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Giovanni Papini, 140 aniversario natal

Cuando hablaba de Un hombre acabado, posiblemente la obra maestra de Giovanni Papini, Borges solía decir que era la “melancólica autobiografía” de un escritor “inmerecidamente olvidado”. Papini fue uno de los principales renovadores culturales de la Italia del siglo XX. A pesar de su origen humilde y de su formación autodidacta, colaboró en numerosas revistas literarias y filosóficas. Radical y polemista, a partir de 1920 saltó del escepticismo provocador de sus primeros años a un catolicismo militante… Víctor Roura recuerda al escritor italiano, ahora que se cumplen 140 años de su nacimiento…


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Nació hace 140 años, el 9 de enero de 1881, en Florencia, Italia, misma ciudad donde falleciera, 75 años después, el 8 de julio de 1956, dejando numerosa e imprescindible obra literaria.

Se llamaba Giovanni Papini.

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A los 40 años de su edad, de los 75 que vivió, el italiano Giovanni Papini se convirtió al catolicismo de una manera diríamos fanatizada (por no decirle extremista creyente), al grado de, al año de incorporarse férreamente a esta religión, sumergirse en la escritura de Jesús de Nazaret (Biblioteca ABC), un libro que levantó en su momento una desmesurada polémica sobre todo por el tono sacerdotal en que el autor europeo se introdujo en la forma de redactarlo. Parecieran, sus casi 400 páginas, el sermón magnífico vertido desde el púlpito por el párroco en su homilía dominical. Porque en esta biografía el literato se difumina para dar paso al devoto pensador que niega a los que no comulgan en el mismo altar. No se dedica sólo a contarnos quién fue Cristo sino, además, regaña —y se enfada con severidad— a los lectores que no estén afiliados al cristianismo.

“Puercos”, por ejemplo, es uno de los adjetivos innobles con el que zarandea a los que no aman al nazareno. Y no se detiene, ni por caridad, en sus insultos, continuos e inflamados, a todos aquellos que tuvieron “la fortuna” de estar cerca del Señor sin haberlo comprendido. Con los apóstoles es intransigente. Dice que su desconfianza a Cristo es sencillamente imperdonable, como si hubiera sido cualquier cosa estar al lado de un hombre que, de sólo cinco panes, los multiplicara para repartirlos de modo equitativo a cinco mil hombres, tal como dicen que lo hizo.

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Por supuesto Giovanni Papini escribe sobre Cristo dos milenios después, cuando el catolicismo es una religión ya establecida, no cuando está por fundarse. El desconcierto, la admiración, la ofuscación, la turbación y el inmovilismo pudieron haber sido normales en el tiempo de Cristo porque, por razones comprensibles, es más fácil creer lo que ya sucedió, es menos arduo tratar de explicarse los milagros cuando ya no es posible observarlos, es incluso menos complicado —en lugar de estudiar juiciosamente el presente— tratar de analizar el pasado.

“Miles de pobres han seguido a Jesús a un lugar desierto —dice Papini—, lejos de las aldeas. Hace tres días que no comen: tanta es el hambre del pan de vida de sus palabras. Pero al tercer día Jesús se apiada de ellos (hay mujeres y niños) y ordena a sus discípulos que den de comer a la multitud. Pero no tienen sino unos cuantos panes y unos cuantos peces, y son miles de bocas. Entonces, Jesús los hace sentarse a todos en tierra, sobre la hierba verde, en grupos de 50 y de ciento; bendice la poca comida que hay; todos se sacian, y sobran cestas de vitualla”.

Ha de haber sido asombroso, incomprensiblemente asombroso. Pero como Papini, cientos de años después, está cierto de que se trataba de Cristo —el fundador de una de las religiones más extendidas en la Tierra—, puede explicar con mayor seguridad el hecho.

“Si confrontamos las dos multiplicaciones —dice—, advertiremos un hecho singular. La primera vez los panes eran cinco y las personas cinco mil, y quedaron 12 espuertas de sobra. La segunda vez, los panes eran siete (dos más), las personas cuatro mil (mil menos), y al cabo sobraron sólo siete espuertas. Con menos pan se calma el hambre de más gente y sobra más; cuando los panes son más, se satisface a menos personas y queda menos. ¿Cuál es el sentido moral de esta proporción a la inversa? Cuanto menos comida tengamos, más podremos distribuir. Lo menos da lo más. Si los panes hubiesen sido menos, se hubiese saciado el doble de gente, y se tendrían más sobras. Si con cinco panes se ha satisfecho a cinco mil personas, con un pan sólo se calmaría el hambre de cinco veces más gente. El verdadero pan, el pan de la verdad, satisface tanto más cuanto menos hay”.

Lo cual, evidentemente, es también, como todas las acciones y palabras de Cristo, una hermosa metáfora (porque, vamos, ¿cómo puede satisfacer un pan cuando no lo hay?). Porque metafórica fue prácticamente toda su vida. Desde el mero inicio.

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“El lugar más sucio del mundo fue la primera habitación del más puro entre los nacidos de mujer —dice Papini—. El Hijo del Hombre, que debía ser devorado por las bestias que se llaman hombres, tuvo como primera cuna el pesebre donde los brutos rumian las flores milagrosas de la primavera. No nació Jesús en un establo por casualidad. ¿No es el mundo un inmenso establo donde los hombres engullen y estercolizan? ¿No cambian, por infernal alquimia, las cosas más bellas, más puras, más divinas en excrementos? Luego se tumban sobre los montones de estiércol, y llaman a eso gozar de la vida”.

Dice Papini que cuando Cristo nació entre los hombres, “los criminales reinaban, obedecidos, sobre la Tierra”. Uno era Octaviano, “contrahecho y enfermizo”, el amo de Occidente, y el otro era Herodes, “uno de los más pérfidos monstruos salidos de los tórridos desiertos de Oriente, que ya habían engendrado más de uno, horribles a la vista”.

Enterado de que había nacido un rey de Judea, Herodes “ordenó que fuesen muertos todos los niños de Belén”. Favio Josefo calla esta última hazaña del rey, mas, “quien había hecho matar a sus propios hijos —se pregunta Papini—, ¿no era capaz de suprimir a los que él no había engendrado?”

Jesús se salvó de esta masacre efectuada por el “hediondo y sanguinario viejo”. Su destierro en Egipto fue breve, mas “los evangelios canónicos no dan noticias de estos años; los apócrifos dan, quizás, demasiadas; pero casi difamatorias”.

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Se sabe de él nuevamente hasta los 12 años, cuando María se da cuenta de que en la caravana que regresaba de Jerusalén (donde asistían cada año a la fiesta del Pan sin Levadura, en recuerdo de su salida de Egipto) no estaba con ellos su pequeño hijo, al que va a encontrar, tres días después, en el templo de Jerusalén rezando junto con personas mayores.

—¿Por qué nos has hecho eso? —preguntó su madre, afligida—. Mira que tu padre y yo, doloridos, andábamos en busca tuya.

Y Jesús, indolente al sentimiento de María, indiferente a su dolor, respondió:

—¿Por qué me buscaban? ¿No sabían que debo ocuparme en las cosas de mi Padre?

Lo cual dejó aún más preocupada a su madre, lo mismo que a su padre. “Y ellos no comprendieron lo que les había dicho”, se apunta razonadamente en el Evangelio. Pero nosotros, dice Papini, “después de tantos siglos de experiencia cristiana, podemos comprender aquellas palabras, que parecen, a primera vista, duras y orgullosas”.

Y no, no parecen “duras y orgullosas” a primera vista, sino que lo son. Nadie se ha preocupado de los dolores profundos de María y de José, a quienes su hijo drásticamente hizo a un lado por proseguir su camino proselitista.

—¿Por qué me buscan? ¿Acaso no saben que yo no puedo perderme, que a mí no me perderá nunca nadie, ni siquiera los que me entierren? Yo estaré siempre donde haya alguien que crea en mí —dice el creyente Giovanni Papini que respondió Jesús, Papini el creyente, ya no el biógrafo—, aunque no me vea con los ojos —cosa que así ocurrió, en efecto, durante los siguientes 18 años porque otra vez nada se sabe de Jesús sino hasta los 30, cuando se presenta a los hombres oficialmente ya como Hijo de Dios…

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Papini asegura que “el no saberse nada de la vida de Jesús de los 12 a los 30, los años precisamente de la adolescencia viciable, de la juventud acalorada y fantaseadora, ha hecho pensar a algunos si en ese tiempo habría sido, o se consideraría al menos, por tal, pecador como los demás”.

Sin embargo, el creyente Papini —nunca el biógrafo, que desaparece del mapa bibliográfico—, tal como dictan los cánones religiosos, en seguida acota: “Lo que sabemos de los tres años que le quedan por vivir no da ningún indicio de esta presunta inserción de la culpa entre la inocencia del principio y la gloria del fin. En Cristo no existen ni siquiera apariencias de conversión. Sus primeras palabras tienen el mismo acento que las últimas: el manantial de que proceden es claro desde el primer día; no hay fondo turbio ni poso de malos sedimentos”. Y si bien todos estos años borrados de la historia, donde Jesús no aparece por ningún lado, son justamente los que dan pie, o pueden dar pie, a la invención mítica del personaje, es asunto que a los cristianos los tiene, sencillamente, sin cuidado. Porque, dicen, la fe es más grande que la historia, y así lo constata Papini en cada página de su libro: aquel que no cree en Cristo —¿para qué soportar ingratos cuestionamientos? — es un demonio.

Antes de Jesús, y ésta sí es una novedad teórica de Papini, nadie había hablado del amor hacia sus semejantes. “El mundo antiguo no conoce el amor —resalta el italiano—. Conoce la pasión por la mujer, la amistad por el amigo, la justicia para el ciudadano, la hospitalidad para el forastero. Pero no conoce el amor. Zeus protege a los peregrinos y a los extranjeros, y al que llama a la puerta del griego no le será negado un pedazo de carne, una taza de vino y un lecho. Los pobres serán albergados, los enfermos serán asistidos, los llorosos serán consolados con bellas palabras; pero los antiguos no conocerán el amor, el amor que sufre y se sacrifica, el amor hacia los que sufren y son abandonados; el amor hacia la pobre gente, hacia la gente despreciada, pisoteada, maldita, desamparada; el amor que no hace diferencia entre ciudadano y extranjero, entre bello y feo, entre el delincuente y el filósofo, entre hermano y enemigo”.

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Lo que reina en la cabeza de Sócrates, por ejemplo, “es el pensamiento de la justicia, no el sentimiento del amor: en ningún caso el hombre justo debe hacer el mal, pero, tengámoslo en cuenta, por respeto a sí mismo, no por afecto al enemigo: el malo debe castigarse por sí mismo o de otra manera lo castigarán después de muerto los jueces infernales”. El alumno de Platón, Aristóteles, volverá tranquilamente, dice Papini, a la antigua idea: “El no resentirse por las ofensas —dirá Aristóteles en la Ética a Nicómaco— es propio de un hombre vil y esclavo”.

En el último canto de la Ilíada, recuerda Papini, apreciamos “a un viejo lloroso, a un padre que besa la mano de un enemigo, del más terrible enemigo, del que le ha matado a sus hijos y hace pocos días al hijo más querido. Príamo, el viejo rey, jefe de la ciudad profanada, dueño de muchas riquezas, el padre de 50 hijos, está arrodillado a los pies de Aquiles, el mayor héroe y el más infeliz de los griegos, el hijo de una mitológica diosa del mar, el vengador de Patroclo, el matador de Héctor”.

Pero, advierte Papini, “en el beso de Príamo no hay perdón, no hay amor. El rey se humilla a los pies de Aquiles porque, solo y enemigo, quiere obtener una gracia difícil y fuera de uso. Pero Aquiles no llora sobre Héctor muerto, ni por Príamo lloroso, por el poderoso que ha tenido que humillarse, por el enemigo que ha tenido que besar la mano del homicida. Llora por el amigo perdido, por Patroclo, caro para él sobre los hombres todos”.

Empero los negadores de Jesús, dice Papini, “para hacer creer que el cristianismo existía antes de Cristo, han encontrado también un rival a Jesús en Roma, en los mismos palacios del César: Séneca”, quien “habría sido cristiano sin saberlo en los mismos años de la vida de Cristo”. Porque, rebuscando en sus obras, harto copiosas (“y muchas fueron escritas después de la muerte de Jesús, porque Séneca esperó a suicidarse hasta el año 65”), han encontrado que “el sabio no se venga sino que olvida las ofensas” y que “para imitar a los dioses hay que hacer el bien aun a los ingratos, porque el sol brilla también sobre los malos, y el mar soporta a los corsarios” e incluso “es menester socorrer a los enemigos con mano amiga”.

Mas, dice Papini, el “olvido” del filósofo no es el “perdón”, y el “socorro” puede ser beneficencia, “pero no es amor”. Porque “de este amor ninguno habló antes de Jesús —reitera el autor italiano—: ninguno de los que hablaron del amor. No se conoció este amor hasta el Sermón de la Montaña”. Dicho amor, así como las oraciones todas de Jesús, no contienen literatura, tampoco “pretensiones ideológicas, sin jactancia y sin servilismo”.

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Porque, a diferencia de los grandes hombres —que no necesariamente hombres buenos— que han hecho la historia, Jesús (bueno, al igual que Sócrates, que de no haber sido por Platón ninguna idea de aquél hubiese sobrevivido) no escribió una sola línea acerca de sus profecías, y la única vez que lo hizo el viento, parsimonioso, la borró para extinguirla con prontitud. En Jerusalén, cuenta Papini, “Jesús se encuentra frente a frente con una mujer: la adúltera. Una caterva voceadora la empuja hacia adelante. La mujer, oculto el rostro con las manos y los cabellos, está frente a él sin hablar. Jesús ha enseñado la unidad perfecta del esposo y de la esposa y detesta el adulterio. Pero detesta todavía más la vileza de los espías, el encarnizamiento de los despiadados, el impudor de los pecadores que quieren constituirse en jueces del pecado. Jesús no puede defender a la mujer que ha desobedecido bestialmente la ley de Dios, pero tampoco quiere condenarla porque sus acusadores no tienen derecho a pedir su muerte. Y se inclina a la tierra y escribe en el polvo con la punta del dedo. Es la primera y última vez que vemos a Jesús humillarse en esta mortificante operación. Nadie ha sabido nunca lo que escribió en ese momento ante aquella mujer que temblaba en su vergüenza como una cierva alcanzada por una jauría de perros malos. Escribió precisamente sobre la arena para que el viento se llevase las palabras que los hombres tal vez no hubieran podido leer sin miedo”.

Después, ante la inconformidad de la turba, pronunció aquellas famosas palabras: “El que esté libre de pecados, arroje la primera piedra contra ella”.

Qué habrá escrito Jesús?

Como no se dice que asistiera a ninguna escuela, algunos intelectuales —y con ellos George Steiner— se han atrevido a pensar que tal vez Cristo no pudo haber aprendido a escribir, y esto dicho sin ningún afán de gratuita iconoclasia.

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Fue muerto, Jesús, a petición de los mismos judíos, y resucitado, dicen los evangelistas, a los tres días. Y quien no crea en estas verdades, dice a su vez Papini, es un “ebrio”, un “desfigurado”, un “imbécil”, un “ser excrementicio” y no sé cuántos preclaros y benignos adjetivos más…

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