Relatario

Ay, las palabras

La labor intelectual de Enrique González Rojo Arthur (1928-2021) tuvo como marca la multiplicidad de intereses: fue poeta, narrador, docente, filósofo y militante. Reproducimos aquí uno de sus cuentos, tomado del libro El retablo de maese Enrique / Nuevos cuentos.


En esa banca, en ésa, me voy a sentar. Y dicho y hecho, en ella me siento a meditar en lo que me acaba de suceder. La llamada telefónica que recibí en mi departamento, me generó tal trastorno que, como si tuviera lugar un abrupto cambio de temperatura a varios grados menos cero, no dejo de temblar. En esa banca voy a sentarme para ver si me tranquilizo. Al mismo tiempo de arrojarme a la banca del parque, veo al hombrecillo que sale de su casa. Camina tortuosamente como si Baco fuera su lazarillo y acaba por sentarse junto a mí. Dejo de pensar en él y vuelvo a la llamada telefónica. No lo puedo creer: la voz resucitada se me mete hasta los entresijos. Reconocí su timbre y su inconfundible sonsonete.

Oigo de repente un suspiro que brota sin tapujos de mi compañero de banca. Tal cosa me interrumpe un instante en mis devaneos, pero no le presto demasiada atención ya que estoy en lo mío y he logrado detener el temblor de mi cuerpo. La voz del teléfono proviene de aquellos labios, de aquellos que un día… E inesperadamente tropiezan mis ojos con dos lagrimones que ruedan, macizos, por las mejillas del desconocido. Yo me hago al que la virgen le habla, giro un poco hasta darle la espalda al sujeto y me reintegro a mi minuciosa tarea de desgranar las palabras, las sílabas y las letras de la voz telefónica. Pero, tras el suspiro y las lágrimas, el hombrecillo es presa de un incontrolable acceso de sollozos. No soporto más, hago a un lado mi emoción y mis pensamientos privados, y digo: “¿Qué le pasa, señor? ¿Qué le sucede? ¿Puedo ayudarlo en algo?” El individuo interrumpe sus convulsiones y me murmura entrecortadamente: “acaba de morir mi mujer”. Lo oigo angustiado y busco en el repertorio de palabras de consuelo la más apropiada para musitársela. Quiero decir: “Amigo, es la ley de la vida, mírelo de esa forma” o “lo siento pero piense que su mujer seguramente dejó sin duda de sufrir” o “busque consuelo en Dios nuestro Señor”. Quiero decir eso, pero no sé qué me pasa en la cabeza y en las cuerdas vocales y sólo exclamo viéndolo directamente a los ojos: “ni modo” y, sorprendido de mí mismo y de mis palabras, repito: “ni modo”. El hombrecillo me ve angustiado y creo descubrir en el fondo de sus ojos una desolación pura, sin límites, sin consuelo. De pronto se pone de pie. Abandona el lugar y se aleja de mí sin decir palabra y al parecer sin tomar en cuenta mis incógnitas palabras. No sé qué está pasando en él cuando se retira, pero yo me quedo con el cerebro trastornado y el corazón revuelto. ¿Por qué le dije lo que le dije? ¿Por qué, en vez de una frase compasiva, le solté una expresión soezmente realista que era algo así como la traducción al lenguaje, de la acción corporal de alzar los hombros? No hallo respuesta a mis preguntas. Y corro a confesarme con el padre Ruperto, el cual me recibe después de ofrecer la confesión a un buen número de mujeres y de hombres culpables de alguna infracción a la moral cristiana. El padre confesor me escucha con la paciencia de un santo varón. Le cuento lo sucedido con pelos, señales y la mortificación que se me había metido hasta los tuétanos. “Estuvo mal lo que hiciste, hijo mío. Pero no es un pecado mortal, sino una pequeña falta que bien se puede limpiar con las tres ‘ave marías’ que te dejo de penitencia”. El padre baja a continuación la cortina de su ventanilla y sé que ha terminado la sesión.

Con la conciencia de que es una medicina de efecto inmediato, rezo a toda prisa las plegarias, mis pulmones se hinchan y lanzo un largo y estruendoso suspiro que me limpia de dudas, prejuicios y preocupaciones. Y no sé por qué vuelvo a la banca del parque. Quizás para reencontrarme con la llamada telefónica. Quizás para olvidar mi insensibilidad ante el dolor ajeno. Pero, en vez de que mi cabeza piense en lo que quiero pensar, se va por la libre y me obliga a cogitar algo muy parecido al sentimiento de culpa. Pero “¿qué me pasa?”, me murmuro. ¿Por qué acepto que la penitencia que me dejó el padre Ruperto sea como un detergente espiritual que deja impolutas mis entendederas? Caigo en cuenta que estoy haciendo trampa. “No te hagas pendejo, querido mío”, me regaño. Siento entonces la necesidad de buscar al pobre viudo que tuvo a bien regalarme una confidencia, y al que respondí como el cerdo que soy a veces, para pedirle disculpas tras una cuidadosa búsqueda de las palabras exactas para brindarle consuelo y apoyo y ponerme a sus órdenes para lo que él necesite en el amargo momento por el que está pasando.

Me dirijo a la casa de apartamentos por donde lo vi salir al principio. Interrogo al conserje del edificio y me dice que sí, que en el segundo piso está el individuo que mató a su esposa y que ya llegaron los policías para llevárselo. “¿Mató a su esposa?, pregunto. “Sí, me responde el conserje, le dio en toditita porque su compadre la embarazó”. En ese momento salen del elevador el uxoricida y los dos gendarmes que lo llevan del brazo. Él se me queda mirando un sí es no es sorprendido. Yo intento exclamar: “Te lo mereces, infeliz” o “pareces buenapersona, pero eres un monstruo” o “el verdadero castigo te lo impondrá el cielo”, pero no sé por qué, carajo, sólo digo: “ni modo”. Él me mira casi con agradecimiento.

Hecho un verdadero guiñapo, personificando la desolación, corro hacia mi paño de lágrimas, mi querido padre confesor. Le pido que por lo que más quiera, escuche mis pecados. Me atiende de mala gana, me apremia a que hable rápidamente, me escucha casi desesperado y me dice: “Te dejo de penitencia tres ave marías, tres credos y tres padres nuestros como castigo por venir a molestarme con tus tonterías, hijo mío. Y por favor no vayas a decirme: ‘ni modo’…”.

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