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Adolfo Mexiac: un abanderado de la dignidad

En junio de 2018, la Universidad de Colima entregó el doctorado Honoris Causa al artista plástico Adolfo Mexiac, acto solemne para el cual se requirió la presencia del enciclopedista Humberto Musacchio quien se dirigió a la audiencia pronunciando el siguiente discurso, cuyas palabras reproducimos íntegramente con la debida autorización de su autor.


Doctor es docente, el sabio que enseña. Por eso, ningún título mejor para Adolfo Mexiac, que ha dedicado la vida a aprender y a transmitir lo aprendido, lo que ya sería suficiente para honrarlo como hoy, que en buena hora lo hace la Universidad de Colima.

Ávido de saber, nuestro homenajeado estudió pintura en la Escuela de Bellas Artes de Morelia y después, en la Ciudad de México, continuó su aprendizaje en la Academia de San Carlos, en La Esmeralda y en la legendaria Escuela de Artes del Libro.

En el Taller de Gráfica Popular, al que perteneció en la década de los cincuenta, mucho aprendería de los grandes maestros del grabado que ahí trabajaban y discutían, pues siempre se pretendió que el Taller tuviera un funcionamiento colectivo y que la obra de cada integrante se sometiera a la crítica de sus colegas, la que en ocasiones llegaba a ser implacable.

Los conocimientos adquiridos en todos esos lugares Mexiac los llevó a las aulas y muchos han sido sus discípulos, pero su alumnado más numeroso no lo tuvo en la escuela sino en la vida, en su prolífica y muy generosa vida de artista, en su obra inabarcable y, por supuesto, en su ejemplo de ciudadano que ha sabido estar a la altura de su tiempo.

Celebradísimo como grabador, Mexiac, sin abandonar las gubias, ha desplegado sus talentos en la pintura, donde su permanente búsqueda arroja una muy apreciada producción de caballete, a la vez que ha hecho meritorios  descubrimientos y ha trazado caminos en las técnicas de expresión.

Su obra mural se despliega magnífica en el Museo Nacional de Antropología y en cinco espacios de la Universidad de Colima. Ignoro si se han respetado los murales que ejecutó el maestro en el Instituto Nacional Indigenista y en el Centro Coordinador Indigenista de Tlapa, Guerrero, pues no pocas obras de nuestros muralistas han perecido víctimas de la incuria, la ignorancia y el olvido.

En 1981-1982, para el vestíbulo del Palacio Legislativo, el maestro trabajó sobre 600 metros cuadrados el originalísimo mural Constituciones de México, ejecutado sobre madera, como si se tratara de la plancha de un grabado. El incendio de 1989, en el que también se quemaron las boletas de la discutida elección del año anterior, destruyó ese trabajo monumental. Ante la desgracia por la obra perdida, el ahora doctor no se sentó a lamentarlo, sino que reemprendió la elaboración de un nuevo mural con la misma técnica para ocupar el lugar del anterior. 

Repetidamente premiado por el Salón de la Plástica Mexicana, la obra gráfica de Mexiac ha estado en las bienales de grabado de países como Yugoslavia, Chile, Cuba, Alemania Federal, Japón, Italia, Puerto Rico, Suiza y Polonia, donde la calurosa recepción para sus trabajos lo han consagrado como un mexicano de proyección internacional, quien merecidamente ingresó desde 1997 en nuestra Academia de Artes.

Pero más allá de la gloria del artista, que no es poca, debo mencionar algo personal, entrañable para mí como participante del Movimiento Estudiantil de 1968 y sobreviviente de la matanza del 2 de octubre. En los dos meses que fueron de la manifestación del 26 de julio a la noche tlatelolca, maestros y estudiantes de San Carlos, de La Esmeralda y otros centros de estudios elaboraron una gran cantidad de carteles con grabados que se ejecutaban generalmente sobre el suelo, en forma apresurada y sin mayores elementos.

Por supuesto, en esos días Mexiac trabajó varios carteles de aquellos que portábamos en las manifestaciones y pegábamos en los muros. Pero hubo uno que se convirtió en símbolo del movimiento. Me refiero a Libertad de expresión, un grabado en el que aparece la desesperación en el rostro doliente de un hombre amordazado con una cadena. En nuestra ignorancia, los estudiantes de entonces creíamos que había sido hecho precisamente para el movimiento del que ahora conmemoramos el cincuentenario. Tuvieron que pasar varios años para que conociéramos la historia de esa obra maestra. Supimos entonces que Mexiac la había ejecutado en 1954, en una década de grandes movilizaciones sindicales frustradas por la incomprensión y por la fuerza.

Aquel grabado volvió a cobrar vida en el movimiento de 1968 y se convirtió en un símbolo de la irrenunciable necesidad de expresarnos, de decirle al mundo que de aquí somos y aquí estamos. Esa obra, merecedora ya de variadas recreaciones, nos recuerda y nos confirma que las libertades no se  otorgan, que se trabajan y se ganan con la razón, el esfuerzo social y la acción de muchos.

Por eso, Libertad de expresión es hoy, probablemente, el grabado más famoso y significativo de la cuantiosa y valiosa plástica mexicana. Lo es porque nos recuerda a nuestros mártires y sostiene la memoria de un momento de México, porque en aquel rostro está la representación de la conciencia colectiva y de los afanes libertarios de todo ser humano. Por eso y por muchas cosas más, Mexiac es un gran artista, indudablemente, pero es también, lo será siempre, un abanderado de la dignidad.

Publicado originalmente en la revista impresa La Digna Metáfora, diciembre de 2018.

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