ArtículosSociedad y Política

La peste y el Estado


1. La pandemia y el Estado visible

“Una manera cómoda de conocer una ciudad —dice Camus al inicio de su célebre novela La peste— es averiguar cómo se trabaja en ella, cómo se ama y cómo se muere”. Se podría agregar: y cómo se enfrentan a una crisis. ¿No ha sido reveladora la manera en que cada ciudad, cada Estado, ha hecho frente a la presente crisis desencadenada por la propagación mundial de la covid-19, más conocida como coronavirus? ¿No ha sido indicativa de la forma de ser de cada nación, de cada ciudad, la manera más o menos apresurada de responder a la crisis, más o menos disciplinada, más o menos precipitada o exagerada? Pero, sobre todo, ¿no ha sido sintomático de nuestra época el que prácticamente todos los Estados y sus gobiernos hayan respondido espontáneamente, sin la menor coordinación, de una forma similar, instaurando de facto una especie de estado de sitio para ejercer medidas más o menos extremas de control y vigilancia?

Hay un primer resultado curioso en la experiencia convulsionada de esta pandemia: los poderes mundiales (económicos y políticos) y sus extremidades comunicativas de alcance masivo, en general amantes del libre mercado y del estrechamiento radical del Estado (al que se han ocupado de desmantelar sistemáticamente), exigen con euforia la aparición de todas las herramientas estatales (jurídicas, médicas y policiales) para hacer frente a un “enemigo invisible”, como lo denominó el presidente francés Emmanuel Macron, al que se jura combatir haciendo uso de un lenguaje y una praxis militar, en los que el “primer frente” lo representa el personal sanitario, acompañado de cerca de las fuerzas militares. En contraste con esa posición de perfil bélico, resalta la actitud del gobierno mexicano, caracterizado por sus adversarios como populista, quien, a través de su mandatario, el presidente López Obrador, pidió desde el comienzo no exagerar y avanzar cautelosamente en el combate del flagelo viral para no afectar la economía popular y evitar instaurar un estado de pánico que lleve a militarizar la vida cotidiana.

¿Se entiende la paradoja implícita en este contraste? Los neoliberales, detractores acérrimos del Estado, exigen en el momento de la crisis su aparición frontal y decidida. Por otro lado, los llamados populistas, cuya preocupación central consiste en recuperar la intervención del Estado en sectores fundamentales de la vida económica y social, llaman a no exagerar y evitar imponer un estado de excepción que aumente la presencia gubernamental a través de las fuerzas del orden. ¿Paradoja o síntoma?

La realidad es que el Estado nunca ha desaparecido en los regímenes neoliberales. No es para nada casual que el primer experimento neoliberal, comandado desde Estados Unidos, se haya realizado por medio de una dictadura militar, como sucedió en el Chile de Pinochet. Al desmantelar las instituciones de atención social del Estado y desproteger a las clases subordinadas sometiéndolas a la lógica voraz del mercado, se crea un verdadero estado de excepción (como lo denomina Agamben), de origen económico, que orilla a los sectores más desfavorecidos de la población a revelarse para no morir de hambre, o bien para no quedar condenados a la miseria. Para combatir esa previsible reacción, se vuelve necesario, desde la lógica del poder, instaurar un régimen autoritario que reprima toda oposición o resistencia al modelo económico. Por ello es que, además de la nefasta dictadura militar de Pinochet, el neoliberalismo fue instalado en casi todos los países de Latinoamérica con el apoyo de gobiernos autoritarios: el caso de la “dictadura perfecta” en el México de Salinas de Gortari, o del régimen de Fujimori en Perú.

Como lo enseñó Immanuel Wallerstein, Estado es parte esencial de la estructura del neoliberalismo, sólo que en dos sentidos muy bien definidos: 1) el del apoyo irrestricto, en todos los terrenos (económico, jurídico, político), a los grupos monopólicos nacionales y transnacionales, y 2) el de la represión violenta e implacable contra todo opositor al proceso de desmantelamiento y privatización de la economía. El Estado neoliberal es una imponente maquinaria antipopular y pro monopólica (lo de “mercado libre” es tan sólo un engaño más).

Así pues, la respuesta estatista (militar y policial) a la crisis desatada por la pandemia del coronavirus es la confirmación de ese mismo Estado autoritario, represor y vigilante, que, por si fuera poco, contribuyó a su agravamiento al desestructurar los sistemas y servicios de salud pública en prácticamente todos los países del orbe (señalamiento que hizo Chomsky). De nuevo, el Estado, por su misma intervención pro privatizadora, crea o agrava la crisis e interviene de forma represiva para contenerla o superarla. Nada nuevo bajo el sol.

2. Enfermedad, poder y economía

Lo nuevo de esta crisis de alcance mundial, la cual, por si fuera poco, tiene su correlato en el desencadenamiento de una crisis económica multidimensional (bursátil, financiera, productiva, etc.), es que, aparentemente, no la provocó un “factor humano”, como en el caso del terrorismo, sino que emergió de repente bajo el aspecto de un “ataque” natural, de carácter microbiológico, ante el cual no hay protección previa alguna. De esta apariencia surge el corolario perfecto: la intervención médico-estatal es inevitable en su forma extrema de vigilancia y contención, y no se trata, de ninguna manera, de un acto político de confirmación del poder estatal. Frente a esta idea predominante, hay que señalar dos cosas:

1) En primer lugar, que no existe algo así como una intervención médica neutra, mucho menos cuando se trata de salud pública o de una crisis pandémica. Foucault lo tenía muy claro en El nacimiento de la clínica cuando dio cuenta del surgimiento del campo y el espacio de investigación médica en el proceso histórico de redefinición de los hospitales y su práctica a finales del siglo XVIII: “Hay (…) convergencia espontánea, y profundamente arraigada, entre las exigencias de la ideología política y las de la tecnología médica. Con un solo movimiento, médicos y hombres de Estado reclaman en un vocabulario diferente, pero por razones esencialmente idénticas, la supresión de todo lo que puede ser un obstáculo para la constitución de este nuevo espacio” (Michel Foucault, El nacimiento de la clínica, traducción de Francisco Perujo, Siglo XXI Editores, México, 2001, p. 63). La práctica médica y clínica se constituye históricamente en conjunción con la revolución de los poderes estatales que confirman su intervención en todos los ámbitos de la vida ciudadana bajo el argumento de su protección. Por ello, toda intervención médica masiva es siempre una intervención política, o más bien, para mantenernos en el lenguaje foucaultiano, biopolítica, en tanto regula las técnicas de producción, protección, curación, alargamiento y conservación de la vida humana.

2) En segundo lugar, es indispensable señalar que, a pesar de todas las apariencias, y de un cierto grado de impredecibilidad genuina, la pandemia desatada por la emergencia del covid-19 no es totalmente natural o casual, sin que esto signifique la introducción de ninguna hipótesis conspirativa en el escenario. Como se ha señalado repetidamente, lo más probable es que el nacimiento de la pandemia se ubique en la mutación de un virus de procedencia animal que, por su misma modificación, se vuelve capaz de infectar a los seres humanos. Hay muchos ejemplos históricos de esto, y cada uno de ellos está conectado estrechamente con el tipo de ganadería industrial y comercio masivo que surgen de la mano del desarrollo capitalista, el cual intensifica y escala exponencialmente la concentración, producción, distribución y consumo de animales domesticados (y de especies salvajes). Veamos algunos casos para demostrar que no se trata de ninguna exageración.

“Tres pandemias diferentes ocurrieron en la Inglaterra del siglo XVIII, abarcando 1709–1720, 1742–1760 y 1768–1786. El origen de cada una fue el ganado importado de Europa, infectado por las pandemias precapitalistas que acompañaron usualmente a los episodios de guerra. Pero en Inglaterra, el ganado había comenzado a concentrarse de nuevas maneras, y la introducción del ganado infectado se propagaría por la población de manera mucho más agresiva que en el resto de Europa. No es casual, entonces, que los brotes se centraran en las grandes lecherías de Londres, que ofrecían entornos ideales para la intensificación de los virus” (Colectivo Chuang, Contagio social. Guerra de clases microbiológica en China, Lazo Negro Ediciones, marzo 2020, pp. 27 y 28).

Casos similares se dieron también en África, en la década de 1890, con la aparición de la peste bovina, originalmente transmitida por los invasores imperialistas europeos (en este caso, de origen italiano), que en dicha época luchaban violentamente por la repartición del continente. Por su lado, la pandemia desatada por la llamada influenza española, a partir del año 1918, cuando el mundo se encontraba aún sumergido en la Primera Guerra Mundial, fue  “uno de los primeros brotes de influenza H1N1 (relacionada con brotes más recientes de gripe porcina y aviar), y durante mucho tiempo se supuso que de alguna manera era cualitativamente diferente de otras variantes de la influenza, dado su elevado número de muertes. […] aunque el origen exacto sigue siendo algo turbio, se supone ahora que se originó en cerdos o aves de corral domesticados, probablemente en Kansas. El momento y el lugar son notables, ya que los años posteriores a la guerra fueron una especie de punto de inflexión para la agricultura estadounidense, que presenció la aplicación generalizada de métodos de producción cada vez más mecanizados y de tipo industrial” (Ibíd., pp. 30 y 31).

Entre otros casos de este género, se encuentra la llamada “enfermedad de las vacas locas” (encefalopatía espongiforme bovina), cuyo primer brote en humanos se dio en 1996, y el Síndrome Respiratorio Agudo Severo (SARS), que tuvo su origen en China, y constituyó la primera pandemia del siglo XXI, en el año 2002. “Se cree que el reservorio del virus [del SARS] fueron los gatos de algalia o civetas, a su vez infectadas por murciélagos de herradura que viven en cuevas” (BBC News Mundo, “5 graves epidemias causadas por virus que saltaron de animales a humanos”, 22 de marzo de 2020).

Finalmente, sobre la crisis pandémica contemporánea, ocasionada por la difusión mundial del covid-19, si bien aún no se ha determinado a ciencia cierta que se trata de un virus de origen animal, se tiene la fuerte sospecha de que ésa es su procedencia. Al respecto, la Organización Mundial de Sanidad Animal señala en su página digital (actualización al 30 de marzo de 2020): “La información disponible actualmente sugiere que el virus COVID-19 surgió de un origen animal. Se están realizando investigaciones para encontrar la fuente (incluyendo las especies afectadas) y establecer el posible papel de un reservorio animal en esta enfermedad. No obstante, hasta el momento, no se dispone de evidencia científica suficiente para identificar el origen o explicar la vía de transmisión original de una fuente animal al humano. Los datos de su secuencia genética muestran que el virus COVID-19 es un pariente cercano de otro CoV que se halló en poblaciones de murciélagos del género Rhinolophus (murciélago de herradura). Existe la posibilidad de que en la transmisión al humano se haya visto implicado un huésped intermediario”.

Mientras se comprueba o se refuta la hipótesis de la transmisión animal, el gobierno chino prohibió el 17 de febrero la comercialización y el consumo de animales salvajes, de venta masiva en los multitudinarios mercados de todo el país, una decisión que, por la costumbre de la población de consumir dicho tipo de fauna, ha sido muy difícil de imponer en su totalidad.

3. La normalidad, la crisis viral y el fortalecimiento del Estado

Toda crisis es una oportunidad para redefinir lo que hasta entonces se ha hecho de manera equivocada; una posibilidad para corregir el presente y prevenir el futuro. Por supuesto, nadie desea la aparición de las crisis, pero poco se hace para evitarlas. El deseo de regresar a la vieja normalidad es fuerte, sobre todo en quienes se ciegan ante la realidad anterior y romantizan el pasado inmediato. Contra esa tendencia, no hay más que señalar con claridad que si esta crisis fue desatada por un virus hasta ahora desconocido, la normalidad perdida tenía (tiene) la forma de lo que Salvador Gallardo Cabrera ha denominado virus de control. Nuestra normalidad, lejos de ser sana y libre, está sometida a un control viral multidimensional:

“El virus de control se manifiesta a sí mismo de varias maneras. En los sistemas de gobierno, en los hábitos de consumo, en los medios de comunicación, en los circuitos de tráfico y consumo de drogas: […] Todo poder es un compuesto de relaciones de fuerzas. ¿Qué fuerzas componen el control? Las fuerzas del biocontrol unidireccional, las fuerzas de diseño de las subjetividades, las fuerzas económicas corporativas, las fuerzas gubernamentales” (Salvador Gallardo Cabrera, La mudanza de los poderes, Aldus, México, 2011, p. 66).

A pesar de lo doloroso e inesperado de la presente crisis pandémica, ella podría ser la oportunidad para avanzar en el resquebrajamiento del virus de control que nos asedia cotidianamente y nos acostumbra a un dominio institucional y mediático que, en nuestro deseo de paz y tranquilidad, apreciamos como el mejor de los mundos posibles. Así lo propone, de manera inteligente, el historiador israelí Yuval Noah Harari. De acuerdo con él, la presente crisis nos enfrenta a dos alternativas: la primera es entre la vigilancia totalitaria y el empoderamiento ciudadano; la segunda, por su parte, entre el aislamiento nacionalista y la solidaridad global.

Respecto a la primera opción, Harari señala que muchas naciones han empezado a apostar por el desarrollo y la implementación de técnicas de vigilancia que pueden llevar a un futuro de mayor intervención estatal, lo que repercutiría en un control aún más férreo de las actividades de la vida cotidiana en nuestras sociedades. Harari ejemplifica:

“En su batalla contra la epidemia del coronavirus, varios gobiernos ya han implementado las nuevas herramientas de vigilancia. El caso más notable es China. Al monitorear de cerca los teléfonos inteligentes de las personas, hacer uso de cientos de millones de cámaras que reconocen la cara y obligar a las personas a verificar e informar sobre su temperatura corporal y condición médica, las autoridades chinas no solo pueden identificar rápidamente portadores sospechosos de coronavirus, sino también rastrear sus movimientos e identificar a cualquiera con quien se haya entrado en contacto. Una variedad de aplicaciones móviles advierten a los ciudadanos sobre su proximidad con los pacientes infectados.

“Este tipo de tecnología no se limita al este de Asia. El primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu, autorizó recientemente a la Agencia de Seguridad de Israel desplegar tecnología de vigilancia, normalmente reservada para combatir terroristas, para rastrear a pacientes con coronavirus. Cuando el subcomité parlamentario pertinente se negó a autorizar la medida, Netanyahu la aplicó con un ‘decreto de emergencia’” (Yuval Noah Harari, diariojudio.com, 21 de marzo de 2020).

Esta alternativa, sin embargo, como lo aclara el historiador, no tendría por qué considerarse como la única e inevitable. Si se le habla a la ciudadanía con pruebas y hechos científicos a la mano, y la gente confía en lo que le dicen sus autoridades, puede haber una colaboración democrática en el combate contra la epidemia. Ésa es la apuesta que deberían hacer los gobiernos democráticos (como ha sucedido en el caso de México), y no optar de inmediato por la militarización y la construcción de un aparato de vigilancia al estilo del Big Brother (tal como ha sucedido en China, España, Italia, Hungría, Rusia, etc.). El caso de Argentina es, en comparación con México, paradigmático. Su situación es muy similar a la nuestra (en términos de contagios y muertes por covid-19), pero allá se ha decretado un estado de sitio que ha tenido correlatos muy violentos, principalmente contra las clases bajas y los sectores más vulnerables.

“Según datos de la Coordinadora contra la represión policial (Correpi), más de 40.000 personas han sido detenidas por violar el aislamiento social. En la mayoría de casos la persona que infringe la ley es notificada y enviada de vuelta a domicilio. Los juzgados, hoy con servicios mínimos, tramitarán todas las causas abiertas una vez que se levante la cuarentena. Sin embargo, los numerosos controles en la calle han provocado que se disparen los casos de violencia institucional. Las víctimas, salvo escasas excepciones, viven en barriadas pobres.

“‘Esta situación de excepción multiplica la forma en la que habitualmente se descarga la política represiva sobre los sectores más vulnerados. Ni los policías ni los gendarmes se comportan igual ante una presunta infracción de la cuarentena si se trata de un hombre o una mujer bien vestidos en Recoleta [barrio acomodado de Buenos Aires] que si es un pibe [chico] con gorrita o una doña con chancletas en una villa’, denuncia María del Carmen Verdú, fundadora de Correpi” (El País, “Violencia policial en Argentina”, 29 de marzo de 2020).

La otra alternativa que menciona Harari se debate entre la posibilidad de crear una auténtica red de cooperación mundial o continuar con la apuesta de encierro nacionalista, que es justo lo que se ha venido haciendo actualmente. Esto es algo que ya había mencionado el filósofo esloveno Slavoj Žižek, sólo que al hacer uso de un lenguaje político sui generis fue sumamente criticado e ironizado. Lo que él mencionó fue que la crisis pandémica abría la posibilidad de pasar, en los hechos, a una especie de comunismo internacional, gracias al cual se superara la perspectiva parcial de cada nación y se estableciera una cooperación mundial que apoyara a los países más débiles con recursos económicos y médicos para enfrentar la eventualidad. Algo sensato, en realidad. Harari sustituye la palabra comunismo por la de “solidaridad internacional”.

La crisis, pues, abriría la posibilidad de un mundo y de una normalidad distintos (lejos del virus de control) si existiera la disponibilidad política de hacerlo. En la realidad, sin embargo, la mayoría de los Estados han apostado por reforzar los mecanismos de vigilancia y control, que, como lo advierte el mismo historiador israelí, conducirán a un futuro más escabroso, menos democrático y menos libre (con el sólido argumento de la defensa sanitaria).

La relación entre normalidad y crisis es fundamental para entender los ciclos políticos del poder contemporáneo. En la normalidad, como ya se dijo, estamos acostumbrados a un control multidimensional que se hace efectivo con el argumento de la protección ciudadana y social (como decía, de nuevo, Foucault: ¡Defender la sociedad!). Así, la época inmediatamente anterior de normalidad mundial estuvo acompañada de la persistente idea del “combate al terrorismo”. No obstante, como lo señala correctamente Agamben (“La invención de una epidemia”, Página/12, 03 de marzo de 2020), al irse apagando la fuerza de esa idea, por costumbre y revelaciones como las de Assange y Snowden, se ha empezado a introducir una más efectiva y poderosa. Nadie dice que la infección y la pandemia no sean reales, sino que son utilizadas, de manera conveniente, para reforzar exponencialmente los mecanismos de control y poder a nivel mundial. ¿Qué pasaría, por ejemplo, si un día, en lugar de un confinamiento de 1 o 2 meses, nos viéramos obligados a soportar un encierro de 1 o 2 años? ¿Estaríamos dispuestos a aguantarlos y estar vigilados las 24 horas por tecnología de punta, de origen militar? ¿Estaríamos dispuestos a perder nuestras acotadas libertades contemporáneas? ¿Se atrevería hoy alguien a decir que se trata de pura ciencia ficción?

Si empleáramos el viejo lenguaje que el marxismo utilizaba para tematizar las crisis económicas, diríamos que, en términos políticos, existe una tendencia decreciente de la tasa de normalidad y confianza ciudadana que hace estallar crisis de credibilidad y sometimiento, las cuales son superadas a través de nuevas crisis de emergencia (amenaza de revolución, terrorismo, migraciones masivas, pandemia, etc.), que instauran estados de excepción y hacen a los “ciudadanos” reclamar mayores mecanismos de control y dominio estatal para regresar a una “normalidad” más sometida y controlada.

Ésa es la dialéctica del dominio en nuestras sociedades. Entenderla es el primer paso para no caer irrefrenablemente en la histeria mediática de la exigencia de una intervención estatal más violenta y autoritaria. Es necesario pensar esto para prevenir lo que puede ser un futuro más subordinado, más vigilado, más controlado y menos libre. Que nadie se llame a engaño: a partir de hoy, las crisis médicas aparecerán con mayor frecuencia en el mundo, y los mecanismos de control y vigilancia serán cada vez mayores. Hasta que un día la excusa pierda efectividad y surja nuevamente el momento de elegir entre la verdadera libertad o un mayor sometimiento. Ojalá que estemos más preparados para ese momento.

Twitter: http://@CarlosHF78

Carlos Herrera de la Fuente

Carlos Herrera de la Fuente (Ciudad de México, 1978) es filósofo, escritor, poeta y periodista. Autor de 3 libros de poesía ('Vislumbres de un sueño', 'Presencia en Fuga' y 'Vox poética'), una novela ('Fuga') y dos ensayos ('Ser y donación', 'El espacio ausente'), se ha dedicado también a la docencia universitaria y al periodismo cultural.

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