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In memoriam / I

Poco más de un año ha transcurrido desde que el gobierno mexicano declaró la emergencia sanitaria por la covid-19. Y si bien es verdad ―como nos dice Juan Soto en esta primera de varias entregas sobre la pandemia― que muchas de las medidas que han adoptado algunos gobiernos para aminorar los estragos de la enfermedad, les han permitido extremar sus formas de control y vigilancia, también es cierto que no acatar disposiciones como la del confinamiento bajo la mera consigna de que es una medida autoritaria que ponen en riesgo nuestra libertad y, por lo tanto, hay que rebelarse ante ella, acaso no haga más que reforzar el individualismo. “Enfatizando los discursos sobre la dignidad personal, la independencia y la autosuficiencia ―dice Soto― cualquiera se olvida de los demás (y de la sociedad de paso)”. Porque, en efecto, “la rebeldía sin proyecto social no es más que mera reafirmación del individualismo”.


A inicios de 2019, analizando los sucesos noticiosos en algún curso, cuando ya nos llegaban escenas hollywoodescas con tintes apocalípticos desde Wuhan a través de los medios, alguien levantó la mano durante una clase afirmando —como muchas personas alrededor del mundo— que no creía en la existencia del virus. “¿Dónde están los muertos?”, preguntó. El estado de perplejidad nos asaltó a la mayoría, pero algunos asumieron como legítima su incredulidad.

Que los estudiantes descrean de lo que se dice en clase, que descrean de algunos discursos de la ciencia e, incluso, que descrean de los acontecimientos observables, no es nuevo. Pero tampoco lo es para buena parte del profesorado de las mismas universidades donde se forman dichos estudiantes. Frente a la incredulidad había que atajar con una pregunta: “¿Usted ha visto un átomo?”. La respuesta fue: “No”. El complemento que había que añadir a esta respuesta es: “Los físicos tampoco”.

Ese brillante doctor en matemáticas y literatura Charles van Doren sugirió que en el momento en que ya no podemos ver, ya no podemos comprender lo que estamos tratando de ver. En el caso de lo muy pequeño, de lo que no podemos reconocer a simple vista, no se trata de una cuestión de ver, sino de entender y comprender. Nuestra cultura pertenece a una tradición ocularcentrista cuyo rasgo distintivo es otorgar superioridad a la visión como forma privilegiada de conocer. Y se contrapone a las tradiciones logocéntricas (como la islámica y la hebrea), donde se priorizan —en términos generales— el discurso y el texto como formas de conocer. Neil Postman, uno de los brillantes alumnos de McLuhan, sostiene que la idea de “ver para creer” tiene sentido en nuestra cultura ocularcentrista. No nos guían otros axiomas epistemológicos como “decir para creer”; “leer para creer”; “contar para creer”, etc. El acto de ver, no la visión, es lo que ocupa un lugar importante en toda esta discusión que comenzaba muy temprano.

A un año de la pandemia es probable que los que descrean del SARS-CoV-2 ya sean muy pocos. Como buenos cristianos occidentales nos podemos dar el lujo de no creer en lo que no vemos. No obstante, después de un año del comienzo de la pandemia, este pensamiento (llamémosle negacionista) se ha debilitado bastante. Muchos que descreían del virus se están vacunando. ¿Qué hemos visto ya a más de un año de que se identificó en México al primer paciente de covid-19, el 27 de febrero de 2020? ¿Qué hemos vivido a más de un año de que se decretó la Fase 2 de la Contingencia, el 24 de marzo de 2020? ¿Y qué hemos perdido a más de un año de que se anunció la emergencia sanitaria, el 30 de marzo de 2020? La gente intoxicada con dióxido de cloro fue un ligero comienzo al que se le sumaron las montañas de desinformación circulando en internet. Entre otros videos, compartido incluso por académicos respetables, figura el de la supuesta policía china persiguiendo infectados con el coronavirus en el metro. Las imágenes fueron reales, pero se trataba de manifestantes coreanos sacados de otro tiempo y de otra coyuntura. No se trató jamás de portadores del virus.

A más de un año, también hemos visto cómo mandatarios y políticos se han contagiado en medio de la controversia sobre el uso de los cubrebocas y de permanecer en casa (nuestro país no fue la excepción). Motivada por las teorías de conspiración, hubo gente que atacó antenas 5G so pretexto de atribuirles cierto papel en la propagación del virus. Cantidades de personas (los profesores universitarios no fueron la excepción tampoco) se dieron a la tarea,  para prevenir contagios, de tomar infusiones de todo tipo o de untar VapoRub en sus cubrebocas o a la altura del surco que hay entre la nariz y la boca [el filtrum].

Muchos que descreían de la existencia del virus entraron en una especie de conversión cuando se contagiaron o perdieron algún familiar o persona cercana. Algunos aprendieron —a la fuerza— que quedarse en casa habría sido mejor que contagiar a sus familiares en algún festejo de cumpleaños o de fiestas decembrinas. Algunos de esos familiares que no salían de casa, murieron. Es probable que les haya resultado difícil decir “no” al llamado a la reunión en pequeño grupo. Como si el virus tuviese capacidad de discriminar entre pequeños y grandes grupos (sociólogos y psicólogos sociales no pueden distinguirlos aún).

Y sí: también hemos visto que quedarse en casa no ha sido para todos. En tiempos de pandemia las desigualdades, sobre todo económicas y sociales, son más evidentes. No es lo mismo enfrentar la enfermedad con acceso a servicios de salud pública que con acceso a servicios de salud privada. Aunque esto no garantiza la sobrevivencia, con recursos las posibilidades se amplían. ¿Por qué la gente que puede quedarse en casa, en tanto que su situación se lo permite, no lo ha hecho y seguirá sin hacerlo? ¿Qué hay de los que pudiéndose quedar en casa aprovecharon para irse de vacaciones? ¿Qué hay de los que no han dejado de salir a bailar, a beber o a la reunión en petit comité? ¿Qué hay de los que no han dejado de festejar sus cumpleaños convocando amigos cercanos y familiares? ¿Qué hay de los que no quisieron aplazar sus bodas? ¿Qué hay de los que prefirieron poner en riesgo su salud antes que perder su tiempo compartido o su paquete vacacional? El razonamiento va así: la salud puede esperar, todo lo demás no.

Muchas de estas situaciones y otras no mencionadas ya cobraron miles de vidas. ¿Teníamos que aprender a la fuerza? Es cierto: muchas de las medidas que han adoptado algunos gobiernos para el manejo de la pandemia les han permitido extremar sus formas de control y vigilancia, pero si usted siente que le coartan su libertad al pedirle que se quede en casa o que su libertad se pone en riesgo si no sale, si usted siente que al no acatar las medidas “autoritarias” (casi fascistas) de confinamiento, así se rebela, ¡felicidades!, usted refuerza honorablemente su individualismo y el de la sociedad. Enfatizando los discursos sobre la dignidad personal, la independencia y la autosuficiencia cualquiera se olvida de los demás (y de la sociedad de paso). La rebeldía sin proyecto social no es más que mera reafirmación del individualismo. De hecho, no hay rebeldía sin proyecto social ni proyecto político, sino mera reafirmación del yo basada sobre endebles principios de distinción, casi siempre de arrogantes prácticas consumistas.

Curiosamente, una de las reflexiones más acertadas sobre la pandemia la escribió Javier Sampedro en El País. Y nos lo dijo casi al comienzo de todo esto. Con un tino elegante y en pocas palabras nos recordó, en su artículo “Contra el optimismo”, que las tres grandes pandemias del siglo XX mataron a mucha gente, pero no cambiaron el mundo ni la doctrina económica. Y disculpe usted si se desilusiona, pero esta pandemia no será la excepción. Recuerde que el pesimismo es un mal consejero, pero, de todos, es el más acertado…

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