Cristal de Aliento

Amiga mía, tengo miedo de todo en esta noche…

Eliseo Diego nació en La Habana el 2 de julio de 1920, y falleció en la Ciudad de México el 1 de marzo de 1994. Gabriel García Márquez dijo de él: “Es uno de los más grandes poetas que hay en la lengua castellana”. Octavio Paz, por su parte, apuntó de él: “La muerte era lo único que faltaba a Eliseo Diego para convertirse en leyenda de la poesía latinoamericana”. Si existe un escritor en la Cuba del siglo XX que haya logrado las conquistas más beneficiosas y difíciles de la poesía, ese es Eliseo Diego. Desde su primera publicación, En la Calzada de Jesús del Monte (1949), hasta sus últimos poemas de los años noventa, su obra adquiere un tono personal inconfundible. A manera de homenaje, dejamos aquí esta muestra de la obra de Eliseo Diego: un poeta completo, un afiliado al orden incontestable de la palabra, un embebido en la rara combinación entre lo onírico y la realidad, un escritor preocupado por la trascendencia espiritual más allá de la muerte y la contundencia verbal de la soledad. O como lo dijo en su momento María Zambrano: “Adentrándose en las cosas más humildes, en el polvo, en la pobreza misma, la poesía de Eliseo Diego llega a erigirlas. Mas el alma no erige, sino que recoge; no construye, sino que abraza; no fabrica, sino que sueña. Poesía la de Diego que resulta tan sólo de una simple acción: prestar el alma, la propia y única alma a las cosas”.


El sitio en que tan bien se está


I

El sitio donde gustamos las costumbres,
las distracciones y demoras de la suerte,
y el sabor breve por más que sea denso,
difícil de cruzarlo como fragancia de madera,
el nocturno café,
bueno para decir esto es la vida,
confúndanse la tarde y el gusto,
no pase nada, todo sea
lento y paladeable como espesa noche
si alguien pregunta díganle
aquí no pasa nada, no es más que la vida,
y usted tendrá la culpa como un lío de trapos
si luego nos dijeran qué se hizo la tarde,
qué secreto perdimos que ya no sabe,
que ya no sabe nada.

II

Y hablando de la suerte sean los espejos
por un ejemplo comprobación de los difuntos,
y hablando y trabajando
en las reparaciones imprescindibles del invierno,
sean los honorables como fardos de lino
y al más pesado trábelo
una florida cuerda y sea presidente,
que todo lo compone,
el hígado morado de mi abuela y su entierro
que nunca hicimos como quiso porque llovía tanto.

III

Ella siempre
lo dijo: tápenme
bien los espejos,
que la muerte presume.
Mi abuela, siempre
lo dijo: guarden
el pan,
para que haya
con qué alumbrar la casa.
Mi abuela, que no tiene,
la pobre, casa
ya,
ni cara.

IV

Los domingos en paz me descansa
la finca de los fieles difuntos,
cuyo gesto tan propio,
el silencioso “pasen” dignísimo
me conmueve y extraña
como palabra de otra lengua.
En avenidas los crepúsculos
para el que, cansado, sin prisa
se vuelve por su pecho adentro
hacia los días de dulces nombres,
jueves, viernes, domingo de antes.
No hay aquí más que las tardes
en orden bajo los graves álamos.
(Las mañanas, en otra parte,
las noches, puede que por la costa.)
Vengo de gala negra, saludo,
escojo, al azar, alguna,
vuelvo, despacio, crujiendo hojas
de mi año mejor, el noventa.
Y en paz descanso estas memorias,
que todo es una misma copa
y un solo sorbo la vida ésta.
Qué fiel tu cariño, recinto,
vaso dorado, buen amigo.

V

Un sorbo de café a la madrugada,
de café solo, casi amargo,
he aquí el reposo mayor, mi buen amigo,
la confortable arcilla donde bien estamos.
Alta la noche de los flancos largos
y pelo de mojado algodón ceniciento,
en el estrecho patio reza
sus pobres cuentas de vidrio fervorosas,
en beneficio del tranquilo,
que todo lo soporta en buena calma y cruza
sobre su pecho las manos como bestias mansas.
¡Qué parecido!, ha dicho, vago búho,
su gran reloj de mesa,
y la comadre cruje sus leños junto a la mampara
si en soledad la dejan,
como anciana que duerme sus angustias
con el murmullo confortador del viento.
De nuevo la salmodia de la lluvia cayendo,
lentos pasos nocturnos, que se han ido,
lentos pasos del alba, que vuelve
para echarnos, despacio, su ceniza
en los ojos, su sueño,
y entonces sólo un sorbo de café nos amiga
en su dulzura con la tierra.

VI

Y hablando del pasado y la penuria,
de lo que cuesta hoy una esperanza,
del interior y la penumbra,
de la Divina Comedia, Dante: mi seudónimo,
que fatigosamente compongo cuando llueve,
verso con verso y sombra y sombra
y el olor de las hojas mojadas: la pobreza,
y el raído jardín y las hormigas que mueren
cuando tocaban ya los muros del puerto,
el olor de la sombra
y del agua y la tierra
y el tedio y el papel de la Divina Comedia,
y hablando y trabajando
en estos alegatos de socavar miserias,
giro por giro hasta ganar la pompa,
contra el vacío, el oro y las volutas,
la elocuencia embistiendo los miedos,
contra la lluvia la República,
contra el paludismo quién sino la República
a favor de las viudas
y la Rural contra toda suerte de fantasmas:
no tenga miedo, señor, somos nosotros, duerma,
no tenga miedo de morirse,
contra la nada estará la República,
en tanto el café como la noche nos acoja,
con todo eso, señor, con todo eso,
trabajoso levanto a través de la lluvia,
con el terror y mi pobreza,
giro por giro hasta ganar la pompa,
la Divina Comedia, mi Comedia.

VII

          Tendrá que ver 
          cómo mi padre lo decía: 
          la República. 

          En el tranvía amarillo: 
          la República, era, 
          lleno el pecho, como 
          decir la suave, 
          amplia, sagrada 
          mujer que le dio hijos. 

          En el café morado: 
          la República, luego 
          de cierta pausa, como 
          quien pone su bastón 
          de granadillo, su alma, 
          su ofrendada justicia, 
          sobre la mesa fría. 

          Como si fuese una materia, 
          el alma, la camisa, 
          las dos manos, 
          una parte cualquiera 
          de su vida. 

          Yo, que no sé 
          decirlo: la República.

VIII

Y hablando y trabajando
en las reparaciones imprescindibles del recuerdo,
de la tristeza y la paloma
y el vals sobre las olas
y el color de la luna, mi bien amada,
tu misterioso color de luna entre hojas,
y las volutas doradas ascendiendo
por las consolas que nublan las penumbras,
giro por giro hasta ganar la noche,
y el General sobre la mesa erguido
con su abrigo de hieles,
siempre derecho, siempre:
¡si aquel invierno ya muerto cómo nos enfría!
pero tu delicada música,
oh mi señora de las cintas teñidas en la niebla,
vuelve si cantan los gorriones sombríos en las tapias,
a la hora del sueño y de la soledad, los constructores,
cuando me daban tanta pena los muertos
y bastaría que callen los sirvientes,
en los bajos oscuros, para que ruede
de mi mano la última esfera de vidrio
al suelo de madera sonando sordo
en la penumbra como deshabitado sueño.

IX 

          Tenías el portal 
          ancho, franco, según se manda, 
          como una generosa 
          palabra: pasen—reposada. 

          Se te colmaba 
          la espaciosa frente, como 
          de buenos pensamientos, 
          de palomas. 

          Qué regazo el tuyo
          de piedra, fresco, para 
          las hojas! 

          Qué corazón el tuyo,
          qué abrigada púrpura,
          silenciosa! 

          Deshabitada, 
          tu familia 
          dispersa, ciegas 
          tus vidrieras, 
          qué sola te quedaste, 
          mi madre, con tus huesos, 
          que tengo que soñarte, tan despacio, 
          por tu arrasada tierra.

X

Y hablando de los sueños
en este sitio donde gustamos lo nocturno
espeso y lento, lujoso de promesas,
el pardo confortable,
si me callase de repente,
bien miradas las heces,
los enlodados fondos y las márgenes,
las volutas del humo, su demorada filtración
giro por giro hasta llenar el aire,
aquí no pasa nada, no es más que la vida
pasando de la noche a los espejos
arreciados en oro, en espirales,
y en los espejos una máscara
lo más ornada que podamos pensarla,
y esta máscara gusta
dulcemente su sombra en una taza
lo más ornada que podamos soñarla,
su pastosa penuria, su esperanza.
Y un cuidadoso giro
azul que dibujamos soplando lento.

Asombro

Me asombran las hormigas que al ir vienen
tan seguras de sí que me dan miedo
porque están donde van sin más preguntas
y aunque asomos de vida son perfectas
si minúsculas máquinas que saben
el dónde y el adónde que les toca
y a la muerte la ignoran como a nada
si no fuese tan útil instrumento
con que hacer de lo inerme nueva vida.

Pero aunque agrande su minucia viva
el azoro redondo en que las miro
y me apena que no se sepan nunca
tal como son en su afanarse oscuro
ya tan inmemorial como la Tierra

más me asombra mi pena y me convence
de que saberse el ser bien que la vale
aun cuando el precio sea tan alto como
el enorme silencio de allá afuera.

Canción para todas las que eres

No sólo el hoy fragante de tus ojos amo
sino a la niña oculta que allá dentro
mira la vastedad del mundo con redondo azoro,
y amo a la extraña gris que me recuerda
en un rincón del tiempo que el invierno ampara.
La multitud de ti, la fuga de tus horas,
amo tus mil imágenes en vuelo
como un bando de pájaros salvajes.
No sólo tu domingo breve de delicias
sino también un viernes trágico, quien sabe,
y un sábado de triunfos y de glorias
que no veré yo nunca, pero alabo.
Niña y muchacha y joven ya mujer, tú todas,
colman mi corazón, y en paz las amo.

Comienza un lunes

La eternidad por fin comienza un lunes
y el día siguiente apenas tiene nombre
y el otro es el oscuro, al abolido.

Y en él se apagan todos los murmullos
y aquel rostro que amábamos se esfuma
y en vano es ya la espera, nadie viene.

La eternidad ignora las costumbres,
le da lo mismo rojo que azul tierno,
se inclina al gris, al humo, a la ceniza.

Nombre y fecha tú grabas en un mármol,
los roza displicente con el hombro,
ni un montoncillo de amargura deja.

Y sin embargo, ves, me aferro al lunes
y al día siguiente doy el nombre tuyo
y con la punta del cigarro escribo
en plena oscuridad: aquí he vivido.

El color rojo       

El color rojo de los pueblos, antiguo,
fervoroso y tenaz en la memoria
del almacén nocturno arde
como borroso puño y escritura
sagrada y ágil máscara de fiebre,
de tal forma que nunca
podremos descifrar
el angustiado parlamento,
el discurso veraz y las noticias
seniles de la fiesta que acabó muy tarde,
cuando el color rojo
de los pueblos surgía
en las cenizas del alba como el silencio
en la intemperie del andén último, que mira
el desolado sueño y la inquietud de la seca
y el color rojo
de los muros finales, ásperos,
el color rojo, el cansado color
que nunca pierden, casi como razón de fe,
como la piel amarga,
como la fe sedienta de los pueblos.

Las ropas

¿Y cómo eran las ropas,
las obstinadas, fieles ropas
del abuelo? Su saco

de fervorosa pana,
¿cómo era? ¿Su chaleco
de áureo relumbre, su corbata

de litúrgico lazo, y aquel cuello
nevado desde siempre?

¿Y cómo para ir
al nocturno Liceo, y cómo
para la vasta misa?

¿Y para el fausto melancólico
de la prudente cena,
y para estarse inmóvil?

¿Y cómo el imposible,
absurdo peso de aquel paño,
fue la costumbre de sus días,

si ya, cegado espejo
de la quinta, se vuelve,
con la mágica lluvia,
misterio ya del sueño,
lienzo de la locura?

Oda a la joven luz

En mi país la luz
es mucho más que el tiempo, se demora
con extraña delicia en los contornos
militares de todo, en las reliquias
escuetas del diluvio.

                                 La luz
en mi país resiste a la memoria
como el oro al sudor de la codicia,
perdura entre sí misma, nos ignora
desde su ajeno ser, su transparencia.

Quien corteje a la luz con cintas y tambores
inclinándose aquí y allá según astucia
de una sensualidad arcaica, incalculable,
pierde su tiempo, arguye con las olas
mientras la luz, ensimismada, duerme.

Pues no mira la luz en mi país
las modestas victorias del sentido
ni los finos desastres de la suerte,
sino que se entretiene con hojas, pajarillos,
caracoles, relumbres, hondos verdes.

Y es que ciega la luz en mi país deslumbra
su propio corazón inviolable
sin saber de ganancias ni de pérdidas.
Pura como la sal, intacta, erguida,
la casta, demente luz deshoja el tiempo.

Frente al espejo

    En un abrir y cerrar de ojos
ya no estarás en donde estabas:
un triste viejo está mirándote
con qué terror desde tu cara.

Mirándote ávido y mirándote
mientras la luz te da en su cara:
en un abrir y cerrar de ojos,
ni tú, ni él, ni nada.

Un rato más

                ¡Qué bueno ver
                otro día, tener
mañana y tarde por delante,
    sol y color y puede ser!

                 ¡Un rato más,
         a espaldas de jamás,
     para el delirio de las cosas,
    la fiesta en llamas de su paz!

El circo en tierra extraña

Amiga mía, tengo miedo
de todo en esta noche.
Tú estás muy lejos, y no puedo
recordar cómo miras, esta noche.

Los enanos caen como bolos
en la pista del circo. Sus trompetas
me calan de frío. Estoy solo
ya en la sala repleta.

Tengo terror de que no vayas
a ser a la luz del día
más que una linda historia. Callas
dentro de mí. La música es sombría.

Desaparecen los enanos
idos en sueño. Asumo
el pleno horror de la vigilia. Vano
ya todo. Tus ojos son de humo.

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