Por qué leer a los clásicos
Gracias a su estilo y perspectiva, únicos y escogidos, los autores clásicos nos sacan del ahogo de nuestros límites expresivos. Leerlos amplía nuestra capacidad lingüística y, por tanto, intelectual.
Cuanto existe es posible por haber sido nombrado. Alonso Quijano lo sabía. Miguel de Cervantes nos describe al personaje pensativo, cavilando con detenimiento con qué palabras nombrar la realidad que le acompañará una vez convertido en don Quijote de la Mancha. Tras ese nuevo génesis, podrá aventurarse a ser un caballero andante fiado en su locura.
Hay que leer a los clásicos para pensar bien, no sólo para usar bien la lengua. El pensar bien permite hablar y escribir con precisión, y aquel que domina una lengua posee el mayor poder, que no es otro que el de la creación de la realidad.
Somos lo que pensamos y la forma con que lo expresamos, y nuestra existencia depende del verbo, así como de los autores a quienes leemos. Un escritor clásico remite siempre con generosidad a sus maestros, y éstos a otros, y con todos ellos nuestra perspectiva humana se multiplica, se abre incansablemente y nos transforma en seres más compasivos y empáticos.
El poder creador del lenguaje
No hay una tradición religiosa o cultural que no otorgue al lenguaje una naturaleza sagrada, el poder creador y transformador de mundos y de los modos de habitarlos. El escritor que con el tiempo será un clásico empieza a serlo con un gesto tan antiguo como la civilización: recogiéndose sobre sí mismo, sobre cuanto tiene de tiempo, de memoria y de evocación para empezar a escribir como quien abre surcos y caminos tanto para sus pasos como para los nuestros; tanto para su siembra como para la nuestra.
Esas voces que cuentan o cantan historias, que las llevan a un escenario o a la intimidad de las páginas de un libro, son las que nos permiten reconocernos en nuestro silencio, en los secretos que fraguan nuestra consciencia. Los escritores clásicos (vigías, al fin) nos devuelven el reflejo de lo que somos irreductiblemente, en medio de ese mundo donde convergen todas las hablas y los lenguajes: la lengua que, en sí, es cada persona.
La liberación de nuestro “cerco” lingüístico
Los propios escritores clásicos se diferencian entre ellos por un estilo que los convierte en inconfundibles. Por un tono, un enfoque, una perspectiva que ilumina parcelas de realidades elevadas a arte gracias a una sintaxis y un léxico determinado, escogido, fraguado al calor de todo lo vivido por el escritor y que se ha acomodado a su personal y único molde lingüístico.
Nos identificamos con un autor a través de construcciones lingüísticas. Como lectores decodificamos un lenguaje plural: el de una tradición histórica, el de un género literario u otro, el de un estilo de escritura. Y simultáneamente el autor, al crear, pretende liberarnos del estrecho cerco lingüístico con el que medimos la realidad y con el que nos predisponemos a imaginarla.
Por lo tanto, un escritor clásico (incuestionable ya pese al tiempo y sus mudanzas) siempre llegará a nuestra vida para salvarnos del ahogo de nuestros límites expresivos y cognitivos, emocionales e intelectuales.
Dominio de la palabra
La inteligencia se amplía con la lectura de quienes lograron un dominio del poder de la palabra a través de argumentos, tramas, ensayos o poemas donde transmutaron acontecimientos comunes en universos únicos. Ello apunta a la infinitud a la que aspira la mente, a la amplitud sin fin de los límites de la inteligencia cuyo feliz destino es conocer, saber y desafiar a la razón y al tiempo.
Sólo así, a través de la palabra pensada, en La vida es sueño Segismundo pudo liberarse de la tiranía de un padre que por miedo a la muerte privó al hijo de libertad dentro de una cárcel oscura y fría como el desamor.
La escritura como cosecha
Mediante la lectura, recogemos el fruto de lo que somos. Como nos enseña la etimología de “legere” que para los latinos significaba, a su vez, recoger lo sembrado. También una página nos lleva a la siembra y a la recolecta, pues el “pak” indoeuropeo nos remite al sánscrito “páś” (cuerda) y al “pas” avéstico (juntar), y, de esta forma, se nos crea la imagen de que una página es la cosecha reunida y atada para nuestro provecho.
Es por eso que Garcilaso de la Vega se esforzó para brindarnos en lengua castellana un ejemplo de que el amor es tan poderoso como la muerte. Ahí está su «Égloga III», en cuyos versos se pervive su amada Isabel convertida en mito. Y por el mismo compromiso san Juan de la Cruz arriesgó su vida para legarnos su Cántico espiritual, soportando humillaciones, cárceles, latigazos, hambre y castigos en medio de la precariedad y la brutalidad propinada por aquellos que prohíben la libertad de pensamiento y el alto vuelo de quien no tiene ideología que defender.
Pertenecemos a una civilización hecha sobre el fundamento de un libro como la Biblia escrito con palabras consideradas vivas, porque cuanto es dicho sucede. Palabras que son energía creadora. Por eso lo primero que hizo Dios fue decir, y en cuanto dijo se hizo su voluntad. Aprender una lengua es, así pues, adentrarse en una dimensión hecha de mitos, leyendas y ficciones que aguardan a ser jalones de todo cuanto nuestra mente anhela vivir.