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En medio del alba mira el poeta

Parece que la poesía se halla distante de los pequeños lectores. En la mesa de novedades de literatura infantil pocas veces se exhibe la obra de un poeta. Pero la poesía es, acaso, el género más próximo al mundo de la infancia. Así lo constata el libro Cuando hablaba era contigo / Bonifaz Nuño para niños, una obra que, además, fue ilustrada por decenas de pequeños de la Ciudad de México y Veracruz.


La infancia es poesía. Esta afirmación, que podría parecer un lugar común, no lo es. De ningún modo. Es más, insisto: la infancia es poesía. El niño vive en el reino de la mirada, de las sensaciones, de la sorpresa, del asombro, de la musicalidad que lo estimula sin tocarlo y de la danza con la que va descubriendo su propio cuerpo. El niño, antes siquiera de aprender a caminar, comienza a recorrer la infinita geografía de ese reino de la mano del lenguaje. Pero no lo hace únicamente desde la simple apropiación de la lengua, sino, sobre todo, desde su invención.

Esto es lo mismo que realiza el buen poeta con la práctica de la poesía: recorre de regreso el camino que lo lleva hasta la infancia, un camino en el que, ahora, el lenguaje aprendido (junto con las reglas que lo atan) resurge con nuevos significados, nuevos sentidos, nuevas orientaciones, nuevas posibilidades. La lengua vuelve, pues, a ese reino donde mandan la contemplación, las sensaciones, la maravilla; donde importan los silencios, la música y el baile como una manera de constatar nuestro cuerpo. En la obra del buen poeta hay una reapropiación de la lengua: su reinvención. Ante esto, es difícil comprender por qué la poesía se halla tan distante de los pequeños lectores. Por no decir que nunca, diremos que casi nunca la mesa de novedades de literatura infantil exhibe la obra de algún poeta.

Es por eso que se vuelve necesario recordar (o sencillamente decir) que los versos de grandes autores pueden (y quizás deben) acercarse a los niños. Tal como lo hacen, por ejemplo, Lorena Crenier y Dolores González-Casanova con los versos del veracruzano Rubén Bonifaz Nuño (1923-2013), un poeta culto, sofisticado, capaz de traducir al español con fina precisión clásicos latinos como la Ilíada de Homero, o el Arte de amar de Ovidio, pero también de escribir obras como Cuentos de la abuela, un libro en el que comparte con los niños de México las palabras que guiaron a nuestros antepasados. Autor de obras como Los demonio y los días, Fuego de pobres, La flama en el espejo, De otro modo lo mismo y Del templo de su cuerpo; poeta, por lo tanto, de altos vuelos, Bonifaz Nuño se nos presenta, gracias a la selección y el cuidado de Crenier y González-Casanova, como un autor terrenal bajo el título de Cuando hablaba era contigo.

Esta obra, la undécima de la colección “Poesía para niños” del programa Alas y Raíces de la Secretaría de Cultura, se erige, verso a verso, con fragmentos de la obra poética de Bonifaz Nuño. El libro contiene decenas de ilustraciones elaboradas por niñas y niños de los talleres “La palabra pinta”, en Córdoba, Veracruz, y “Encaminarte”, en San Ángel, Ciudad de México. “Los niños de su ciudad natal plasmaron, con una paleta de tonos muy particulares, el espíritu de la gente y la atmósfera cálida que la caracterizan. Por su parte, en Ciudad de México, los niños de quinto año de primaria de la escuela Doctor Porfirio Parra, la misma que albergó al niño Rubén hace casi noventa años, recrearon con pinceles sus poemas”, anota Susana Ríos Szalay en las primeras páginas de Cuando hablaba era contigo.

Sólo en la poesía Rubén Bonifaz Nuño se sentía libre a plenitud, pues mientras hablaba de sus preocupaciones más íntimas, sus poemas le permitían —como escribe Dolores González-Casanova— abordar los temas más esenciales que tocan a toda la humanidad: “El dolor, el sufrimiento, la angustia que se siente ante la muerte, ante las pérdidas y las carencias”, pero también, claro, “la belleza de la naturaleza y del amor; y hablar de su vida cotidiana de tal manera que, cuando lo leemos, sentimos que nos habla a nosotros, sus lectores”. Observemos (con la mirada y el corazón de niño) los siguientes versos de Rubén Bonifaz Nuño:

Y es para sentarse a llorar de envidia
ver que en torno nuestro las piedras,
la tierra, las plantas, los animales,
armoniosamente se consuman,
se juntan tranquilamente, relucen
de tan firmes, cantan de tan seguros,
mientras nos quebramos nosotros.

O este fragmento:

Cuando me paro a ver, y miro
la montaña que sube, el alba
altísima para mis pasos
de hombre, me acuerdo de las cosas
que no tuve y que perdí. Montaña
alpinista, cómplice del cielo.

¡Y qué tal los versos que siguen!

Nadie sale. Parece
que cuando llueve en México,
lo único
posible es encerrarse
desajustadamente en guerra mínima,
a pensar los ochenta minutos de
la hora
en que es hora de lágrima.

O esta manera de sentir la urbe:

En muy pocos años ha crecido
mi ciudad. Se estira con violencia
rumbo a todos lados; derriba, ocupa,
se acomoda en todos los vacíos,
levanta metálicos esqueletos
que, cada vez más, ocultan el aire,
y despierta calles y aparadores,
se llena de largos automóviles sonoros
y de limosneros de todas clases.

Estos versos no pueden ser leídos, desde luego, como meras narraciones. En ellos, el poeta no sólo cuenta algo, sino que se complace en la naturaleza, tuerce la lógica, cambia el tiempo, sufre en carne propia las modificaciones del exterior. Desprendido de su carácter meramente utilitario, objetivo, lógico, descriptivo y representativo, el lenguaje, como se observa, se desplaza a sus anchas entre las emociones. La poesía no sólo se entiende con la razón, se palpa, sobre todo, con los sentimientos.

La uruguaya Mercedes Calvo, quien bastante sabe de estos asuntos, pues, además de ser autora de libros como Poesía con niños: guía para propiciar el encuentro de los niños con la poesía, es, ella misma, hacedora de versos (su poemario Los espejos de Anaclara obtuvo el Premio Hispanoamericano de Poesía para Niños, Fundación para las Letras Mexicanas); la uruguaya Mercedes Calvo, decíamos, explica que la mirada infantil está instalada en asombro pleno, es una mirada que no opina, que no explica ni concluye, es una mirada que sabe por naturaleza, como nos recuerda Flaubert, que para que una cosa sea interesante basta con mirarla durante mucho tiempo.

“Los adultos, sin embargo, tal vez porque somos incapaces de aceptar el misterio, buscamos interpretar lo que vemos, cubrirlo de palabras que nos mantengan a salvo —apunta Calvo en un texto publicado en la revista uruguaya Quehacer Educativo—. Porque ante lo desconocido, un adulto no se queda jamás sin respuestas: nuestra concepción del mundo se basa en buscar a todo un significado, una explicación, un sentido. El niño, por el contrario […] sabe que mirar no es ejercicio fácil, que no se reduce, como el ver, a un simple fenómeno biológico, sino que requiere, más que ojos, humildad, tiempo, espacio interior y una actitud ante la vida, distinta de la del adulto”.

Por eso, ante la poesía, no basta con poder mirar, sino que es necesario saber mirar o, mejor dicho, reaprender a mirar con aquellos ojos de la infancia que lo abarcan todo. Con esos ojos que no son simples globos oculares, receptores de luz, vectores que atrapan la realidad en una única dirección, sino, tal cual, ventanas del alma. Unos ojos que si bien son útiles para mirar, también lo son para sentir. Dice Mercedes Calvo:

“Tal vez para aprender a mirar deberíamos dejarnos llevar por el niño. Es el niño el que enseña a mirar al adulto, y no al revés, pero no lo hace con palabras, con argumentos, con explicaciones. No es extraño que el término infancia provenga, etimológicamente, del término latín in fans, es decir, el que no habla. Desde ese sitio mudo en el que nace el lenguaje, desde ese estadio previo a la palabra, el niño simplemente mira, y al mirar, crea”.

Por eso Rubén Bonifaz Nuño puede escribir, en estos versos seleccionados por Crenier y González-Casanova, lo siguiente:

Así por las noches he sentido
llegar los fantasmas, en un soplo
que come los tristes ojos del sueño.
He sido la triste copa del miedo.
A oscuras
me probaron siempre lo inútil
de las oraciones y las sábanas.

O esto:

Invisible camino al lado tuyo,
con los ojos cerrados, esperando
que tú me cuentes lo que miras
para verlo también; quiero mirarlo
para poder, dentro de mucho tiempo,
decirte alguna vez: “¿te acuerdas
de aquel viaje que hicimos?”.

O, más aún, esta imagen del poeta y su poesía:

En medio del alba mira el poeta
las íntimas ligas que entre las cosas
forman una red invisible. Sabe.
Ve las diferencias conocidas,
las inadvertidas semejanzas,
y con signos suaves, sin tiempo
—magia de junturas simples y astutas—,
recuerda, desviste, compara, niega,
y encuentra, en el dulce canto que forma,
un modo inocente de estar contento
y de hacer el bien a los que pasan.

Hemos dicho que ante la poesía es necesario reaprender la forma de mirar. Pero, ¿cómo es posible que sea así? ¿No acaso el propio Bonifaz Nuño decía, como nos recuerda Lorena Crenier al final de Cuando hablaba era contigo, que “la poesía no se escribe para los ojos, se escribe generalmente para los oídos”? En efecto: no hay contradicción alguna. Porque la poesía, en especial para los niños, es canción, es melodía, es música; para los niños la poesía es repetición gustosa, es celebración. Los que tenemos que aprender a ver distinto, a restaurar nuestra mirada infantil somos los adultos, que, la mayoría de las veces, deformamos la relación, que debiera ser natural, entre los niños y la poesía, para volverla encuentro artificial, utilitario, cargado de gestos e imposturas: poemas para la madre, poemas para la patria, poemas para la rima simple o para dominar la métrica y, en el peor de los casos, poemas para memorizar-recitar palabras raras, que nadie usa, que nadie entiende, que nadie siente, que se llenan de un histrionismo hueco.

Las coordinadoras del libro publicado por la Secretaría de Cultura y el Instituto de Investigaciones Filológicas de la UNAM, colocan en la contraportada estos versos de Bonifaz Nuño: “Las palabras saben hacer extraños/ juegos. Ellas solas dicen. Nosotros/ somos la guitarra que alguien toca”. Divirtámonos, entonces, con nuestros pequeños, armados de poesía. Acerquemos a nuestros niños los poemas: esas palabras que saben hacer extraños, que solas dicen y que son capaces de abrir las puertas de mundos inexplorados. Hagámoslo como un juego, como un canto. Aceptemos la convocatoria a mirar con los ojos totales de la infancia, aquellos que parecen concentrar, en uno solo, todos los sentidos. Escuchemos en voz alta —siempre poco a poco, siempre muy despacio— las emociones, los sentimientos, las evocaciones que aquí y allá va repartiendo el poema. Volvamos a ser niños de la mejor manera: leyendo, cantando y viviendo con ellos, como ellos, la poesía.

Los volúmenes de la serie “Poesía para niños” y el libro de Mercedes Calvo Poesía con niños: guía para propiciar el encuentro de los niños con la poesía se pueden descargar del sitio web: https://www.alasyraices.gob.mx/ebooks.html

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