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Centenario de Miguel Delibes

Cien años han pasado desde que llegara al mundo Miguel Delibes. Licenciado en Comercio, comenzó su carrera como dibujante de caricaturas, columnista y posterior periodista de El Norte de Castilla, diario que llegó a dirigir, para pasar de forma gradual a dedicarse enteramente a la novela. Miguel Delibes es autor de una extensa y celebrada obra literaria, repleta de títulos inolvidables —La sombra del ciprés es alargada, El camino, Las ratas, Cinco horas con Mario, Los santos inocentes, El hereje…—, unida a una trayectoria personal que lo convirtieron en referente intelectual y moral de su tiempo y en un ejemplo de honestidad y compromiso. En el centenario de su nacimiento, pero también a diez años de su muerte —nació en Valladolid el 17 de octubre de 1920 y falleció ahí mismo el 12 de marzo de 2010—, Víctor Roura recuerda a Delibes: sin duda alguna uno de los escritores en español más importantes del siglo XX.


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Sin duda, la conmemoración reinante de Miguel Delibes durante este año es su centenario natal, pues vio la luz primera en Valladolid el 17 de octubre de 1920, porque también se cumple una década de su fallecimiento, ocurrido el 12 de marzo de 2010 en la misma ciudad española donde nació. Vivió 89 años de fructífera carrera literaria.

Miguel Delibes recibió, merecida aunque tardíamente, el Premio Cervantes en el año 1993, a sus 73 años de edad.

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El viejo Eugenio Sanz Vecilla, de manera inesperada, se volvió locamente a enamorar en un lapso demasiado corto… durante una relación epistolar.

Mientras esperaba su turno con el doctor, y hojeando una de esas revistas sin importancia que los médicos, vaya uno a saber por qué, suelen poner en las salas de recepción, sus ojos toparon con el siguiente mensaje: “Señora viuda, de Sevilla, de cincuenta y seis años, aire juvenil, buena salud. Cincuenta y tres kilos de peso y un metro sesenta de estatura. Aficionada a música y viajes. Discreta cocinera. Con caballero de hasta sesenta y cinco años, similares características”.

Estaba el viejo Eugenio en la edad justa, ni más ni menos, y, acaso sin pensarlo dos veces por la tarde ya estaba escribiendo su primera carta: “Soy un convencido —decía en su entusiasmada misiva manuscrita, porque en la época en que se desarrolla esta historia, a principios de la década de los ochenta del siglo XX, aún no existía el correo electrónico— de que uno de los síntomas más obvios de la decadencia de Occidente reside en el progresivo desdén por la cocina. A las muchachas de hoy no es infrecuente escucharlas que ellas no pierden el tiempo cocinando. ¿Cree usted, señora, que el tiempo que se emplea en la cocina es tiempo perdido? La cocina, hasta hace poco, ha sido uno de los pilares culturales que aún respetábamos; pero de unos años a esta parte… ¡qué degradación, señora mía! La sustitución de la cocina económica por el gas y la electricidad, las parrillas de alcohol, la olla a presión, ¡qué nefastos inventos! Y, por si fuera poco, ceba artificial del ganado, el enlatado, la congelación. Pero lo grave del caso es que todo esto se nos presenta como un avance, como una conquista, cuando, en realidad, la salazón de carnes y pescados es un recurso tan viejo como el mundo. ¿Dónde estriba la novedad?, pregunto yo, ¿dónde el progreso?”

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Son las Cartas de un sexagenario voluptuoso (1983), donde Miguel Delibes decide no publicar una sola misiva de la señora Rocío; pero con las de Eugenio, 43 en total en el brevísimo tiempo de seis meses: del 25 de abril al 20 de octubre de 1979, nos basta para saber exactamente cómo es ella, y sobre todo cómo es él: un hombre bastante idealista, aun en las fronteras de la ingenuidad:

“Por mi oficio y talante imaginativo soy proclive a andarme por las ramas —confiesa a la señora, que busca principalmente, según iremos observando conforme avanza su correspondencia, a una especie de veterano Adonis—, rara vez me centro, poso los pies en el suelo. Trataré, pues, de ir al grano: el pasado diciembre cumplí sesenta y cinco años, soy periodista jubilado (recién jubilado, en febrero), soltero, y mido, como usted, un metro sesenta; tal vez mi peso, ochenta y cinco kilos, no esté proporcionado a mi estatura, y denote una inequívoca propensión a la obesidad. Un viejo amigo, Onésimo Navas, habla de la curva de la felicidad refiriéndose a mi vientre voluminoso, pero felicidad, lo que se dice felicidad, no la he conocido fuera de los años de la infancia. Eso sí, en mi profesión he trabajado con denuedo y entusiasmo, he conocido algunos éxitos, he sufrido no pocos descalabros y he llegado al retiro en paz con Dios y con mi conciencia”.

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Miguel Delibes, 1998. / Foto: Pilar Lucas – Fundación Miguel Delibes.

Atosigado por los naturales achaques de su edad (“la hiperclorhidria me corroe el estómago de manera despiadada”), Eugenio dice a Rocío que es un “enfermo saludable” o, “si lo prefiere, un enfermo que nunca se muere ni acaba de sanar del todo. En la tertulia me tienen por un maniático. Mis hermanas, que gloria hayan, también me tenían por un maniático, pero yo creo que lo mío, antes que manías, son alifafes, las goteras propias de la edad, si bien la edad de las goteras se ha manifestado temprano en mi caso”, cosa que apesadumbraba al pobre señor Sanz Vecilla, uno de cuyos grandes prejuicios (“todos los tenemos, señora”, dice a Rocío) es “el de declinar una senectud prematura y los hábitos lamentables que ello comporta. Y no por presunción, como pudiera pensarse, sino por un principio estético elemental. Incluso ahora que estoy en el umbral de eso que llaman tercera edad, que yo sospecho que es la misma vejez de antes, me resisto a ello. Si claudico en estas cosas a los sesenta, ¿quiere decirme, señora, qué dejo para los ochenta?”

Pero también tiene una probable explicación para todos sus males: “Después de largas reflexiones he concluido que esto mío es una enfermedad profesional. El periodismo, que nos hace trabajar de noche y dormir de día, invierte el orden natural para el que el hombre ha sido construido. Se produce así una desacomodación. El sueño de día no repara y el trabajo de noche se consigue a base de excitantes y estímulos artificiales (la misma profesión lo es). Durante los casi 40 años que permanecí en activo rara vez me acosté antes de las cuatro de la madrugada y, con frecuencia, me retiraba a descansar estando el Sol en el cielo. Argüiría usted que hay muchos periodistas que duermen como lirones, pero esto no es argumento. La silicosis es mal de mineros y son muchos los mineros que no la padecen. En suma, yo, así viva mil años, nunca podré adaptarme al horario de los trabajadores normales. Soy un enfermo incurable”.

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¿Y el amor?

Pareciera no sentirlo el periodista, o lo había olvidado, o tal vez nunca lo había vivido, porque a veces, en efecto, el amor nunca llega a la vida.

Por eso habla de cualquier cosa, da rodeos, salta hacia un tema y hacia otro, no sabe cómo —quizá porque jamás lo había logrado, de ahí que, a su edad, permaneciera soltero— acercarse a una mujer, cómo intimar con ella, cómo procurarla.

Lo cierto es que acontece que muchas veces, numerosas veces, hay hombres y mujeres que llegan a la tercera edad sin saber el significado del amor.

El sexagenario, eso sí, a partir de las letras empieza a enamorarse, o a creer que se está enamorando, tal vez incluso a su pesar. Al recibir la segunda fotografía de la señora, el 26 de julio, su frenético arrebato crece desmedidamente: “¡Dios mío, querida!, ¿eres tú? ¿Es posible que seas tú esa muchacha vivaz, libre, despreocupada, que alza los brazos al cielo, arrodillada en la arena? Ante tu cuerpo semidesnudo (apenas dos minúsculas piezas cubriendo tus partes pudendas), concluyo que es posible vencer al tiempo. ¿Te ofenderás si te digo que no aparentas la mitad de la edad que tienes? Me siento turbado, querida, como un adolescente ante la primera imagen erótica, aunque también viejo y desbordado, no lo puedo remediar. Desde que Moisés me trajo ayer tu carta con la fotografía, estoy en pleno arrobamiento. Pensé escribirte enseguida, pero mis manos, todo mi ser, ha quedado paralizado ante tu belleza. Pocas mujeres, a tu edad, afrontarían la prueba de fotografiarse en dos piezas”.

Y se deleita el viejo Eugenio en la contemplación de la señora Rocío, a quien ya anticipadamente considera suya, sobre todo por las claras y directas alusiones que ambos se hacen, pese a la antipatía que el hijo de la señora, Federico, siente por su enamorado epistolar y al revés, ya que, sumergido el hijo en su tesis sobre la prensa franquista, acusa a Sanz Vecilla de haber participado complacientemente en aquel periodo con el gobierno, y don Eugenio, por más que le dice a Rocío que él estuvo fuera de dichas sumisiones, el hijo no lo cree (¿será que está renuente a tener un padre postizo?, cuestiona el viejo Eugenio, ilusionado e iluso, a su amiga).

Pero ya al final la relación, inexplicablemente para Sanz Vecilla, se va complicando cada vez más. “¡Oh, qué extraña cadencia, qué nota desafinada! ¿En qué recóndito lugar ocultabas este temperamento colérico?”, pregunta el hombre a Rocío, que ya empieza a cambiar, a dar evasivas, a sentirse “enferma”, a posponer las citas, a buscar cualquier pretexto con tal de no mirar a su pretendiente, que, por último, abatido y decepcionado, se percatará de la cruel razón del desdén de su amada: sin querer, el propio Eugenio lo ha propiciado al mencionarle, con tonta insistencia, a su camarada Baldomero Cerviño, quien, ¡ay!, se ha adelantado, a espaldas de su mejor amigo, en el conocimiento de la bella señora.

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Delibes consigue su objetivo al final: el amor no es como uno lo pinta. Tal vez ahora el literato hubiera acudido a otros recursos de comunicación, pero sin duda no habría aplazado la consecuencia, el fin esencial de su obra: la compleja e indecible palabra del amor.

Ya Miguel Delibes en La hoja roja, publicada en 1959, había dado quizás el primer paso hacia la experimentación de los sentimientos de la gente mayor, si bien con don Eugenio la advertencia es catastrófica.

En su centenario natal, Miguel Delibes aún tiene muchas magníficas cosas que contarnos.

Miguel Delibes también dibujaba. En estos días, con motivo de su centenario natal, en España está montada la exposición Miguel Delibes ilustrador. Los dibujos de El camino.

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