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Emerson y Lake, un lustro después

En este 2021 se conmemora un lustro de las muertes de Greg Lake —excelente guitarrista, bajista, vocalista y compositor— y Keith Emerson —conocido en el medio musical como el «Jimi Hendrix de los teclados»—; junto al espectacular baterista Carl Palmer, estos tres músicos británicos formarían en 1969 la banda de rock progresivo Emerson, Lake and Palmer. El trío no sólo se convirtió en uno de los nombres más significativos del entonces naciente género —por la espectacularidad de sus grabaciones y presentaciones, y desde luego por su virtuosismo—, también preparó el camino a otras bandas progresivas para la difusión del género, pasando de una especie de gueto musical a convertirse en un fenómeno global. Ahora que se cumplen cinco años de ambos fallecimientos —si todo marcha bien, Palmer, el tercer integrante, cumplirá 71 años este 20 de marzo—, aquí recordamos a ambos músicos…


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En este 2021 se conmemora un lustro de las muertes de los británicos Keith Emerson (11 de marzo) y de Greg Lake (7 de diciembre), mientras que el próximo 20 de marzo Carl Palmer se distanciará un año de su septuagésimo aniversario. Los tres integraban la banda Emerson, Lake and Palmer, formada en 1969, que hizo historia en los anales del rock progresivo.

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Greg Lake en 2012. / Foto: página web oficial.

Cuando el tecladista británico Keith Emerson (1944-2016) hacía un solo de media hora era, en su momento, fervorosamente aclamado. No se diga de Carl Palmer (1950) a la hora de pegarle con las baquetas a los tambores. Como cuando el también británico John Bonham (1948-1980, muerto a sus 32 años de edad) ponía el colofón a la pieza “Moby Dick” con su largo solo de batería ante el clamor enloquecido de los seguidores de Led Zeppelin. Los solos eran como una demostración de la destreza individual de determinado miembro de cada grupo; pero, a diferencia del jazz, donde estos solos son símbolos aleatorios de la ejecución planteada, quizás el curso de un lineamiento previamente establecido y espontáneamente ejercido, en el rock —con excepción de “In-a-gadda-da-vida” del grupo norteamericano Iron Butterfly que la diera a conocer en 1968 y cuyo solo de batería tocado por Ron Bushy (1945) mantuviera todo el tiempo una coherencia percusiva acorde al trazo original— los solos se independizan de la pieza interpretada apenas comienzan con la exhibición de las habilidades del ejecutante en turno, ya sea un guitarrista, un bajista, un pianista o un baterista. El solo como documento de dominio del instrumento, no como complemento o fragmento adicional de una canción.

Y si antes causaban furor (hasta en el soundtrack de la película Vaselina, dirigida por Randal Kleiser y estrenada en 1978, incluyen un breve solo de batería no con fines circenses de destreza percusiva sino como mero ornato para cubrir la expectativa con lo que se hacía justo en ese momento con el rock), ahora los solos, cuando llegan a realizarse, son una especie de desparpajo extemporáneo, quizá, porque la música de rock no es más ya un acto de maromeros sino de audaces equilibristas que no pueden distraerse de la cuerda floja en la que caminan. Por eso, cuando se dan, los solos se escuchan en las grabaciones en vivo, no en los estudios.

La habilidad instrumental consiste hoy en la fortaleza compacta colectiva, no en la demostración individual de las destrezas de cada instrumentista, como lo hicieran en su álbum Magna Carta (2002), por ejemplo, el baterista Terry Bozzio (1950) y el bajista Billy Sheehan (1953), ambos estadounidenses, que antepusieron sus dotes personales instrumentales para desarrollar un sonido que conjuntara sus especialidades sin exhibir particularidades en solos innecesarios, como también lo hace el baterista mexicano, radicado en Estados Unidos, Antonio Sánchez (1971) en las bandas que ha formado donde impera la discreción individual. Ni en la película Birdman ―de Alejandro González Iñárritu que se llevara el Oscar en 2015 por mejor filme y mejor director―, que Antonio Sánchez musicalizó, se engolosina con solos percusivos protuberantes.

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Keith Emerson en 2016. / Foto: página web oficial.

Los solos de guitarra, permanentemente diestros y empecinadamente virtuosos, de Jeff Beck (1944) o de Joe Satriani (1956) nada tienen que ver, por ejemplo, con los solos de la guitarra de David Torn (1953) o del piano de Keith Jarrett (1945), porque, pese a tratarse en efecto de categorizaciones individuales, los ejercicios musicales son antípodas: los primeros lo hacen pensando en función de una colectividad en tanto los segundos en una expresión solitaria. Lo que en un principio se clasificó como free jazz en trabajos improvisados como los del pianista Cecil Taylor (1929-2018), con el tiempo adquirieron rutas menos vacilantes: el jazz dejó de ser “libre” para ser sólo jazz (con improvisaciones emparejadas con la integridad de las piezas compartidas) y los actos aleatorios merecieron un espacio propio en un contexto aparte, acaso experimentales o relacionados con los laberintos de la fusión. A falta de un nombre concreto a su habilidad improvisatoria en el piano, se le sigue llamando “jazz” a sus piezas… pero todos saben que no es jazz, sino otra cosa, como tampoco es jazz lo que hace Torn con su guitarra. El concierto ofrecido por Jarrett en Colonia, Alemania, en 1975, contenido en un álbum, es sencillamente memorable, pero no es jazz, ni rock, sino un trabajo que fusiona distintas corrientes musicales en una fina labor de improvisación. Algunas casas discográficas independientes se denominan hacedoras de música de vanguardia para no meterse en problemas. Y no se oye mal.

Beck y Satriani, con sus solos de guitarra, convierten su rock en una categoría instrumental: las maniobras que hacen nunca se distancian del quehacer de sus acompañantes, que siguen al pie de la letra las instrucciones “espontáneas” previamente ensayadas de su líder. El rock instrumental necesita, por supuesto, de avezados solos “melódicos” capaces de construir piezas íntegras.

Pero es muy otra cosa, a pesar de que, ciertamente, la improvisación desempeña el papel fundamental.

Música de vanguardia. Probablemente sea ese el nombre correcto.

Y no se oye mal.

Como las músicas de Art Ensemble of Chicago (fundado a mediados de los sesenta) o John Zorn (1953), cuyos trabajos, basados en la improvisación, podrían ser considerados free jazz, pero en realidad van más allá. Inclasificables, son vanguardistas.

Porque la vanguardia carece de género y es intemporal.

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Las fórmulas, todo lo preconcebido en la música, son asuntos que no van con la vanguardia. Pero esto pocas veces es comprendido por la prensa que se dice especialista desplegando su información en las páginas de los espectáculos. Porque, y no sé si esto ocurra en todas las partes del mundo, en México los pases de admisión a los grandes conciertos de rock se los otorgan no a los periodistas roqueros sino, dándoles prioridad en todo momento, a los de la prensa rosa… que no saben qué decir cuando se enfrentan a agrupaciones como Art Ensemble of Chicago o Emerson, Lake and Palmer.

Veamos.

En marzo de 1993, durante su Black Moon Tour, luego de haber estado separados por 14 años, los británicos Keith Emerson, Greg Lake (1947-2016) y Carl Palmer se presentaron en México en el Auditorio Nacional. Y seguramente estos periodistas rosa no entendieron gran cosa. Porque, según su costumbre, lo que no se comprende se tilda de inmediato como algo extemporáneo. Lo que más subrayaron fue el hecho de que el trío estaba instalado en el pretérito. Pero si Jimi Hendrix aún viviera, y ofreciera un concierto en México, ¡seguramente afirmaría, este sector de la prensa, una cosa semejante: Hendrix como emisor del pasado! Igual impresión les causaron Jethro Tull, The Eagles, John Fogerty, Simply Red, King Crimson, Alan Parsons, Paul McCartney, etcétera.

Lo que demuestra la inutilidad de la crítica del rock en un país como el nuestro. O, mejor dicho, la carencia de ella. Porque, para comenzar, este tipo de prensa musical siempre espera oír lo que quiere oír y no está dispuesta a oír lo que no espera oír.

No puede ser, tampoco, ningún músico un emisor de nostalgias cuando lo que ha hecho, casi heroicamente, es conservar su sonido. Por tanto no era válido, como no lo es en este momento al escuchar sus preciados álbumes, decir que el trío inglés se regocijaba en el ayer. Sencillamente porque ese, y no otro, era, es, su estilo, una vanguardia al fin y al cabo (y las vanguardias, ya se sabe, tienen la modesta modalidad de no ser comprendidas inmediatamente ni, a veces, posteriormente). Y no fue un estilo creado de la noche a la mañana (se formaron en 1969). Si bien estuvieron retirados de la escena roquera un tiempo considerable (de Lave Beach en 1978 hasta su nuevo material en estudio en 1992: Black Moon), esto no significaba que no continuaran tenaces en su idea monumental del rock como una fuerza progresiva de sonoridades exploratorias.

ELP basaban su teoría musical ligados al concepto de la pureza del sonido, lo cual quería decir la liberación de los convencionalismos del éxito comercial.

Por lo mismo, los tenía sin cuidado que algunas de las cualidades del rock (como los estrepitosos solos de batería o de guitarra) de hacía dos décadas (en los setenta) en ese momento (principios de los noventa, cuando se presentaron en el Auditorio Nacional) hubieran sido consideradas motivo de nostalgia.

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Al finalizar los sesenta los solos eran el sello, la huella digital, de cada grupo. No de otro modo ese virtuoso baterista inglés John Bonham fue respetado. O Keith Moon (1946-1978, muerto a los 32 años, la misma edad en la que murió Bonham), baterista de The Who, cuyos solos también impresionaban. O los solos de Alvin Lee, aquel ya olvidado guitarrista de Ten Years After. Comenzó a tocar la guitarra a la edad de 13 años; y con Leo Lyons formaron el núcleo de la banda Ten Years After (fallecido en 2013, a los 68 años de edad) que no dejaba nunca que sus otros compañeros se lucieran. Ni hablar de las figuras tonales jamás igualadas del ya mencionado Hendrix.

Carl Palmer en una imagen de 2021. / Foto: Facebook.

Es más, un concierto de rock sin ningún solo instrumental no era un digno concierto de rock, entonces.

Esta peculiaridad fue desapareciendo con la llegada de los punks al mediar los setenta, porque su música, tocada como si sus intérpretes estuvieran a un paso de ser alcanzados por un rabioso Arnold Schwarzenegger, no daba tiempo para reflexionar ni en el dolor de muelas. Los punks trajeron al rock el desinterés por el virtuosismo. Estaban hartos de las perfecciones de un Rick Wakeman o de las habilidades vocales de un Ian Gillan. Los punks, por el contrario, se sentían orgullosos de que tocaran como seres inferiores (los Xochimilcas eran músicos de Conservatorio a su lado) y los cantantes, antes de salir al foro, tragaban pinole como endemoniados. Mientras más pinole tragaba un punk, más anormal era. El punk eliminó la destreza en el rock.

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Vino luego la new wave, que conjugó sonoridad y tranquilidad. Como contraparte del punk pero remanente al rock, la new wave se puso a medio camino entre ambas posturas y empezó a transitar por el barullo a veces sin importarle los gritos de impugnación ni los desórdenes callejeros, a veces introduciéndose hasta la médula del feliz sueño norteamericano y compartiendo una Coca Cola en el escenario, a veces haciendo poesía en sus letras y, otras, sinfonías del pop. La new wave, con agrupaciones como Police, Talking Heads o Dire Straits (que encaminaron de muchos modos al rock contemporáneo), prefirió irse por la sonoridad acompasada y dejar fuera los certámenes de virtuosismo (pese, por supuesto, a contar con gente capacitada como Mark Knopfler o Sting o David Byrne) y las suites inacabables. Por lo tanto, era difícil suponer que Nirvana o The The o Jesus Jones incluyeran solos rocambolescos en sus piezas.

Emerson, Lake y Palmer lo siguieron haciendo aun en los noventa (ya superados los punks e incluso la new wave), orgullosos de su planteamiento musical. Y está muy bien que lo hayan hecho. A los creadores no puede uno negarles sus invenciones.

A Alexander Graham Bell yo nunca le hubiese negado una llamada telefónica a Mérida o a Edimburgo, por ejemplo.

Encantado le pasaba el auricular. O el celular.

Portada de «Tribute To Keith Emerson & Greg Lake», álbum publicado en 2020.

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