacéutico que fue alguna vez, nunca negaba el cumplido.

—Vengo de una cirugía —le respondía a quien lo cuestionaba, generalmente intrigado, sobre la inmaculada blanquitud de las prendas.

La enseñanza, para nosotros, para quienes seguimos aquí, es no mirar nunca este lugar como un valle de lágrimas. Hay que andar por la vida como él mismo lo hacía:

—Yo siempre positivo, siempre adelante. Nunca me derroto. ¡Ni madres, compadre!

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4 Comments

  1. Gracias chiquillo. Tuve que reír ante la noticia de que el tío Arturo “dejó de existir ” (como decían los romanos para evitar mencionar la muerte ).Ahora entenderás por qué firmé aquel convenio de los 111 años. Tenía razón el Tío Arturo, sólo hay dos maneras de enfrentar la vida : O la padeces o la disfrutas. Y tú escoges. Y el y yo nos decidimos por la mejor.Un acorde de Nereidas como despedida para el tío. “Esto urge”

    1. Sí, a la muerte no se la nombra. Llega en el momento justo. Justo para ella, claro. Y lo que verdaderamente urge es decir ¡salud! Ojalá que muy pronto. Gracias por el comentario.

  2. Es notoria la estimación en los recuerdos y anécdotas, no cabe duda que tu tío era todo un personaje. El texto me recordó un poco a Chava Flores, tal vez por la crónica urbana o por las características del recordado tío.
    La elocuencia da muestra de tu gran capacidad para las historias, además de excelente periodista, viene en ti un muy buen novelista y a la mejor con ese toque de Flores que ya llevas en tu apellido.

    1. Sí, vaya qué fue una persona muy importante y muy querida para mí, para mi familia. Era, el buen Ingeniero, todo un personaje. Aquí apenas tomé a vuelo unas perlitas que brotaron por el recuerdo. Curioso lo que mencionas de mi otro tío (no oficial, claro), Chava Flores. La vida de Arturo de León Lugo está marcada por muchos de los sucesos que nos cuenta Salvador Flores en sus abundantes crónicas musicales de la ciudad: el barrio, el gato, la quinceañera de 30 años, el velorio, el chisme, la viuda que está conmovida (y con movida)… En fin, el sábado Distrito Federal completito.

      Gracias por tus palabras hacia mis palabras. Que así sea, y pronto. Un abrazo, querido poeta. Hasta allá, lejos, donde te escondes.

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