ConvergenciasPostales desde Marsella

Una inteligencia feliz

Desde que a alguien se le ocurrió decir —o pensar en voz alta— que un hombre sabio no debería hacer dinero, las cosas no marchan bien... 


El susto de mi compra fue retardado. Al constatar en mi repisa los cuatro tomos bilingües de la Ilíada que acababa de conseguir en la plaza, un sobresalto frío me hizo temer de inmediato cuántos días de ayuno tendría que soportar en adelante. Cuando volví en mí, albergué un gran desconcierto al constatar que esa adquisición, por más que la suma me siguiera pareciendo altisonante, no sólo no me había puesto en aprietos, sino que apenas había sido sentida por mi distraído bolsillo. No estaba acostumbrado.

De todos es conocida —especie de condición preparativa para la ascesis— la resignación de los jóvenes artistas y poetas a no hacer dinero del oficio que han elegido. Y bien, a veces llega un día en que se descubren, no sin azoro y más pronto que tarde, en una situación holgada. El primer incrédulo, por supuesto, es el novicio en cuestión. Ha encontrado un puesto insospechado, generalmente al abrigo de un mecenas o en instituciones que, aunque inverosímiles, existen. Rápidamente, y con qué júbilo, tira por la ventana las mustias consideraciones que tantas veces se había repetido con aire beatífico durante su formación. Ahora renueva su vestimenta, mejora su alimento, refina el tabaco y hasta porta tabaquera; sobre todo, se guarda de no revelar su nueva e inusitada condición a los cuatro vientos. A la indignación que causaría entre quienes eligieron oficios honestos y serios (sea, manuales), debe oponer una discreción que lo proteja, al mismo tiempo, de la instintiva aunque gratificante envidia de sus colegas de la mente.

El autor de este texto, David Noria.

Aunque todos están prestos a salir de ella, hay un consenso para elogiar a ultranza, sobre todo en público, la pobreza filosófica. He aquí que camisas rasgadas y pelo sucio sean símbolos venerables de probidad. Y es que un hombre sabio no debería hacer dinero. Por esto ya Diógenes Laercio le echa en cara a Platón que se hubiera dado el lujo, inaudito y escandaloso, de gastar hasta cien minas por tres miserables libros. “Pues Platón estaba en bonanza —añade su biógrafo—, habiendo tomado de Dionisio más de ochenta talentos”. Y en efecto, el recelo contra Platón se torna más serio en la medida en que su bienhechor era el tirano de Siracusa.

Pero sólo los espíritus demasiado precipitados sacarían de ello alguna moraleja vana. En vez de censurar estos golpes de suerte —y quién sabe si no dones providenciales— deberíamos alegrarnos por los Platones, los Petrarcas y los Diderot quienes, sin haberlo pedido ni buscado mucho, encontraron condiciones favorables para seguir en su mundo de fantasía. Acaso así resulten incluso menos perniciosos y molestos para la sociedad: déjenlos que gasten su pequeño caudal en caprichos librescos, músicas y vino, y que no mendiguen con la mano ingrata del resentimiento: hagamos de la inteligencia una inteligencia feliz.

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