ConvergenciasPor la Libre

Bajo un lago quebradizo


Se llevaba al otro mundo el dolor y el disgusto […],
a un mundo en el que las gentes
no eran juzgadas por sus éxitos en los exámenes,
sino por la nitidez o las manchas de sus conciencias.
Hermann Hesse

Bajo una fina capa de hielo, yacen enterrados los espíritus de miles de jóvenes; jóvenes con esperanzas aplastadas por una rueda que arrasa todo a su paso, un carro sin frenos: la sociedad, que no hace nada para conseguir que su gente sea la mejor versión de sí misma; que prefiere arrollarla, porque cuanto más rápido vaya el carro, más la moldeará bajo sus ruedas. En su obra Bajo la rueda, Hermann Hesse (1877-1962) transita por el páramo helado del sistema educativo, que depende tanto de profesores como de padres, amigos y hasta desconocidos. Se trata de un recorrido crítico que se alarga hasta nuestros días y muestra que dicho sistema arrebata la identidad, deja moretones en el alma y polvo en las ideas. Rodeado de bosques, el frío derrumba algunas hojas, aquellas que no comprenden la misma mentalidad o que se perdieron entre las ramas de un método absurdo y desalmado.

El desarrollo de elementos educativos para el buen crecimiento es importante, en especial para los niños, pues el progreso hacia un mejor mundo comienza en la infancia. Pero ¿qué ocurre cuando la educación se convierte en sobreexplotación? Hans Giebenrath, protagonista de Bajo la rueda, sufre esto en todo momento. Hesse hace una crítica contra la esclavitud de los estudiantes.

El padre de Hans, a pesar de estar orgulloso de su hijo, no le demuestra amor y confía completamente su formación a otros, sin atender las interrogantes de su primogénito. Desde un inicio, la figura paterna introduce a su hijo, sin saberlo, en el camino hacia una vida frustrada, hacia una existencia que ya no será suya y desembocará en un final fatídico.

Hans se encuentra ante el párroco de su pueblo, quien lo somete a una carga excesiva: le da clases en los pocos momentos libres del joven prodigio; no permite cuestionamientos sobre él mismo o la vida; no le responde ni le comenta sus preguntas o ideas sensibles y deposita sus expectativas en él. Sus acciones lo moldean. De esta manera, va creando en el niño un pensamiento dirigido a la técnica y al estudio, no a la pasión ni a la empatía. El párroco representa la falta de sensibilidad de algunos profesores, quienes enseñan su materia, pero sin darse cuenta de que sus actitudes rígidas afectan a los alumnos.

Sí, la educación debe existir, es necesaria, pero lo que Hesse manifiesta es que debe ser encaminada por una vía sana y con un buen mentor. A pesar de su genialidad, Hans Giebenrath estaba predestinado a convertirse en otro títere, uno más inteligente, pero no más sabio, ya que su educación emocional no es cultivada.

Los maestros de Hans no enfocaron la educación hacia el bienestar de su alumno ni hacia el entendimiento de sí mismo; su objetivo era egoísta: se creían seres superiores que ayudaban a un genio en su camino, a alguien que llegaría lejos (o, al menos, esa era la creencia básica). Lo que en verdad produjeron fue el huracán que devoraría la esencia de su alumno.

Hans experimenta serias complicaciones existenciales de las que ni siquiera se percata al principio: desea ser aceptado por su pueblo y por el mundo; por ello, trata de seguir las reglas de una comunidad e ignorar sus propias y más profundas reflexiones; así extravía su yo. La aparición de Hermann Heilner en el seminario de Maulbronn (donde Hans es aceptado tras difíciles exámenes en lenguas antiguas), amigo inquieto y rebelde, lo empeora todo: le abre la concepción del universo. Entonces se sumerge en el nuevo camino de la introspección que lo convierte en un alborotador contra el sistema educativo, pero, al mismo tiempo, en una pérdida irreparable; no sabe quién es fuera de ese régimen y surgen en él dos visiones que no logra conciliar en su interior: la rigidez del sistema y la libertad que le muestra su amigo Hermann. Sus ideas colisionan en un infinito estridente. Así, comienza a desarrollar características del ídolo romántico del siglo XIX, apoyadas por el ambiente natural que lo rodea:

Recorría el bosque y se dejaba llevar por el ambiente otoñal. El año que se aproximaba a su fin, la silenciosa caída de las hojas, los campos que adquirían un color de herrumbre, la niebla tupida de las mañanas, el decadente aspecto de la vegetación, todo influía en él […] situándolo en un triste estado de ánimo […] Sentía el ansia de marchitarse como aquellas hojas, de quedarse dormido para siempre, de morir como ellas; y lo sentía todavía más porque aquellos sentimientos iban en contra de sus juveniles instintos, los cuales se obstinaban en aferrarse silenciosamente a la vida (Hermann Hesse. Bajo la rueda, Época, México, 1982, p. 140).

Por fin, la caída del protagonista, que se advierte desde el inicio de la novela, toma fuerza. Con cada hoja que se desploma de los árboles, algo en su espíritu también lo hace. Su mente no logra comprender la complejidad de sus ideas y emociones. ¿Cómo vivir con los cristales quebrados por la rigidez de una sociedad y las ideas revolucionarias del deseo?

Frente esta realidad, hay dos opciones: se pierde el espíritu y el sentimiento hasta convertirse en alguien frío, dispuesto a atropellar al mundo entero, es decir, se toma el volante del carro; o bien se pierde a sí mismo, no toma el control, no se mueve a un lado y se deja aplastar. La socióloga Irene Sahuquillo (“La novela de formación de Hermann Hesse como testimonio de una identidad y una filosofía de la vida: la construcción del outsider en El lobo estepario”, Espacio, Tiempo y Forma, Serie V, Historia Contemporánea, 2011) escribe acerca de unas ideas que José María González García plantea en su libro Las huellas de fausto, en el cual explica dos modalidades del individuo en la novela de formación:

Un primer modelo, que se corresponde con su etapa romántica —la del Werther— […], plantea la formación como un proceso de autodespliegue del individuo desde dentro, entendiendo a cada individuo […] como microcosmos que contiene el mundo en su totalidad, como explica José M. González García. La segunda forma […], coincidiendo con su última época, más mundana y burguesa, […] plantea la formación de una manera menos fáustica, ya que el joven debe renunciar a la personalidad total en aras a la adaptación a la sociedad y a la autorrealización a través de una profesión: el Kulturmensch da paso, como señala González García, al Fachmensch, al hombre especializado que ocupa su lugar en la sociedad burguesa.

Sahuquillo comenta que los héroes de las obras de Hesse son Kulturmenschen, regidos por la introspección y el individualismo, la soledad y la melancolía. Nosotros ya vimos que Hans es más que eso, pertenece a los dos tipos de hombre: claro, es principalmente el primero, pero, en algún momento, es —y todos demandan que los sea— el Fachmensch, aquel individuo sin alma y sin corazón, con el cerebro como único guía, para finalmente darse cuenta de que siempre será el romántico extraviado.

¡Ah, pero ya abrió los ojos!: logra reconciliarse con Heilner y juntos deciden demostrarle al mundo que los demás no les son necesarios; su amistad basta. Quizás es ahí cuando toma por sí solo, y con plena consciencia, su primera decisión: rebelarse. ¿Y ahora qué? El conocimiento libera, pero, en esta obra, nunca parece hacerlo; los maestros se horrorizan por el nuevo despertar de Hans, y él sigue, a pesar de todo, sin conocerse: en un momento, un profesor le pide que le haga caso y Hans no obedece. Al preguntarle el maestro por qué no lo hizo, Hans responde que no sabe; luego lo diagnostican enfermo, algo de los nervios, que, en realidad, es lo absurdo y lo injusto del mundo tratando de hallar coherencia en la mente del joven Giebenrath. Hans no sólo sigue incomprensible para sus compañeros, sino también para sí mismo. ¿Por qué hace lo que hace?, ¿por qué está tan roto? Esto dificulta el hallazgo de la libertad. Incluso cuando, al regresar a su casa, por primera vez le dan la opción de tomar una decisión (¿qué quiere ser?) —aunque él ya haya tomado una por su propia cuenta antes.  En realidad, no sabe y no está interesado en saberlo, quiere poner su respuesta en manos de alguien más (un antiguo compañero que se volvió mecánico). Claro, siempre lo han encadenado a las dudas y a la dependencia. Hans debe elegir entre esos dos modos de ser: tomar el volante o quedar bajo las ruedas. La decadencia de su mundo y de él mismo sopla cada vez más feroz, hasta traer de regreso, entre polvareda, su infancia.

Los niños son efervescencia, aire que vuela en burbujas sobre una capa delgada de hielo; el crecimiento los asfixia y los giros de una mala educación los hunden en un remolino. Todos los adultos vuelven a ser niños: cuando aman, cuando odian, cuando temen, cuando tiran sus barreras y sienten; si no tuvieron una base sólida en la infancia, pueden ahogarse en esa tempestad de olas y recuerdos.

El muchacho pasaba ahora por una nueva niñez irreal, en estos días de su enfermedad. Los recuerdos que le hacían volver a su niñez fluían ahora profusamente y vagaba hechizado entre esa tupida selva de recuerdos, cuya fuerza y claridad posiblemente había de achacar a su misma enfermedad. Todo lo gozaba con el mismo calor y la pasión con que lo había hecho en su niñez, traicionada y marchitada. […] Un alma desgastada […] halla el camino para volver a sus pasos iniciales, a su niñez, como si allí pudiera encontrar nuevas esperanzas y anudar de nuevo los hilos rotos (Hermann Hesse. Bajo la rueda, op. cit., p. 130).

Hans pasó por otra niñez envuelta en memorias agridulces a las que trató de aferrarse para hilar de nuevo su vida y encontrar un orden en la maraña.

Asimismo le pasó a Franz Kafka, un muchacho teñido siempre de debilidad. Su propio padre pintó las primeras huellas de eso en su espíritu, como el mismo Kafka lo revela en Carta al padre. Incluso, ya como adulto, está en constante regreso a su niñez: cuando tuvo la capacidad de decidir siempre aunó su valor y libertad a los pensamientos de su progenitor. La infancia se deslizó detrás de él cual fantasma… y lo hace así con cualquier ser humano.

Si la educación que recibimos, y por ella las decisiones que tomamos, no nos encaminan hacia un buen resultado, perdemos nuestra identidad. Eso pasa con Gregorio Samsa, en La metamorfosis, un hombre al que le enseñaron a ser alguien “de bien”, pero no un ser pensante. Gregorio vivía en su rutina y cuando se volvió diferente, o cuando despertó de la monotonía, todos lo segregaron a un rincón. Son historias diferentes, publicadas en distintos años y con protagonistas de espíritus desiguales. Sin embargo, ambos se encuentran como náufragos en un mismo mar: el océano del olvido.

Franz Kafka y sus obras son sólo otra afirmación de que la educación construye a la humanidad, y los adultos son presa de su infancia: si toman el camino fácil (la rutina enseñada); si se sumergen en el vicio de la repetición, se encontrarán con el vacío que los conduce a la nada.

Lo que Albert Camus dice en El mito de Sísifo sobre aceptar el absurdo y encontrar la dicha en subir una y otra vez la piedra que nos tocó, se contrapone con la historia de Hans Giebenrath; también con la de Gregorio Samsa. Tal vez Gregorio Samsa encontró cierta tranquilidad, porque cuando era humano se sentía satisfecho por ser capaz de darle algo a su familia, y cuando se vuelve insecto, su mayor placer se revela hacia el final: desvanecerse para dejar de atormentar a sus amados y a sí mismo. Por su parte, Hans tiene pequeños esbozos de felicidad, pero nunca la encuentra por completo; siempre depende de su amigo del instituto, de las buenas referencias de sus profesores, de la chica que le gusta o de su pueblo. Es por eso que la mayor crítica de Hermann Hesse realiza es hacia la educación, ésa que hizo que Hans perdiera el sentido del yo, de su individualidad y su independencia, de tal forma que al rebelarse contra ella no supiera qué camino seguir.

¿Cuál es entonces el mejor método de instrucción, el que funciona tanto para la escuela como para la vida?

Aquí volvemos a la educación emocional y, dentro de ésta, a la psicología humanista, que trata de ayudar a la gente a encontrar su propia fuerza, a saber en qué consiste su yo para poder manejarlo, y no en formar personas con un futuro establecido por alguien más.   

Es cierto que a Hans le dieron clases para que no abandonara su espíritu, pero eran religiosas: el fin era adiestrar su visión con una idea preconcebida del mundo; su objetivo no era entender y explicar el interior del alumno, ni mostrarle las distintas opciones que tenía. Por otro lado, Hans no se interesaba en el estudio de otras clases, ejemplo de la presión ejercida sobre el joven. De haberlo instruido desde un ángulo más humano, Hans no hubiera patinado por los bosques, bajo la neblina, a través de las sombras que emitían murmullos en su contra, hasta un lago solitario.

Estoy hablando de muchas personas y conceptos que Hermann Hesse no conoció, al menos no mientras escribía esta novela: las obras de Kafka —autor que sí vivió y publicó en la misma época de Hesse, pero cuyas obras, La metamorfosis (1915) y Carta al padre (1952), no vieron la luz sino hasta mucho después de la publicación de Bajo la rueda (1906)—, la educación emocional y la psicología humanista. No obstante, son nociones que Hesse ya comprendía, quizá porque él mismo vivió la intransigencia del sistema educativo y mantuvo conflictos con sus padres, así como problemas depresivos. Escribió a partir de la necesidad que él tenía de frecuentar y expresar su ser, oprimido por la sociedad. Las obras mencionadas apoyan la actualidad de Bajo la rueda, una novela que traspasa épocas y lugares, que va de Alemania a México y de 1906 a 2020, porque aún hoy en día el sistema educativo necesita progresar; hay más teorías de enseñanza, pero a muchos profesores e institutos les hace falta aplicarlas. Por ejemplo, a finales del 2018, se publicó un artículo en el portal de la BBC Mundo que hablaba sobre los suicidios de niños y adolescentes en Japón, uno de los países más rigurosos en temas docentes:

«Un informe publicado por la Oficina del Gabinete de Japón en 2015, que analizó los datos de suicidio infantil en el país entre 1972 y 2013, reveló que existe un pico masivo de suicidios al inicio del segundo semestre escolar, que en Japón comienza el 1 de septiembre. O sea, el día en que los jóvenes regresan al colegio.»

En Singapur, los “alumnos resultan literalmente atornillados a los pupitres en jornadas interminables de clases, y luego se imponen los deberes para hacer en el hogar y los cursos de apoyo” (Revista Semana, 7 / 3 / 2019).  En muchos de estos casos, también afecta la relación con los padres, pues algunos ejercen aún más presión para que sus hijos sean los mejores. Varía dependiendo el país, ya sea que unos abusen de sus estudiantes y otros les den un nivel educativo bajo, la mayoría necesita encontrar el equilibrio y, sobre todo, pensar en el desarrollo humano.

Bajo la rueda demuestra que hay distintos puntos en que la educación falla al estudiante: ya sea por la escasez de ésta, la rutina y estrechez con que se enseña o la explotación hacia los alumnos. Sea como sea, cada uno de estos errores comienzan por la poca sensibilidad del estado o mentor hacia los estudiantes, quienes pasan por la confusión, la ignorancia o la pérdida de su ser hasta terminar atropellados; lo que queda son cadáveres bajo un lago que parecía sólido, pero era en realidad no era así; el engaño perfecto para manipular y sofocar la luminiscencia. En ese lago, todos los estudiantes como Hans, los que quedaron bajo las ruedas, serán recordados sólo por lo que pudo ser; en poco tiempo, serán olvidados. Así es la educación. Así es la sociedad.

Salma Fano es estudiante de la licenciatura de Literatura y Creación Literaria en Casa Lamm.

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