Artículos

“La vida es un juego de azar en el que no sabemos si seremos víctimas o victimarios”

Hace unas semanas fue publicado el libro Matar, un volumen en el que el escritor sonorense Carlos Sánchez recoge y ofrece, echando mano de la crónica periodística, una serie de testimonios de personas que han faltado al quinto mandamiento de la iglesia católica. Un detalle destaca en las narraciones que presenta el autor en su obra: su punto de partida es la ausencia de prejuicios hacia los protagonistas de las historias, lo que no implica, como dice Sánchez en esta entrevista, que más de una vez no haya sido despertado, mientras dormía, por esas voces que narran con lujo de detalles el crimen.


Hace muchos años que conozco a Carlos Sánchez. Y puedo dar testimonio de que nunca he visto a nadie que, como él, se entregue con tanto amor a la palabra escrita. Porque a veces pareciera que, día a día, Carlos Sánchez sólo vive para encontrarse con la palabra escrita desde muy temprano, a pesar de que, para él, ellas, las palabras, han sido más como bestias salvajes, agrestes y violentas que se niegan a ser domesticada, que una herencia dulce y grácil que se recibe con el cabello engominado, una nutrida biblioteca familiar, caros colegios de paga y, sobre todo, muchos contactos para encumbrarse pronto en el mundo de las letras. Carlos ha sido un hombre de batalla. Incansable. Siempre. Y la publicación ahora de Matar / Crónicas desde el infierno es un testimonio de ello.

Impreso por Ediciones Proceso, Matar contiene los registros vivos, palpitantes, de quienes en algún momento le arrebataron la vida a otro ser. Matar está hecho de recuerdos, de memorias, de descripciones que Carlos Sánchez sabe manejar: no se le resbalan entre las manos, no se va de bruces, no titubea. Frente a lo atroz que tiene todo asesinato, el periodista, mesurado, perspicaz y sobre todo sensible ante las aguas que agita, exhibe una realidad que no suele ser contada porque a nadie (mejor dicho, a casi nadie) le interesa (en principio) escuchar: esa realidad que carga consigo quien mata.

La importancia de un libro como Matar, pues, radica en que ofrece la posibilidad de reflexionar sobre el homicidio a partir del conocimiento del perpetrador: sus circunstancias, su contexto y su origen. No está de más decir que Carlos Sánchez nunca pensó, al escribir este libro, en hacer una apología del crimen, pues tiene muy claro que quitar una vida no es plausible de ninguna manera. Lo que sí se observa es que su apuesta como escritor, como periodista, es la de desentrañar la vida de quien comete el crimen, dándole una oportunidad para que cuente su verdad. Como autor, Sánchez sabe que, además, su deber es tratar de emocionar y mantener a raya al lector.

Desde su propia experiencia como periodista, pero sobre todo desde sus recuerdos de aquel niño y adolescente que creció en un barrio marginal y violento de Hermosillo, Sonora, le pedimos a Carlos Sánchez que nos diga si cree que el crimen y el asesinato, a veces, tienen justificación.

—La tiene, claro —dice Sánchez en entrevista para Salida de Emergencia—. ¿Cómo reaccionaría, por ejemplo, un padre al que le han matado a un hijo, al que le han secuestrado a una hija?

Y ejemplifica con una de las historias de Matar sobre un chavo de Nogales a quien su hermana le confesó que un migrante la había violado. El migrante se aprovechó de la confianza que le había dado la madre de la chica. La señora, para ayudarlo, le había ofrecido albergue en la fonda que ella atendía. El hermano de la chica, al enterarse de la violación, mató a puñaladas al violador.

—En este caso, ¿se justifica el asesinato? —se pregunta Carlos Sánchez.

Pero en Matar podemos encontrar más ejemplos. Un texto muy breve intitulado “El enfriador”, tomado, cuenta Sánchez, de la cocina de un penal en la frontera de Sonora, dice lo siguiente.

“Me descubrieron porque se fue la luz. Al vato ya lo tenía en el refrigerador. Le corté los brazos, las piernas; lo congelé. De no ser porque un pinchi tráiler pasó y tumbó unos alambres del poste, nadie se hubiera dado cuenta de que ese pendejo faltaba en la vida. Lo chuletié porque violó a mi carnal”.

—¿Por qué fue importante, para usted, exponer tal cual el lenguaje de los protagonistas o las expresiones del barrio en el libro?

—Porque, precisamente, le aporta el ritmo intrínseco del lenguaje del barrio, de la cárcel, de las calles. Un ritmo que cualquier poeta o escritor de décimas envidiaría. Siempre me he preguntado por qué muchos intelectuales, en sus propuestas discursivas, elaboran un lenguaje a veces incomprensible para el peatón. Y siempre he dicho que también deseo escribir para conectarme con los presos, con los ciudadanos de a pie, esos que no leen largo ensayos ni pretenciosos planteamientos filosóficos. Por eso respeto el léxico de los criminales, por eso incluyo y me la juego con este lenguaje presidiario que también contiene una gran dosis de reinvención.

—Da la impresión de que en ocasiones usted se siente parte misma de las historias que cuenta.

—Mi origen es la calle, ¿te imaginas si no? Jamás he renegado del accidente constante o del caos en mi formación que he vivido, creciendo al bravazo, teniendo enfrente la violencia que tocaba todos los días a la puerta de nuestros hogares, que toca todavía. Apenas hoy en la tarde [domingo 23 de agosto de 2020] asesinaron a otro compa en el barrio del que provengo, dentro del patio de su casa. Me he dedicado a contar lo que soy, siempre cuestionándome de dónde proviene esa fortuna que me arropa, el por qué si soy uno de ellos permanezco en la vida, acontecimiento que agradezco. También me pregunto por qué a mí la literatura y el arte vinieron a otorgarme esta camisa de fuerza que me conduce siempre a la empatía y a la reflexión: los zapatos del otro que se me acomodan de manera perfecta cuando contemplo la desgracia.

—¿Cómo o desde dónde hay que mirar a los protagonistas de sus crónicas?

—Desde su voz, desde el contexto en el que narro sus perfiles. Parto de la ausencia de juicios o de prejuicios y desde ahí propongo las historias que ellos cuentan. Cuando trabajaba en las historias de Matar, más de una vez me encontré con el sueño interrumpido por esas voces que narraban con lujo de detalles el crimen. Imposible no sentir compasión por la víctima. “¡Cómo no cayó un rayo al asesino antes de cometer su crimen!”, concluí muchas veces. No se puede justificar, no se puede ser pragmático y avalar el abuso contra un ser, muchas veces indefenso.

—En una sociedad sumergida en una constante convivencia con el crimen y la corrupción que parecen no tener fin desde hace décadas, ¿qué nos propone un libro como Matar?

—Quizá sirva como un manual para los lectores y saber cómo actúan los asesinos, qué capacidades tienen y hasta adonde llegan. Un manual que pueda prevenir a alguien para que no se convierta en una víctima. Incluso puede ser que el lector concluya que, si una persona mata, por sus circunstancias de vida, todo podemos también ser asesinos. Tú, ¿cómo lo leíste? A mí, luego de escuchar los testimonios de asesinos, me dieron ganas de abrazar a las personas, de cuidar a mis hijos aún más, de ser solidario con la señorita que camina por la misma acera en la que camino yo y cambiarme de espacio para darle esa confianza y esa seguridad en su rumbo que muchas veces necesita.

—El mundo actual parece empeñado en decirnos que hay quienes nacieron para perder y siempre estarán ahí, entre los derrotados. En su propia experiencia, ¿considera que hay posibilidad de evadir esa condena de origen? ¿Cómo?

—Se puede evadir esa condena, pero cuesta mucho. De cien personas que lo intentan, quizá diez pueden lograrlo. La pobreza, el olvido, el desprecio incluso por aquellos a quienes se debiera amar, marcan para siempre. Muchas veces, en los barrios marginados, la pobreza parece ser sinónimo de ignorancia, una ignorancia más emocional que intelectual (obviamente esto no es regla, pues existen casas de cartón llenas de amor), pero algo sucede en el curso de la formación de los niños, que pronto serán adolescentes y jóvenes, que, cuando menos se piensa, ya traen un arma fajada en la cintura o, bien, una chalupa donde quemar el cristal. La vida es un juego de azar. No sabemos adónde nos conducirá en las próximas horas. No sabemos si seremos víctimas o victimarios. 

Related Articles

One Comment

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Back to top button