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Centenario de Mario Puzo

El escritor y guionista estadounidense Mario Puzo hizo historia al establecer un género literario de ficción que captó la atención no sólo de la crítica, sino de un público ávido por conocer los secretos de la temida mafia italiana. Una sola novela le bastó para entrar en la lista de autores de mayor éxito mundial y, junto a Francis Ford Coppola, consagrarse en la industria cinematográfica. Ahora que se cumple el centenario de su nacimiento —Puzo, de una familia de inmigrantes italianos, nació el 15 de octubre de 1920 en Nueva York y murió en la misma ciudad el 2 de julio de 1999—, Víctor Roura lo toma como punto de partida para hablar de la industria cinematográfica y del derroche de sus dineros… 


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Hace 100 años, el 15 de octubre de 1920, nació en Nueva York el autor de El padrino (1969): Mario Puzo, quien justamente fue conocido no tanto por las páginas que escribiera (¿quién menciona, por ejemplo, sus cuentos publicados?) sino por las actuaciones hollywoodenses realizadas a partir de su escritura llevada a la pantalla inicialmente en 1972 por Francis Ford Coppola.

Escritos los guiones fílmicos al alimón con Puzo, Coppola llevó a cabo la trilogía de El padrino en los años 1972, 1974 y 1990, de modo que la docena de libros que publicara Puzo quedan, para decirlo de un modo amable, a espaldas de la obra cinematográfica de este autor estadounidense fallecido a los 78 años, en 1999, en la misma ciudad donde viera la luz primera.

Y por tratarse de un escritor laureado con el Oscar en 1972 (en la 45 gala hollywoodense), junto con Coppola, por adaptar su novela al guión cinematográfico, vamos a hablar de cine y de sus costos por lo menos durante la última década, la de los noventa, en vida de Puzo para recordarlo en su centenario natal.

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Si a Mario Puzo le pagaron, a mediados de los noventa del siglo XX, más de 2 millones de dólares para adaptar su novela El último don a la televisión, ¿por qué se habría apresurado el novelista neoyorquino, entonces de 75 años, en escribir otro libro?

El último don tardó en escribirla cinco años.

—Me lleva mucho tiempo escribir —decía Puzo—; además, soy muy vago. Cuando termino un libro, recibo el dinero y me voy. Me tomo un año de vacaciones y luego vuelvo a escribir.

Es decir, un sueldo anual por arriba de los casi 14 millones de pesos de entonces, sin contar el pago por contrato y adelanto de regalías.

Otro autor que escribía para el cine, y básicamente por eso sólo escribía (no haciéndolo mal), era, es, el también norteamericano John Grisham (1955), quien ha vendido cerca de 100 millones de ejemplares en todo el mundo de sus seis primeras novelas basadas, todas ellas, en un mismo reglamentario esquema: el ciudadano contra las instituciones. Las productoras de Hollywood se disputaban sus libros para llevarlos a la pantalla grande. El jurado, una de sus novelas, le acarreó la modesta cifra de los aproximadamente 50 millones de pesos nada más por contrato cinematográfico.

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Si por aquella década el presidente de Estados Unidos cobraba cada mes un salario aproximado a los 20,000 dólares (porque es hasta el siglo XXI cuando comienzan a ganar anualmente 400,000 dólares), entonces es obvio que los hacedores de Hollywood, y algunos cuantos de sus escritores (se dice que Michael Crichton, el autor de Parque Jurásico, puede mantener, sin necesidad de escribir un libro más, a los nietos de sus nietos sin complicaciones pecuniarias), rebasan con mucho los sueldos de los políticos. Si para cada filme Sylvester Stallone, Tom Cruise o Jim Carrey exigían, y se los daban, 20 millones de dólares, y en el rubro femenino la que más cobraba era la mujer de Bruce Willis: Demi Moore, que pedía no menos de 12 millones de dólares, significaba, todo ello (tales cantidades estratosféricas de dinero), que el nuevo materialismo norteamericano comenzaba a expandir efectivamente la frontera de los sueños.

Demi Moore consiguió, y era la primera mujer en lograrlo en la industria fílmica, ganar en dos años más de 20 millones de dólares, lo que le permitió poseer casas en Malibú y Nueva York, un rancho con mansión victoriana en el noroeste estadounidense, dos niñeras, una asistente personal que contaba a su vez con su propia asistente, varios guardaespaldas, un tutor, una masajista, un instructor de yoga, un cocinero, “un gurú” que le garantizaba que podría “vivir hasta los 130 años” (en estos momentos tiene 57 años de edad) —según la periodista española Rocío Ayuso— y una valiosa colección de muñecas.  Además, tiene su propia productora fílmica. Antes de filmar Striptease, Demi Moore se percató de que había, hay, innumerables mujeres con un cuerpo superior al suyo ganándose la vida en los excéntricos tabledancers neoyorquinos que se llevaban, en una sola noche, más de 2 mil dólares, ¿por qué no habría de cobrar categóricamente si su cinta la iba a ver medio mundo?

Después de Moore, Julia Roberts (entonces con menos de 30 años al mediar los noventa, a punto de cumplir ya los 53 años) es la que figura en segundo plano llevándose por cada cinta 11 millones y medio de dólares.

Seguía Sandra Bullock con 10 millones 500 mil dólares por película. Luego, Michelle Pfeiffer con 9 millones 600 mil dólares; Jodie Foster, 8.600 junto con Meg Ryan, y por último, dentro del catálogo de las damas millonarias de Hollywood, se hallaba Sharon Stone quien cobraba por cada filme no menos de 6 millones de dólares.

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Por algo, entre varios hombres de la clase intelectual de México no dejaban de hablar de su aspiración hollywoodense. Una vez, en Tijuana, oí hablar a Paco Ignacio Taibo II con su amigo Roger Simon, quien acababa de vender uno de sus guiones nada menos que a Woody Allen. Taibo II no ocultaba su admiración por la dolariza recibida. Casi toda la plática, de la que fui testigo imprudente, giró en el dinero y, específicamente, en los dólares.

Y están, además, todos esos deportistas que se llevan carretadas de dinero a sus hogares. Un Michael Jordan que, a sus 33 años, seguramente ya estaba cansado de contar billetes sobre sus manos. Al igual que otros basquetbolistas, su personalidad, producto de cuentas bancarias mágicas e inalcanzables, tomaba distancia del hombre común.

Eran, son, seres que no pueden rebajarse a una fatigosa normalidad. Y ahí está el futbol. Y ahí acaban jugando, y quieren hacerlo no tanto ya por el placer del deporte sino por el afán del enriquecimiento, los hombres que destacan en su respectivo país. (Aunque, claro, ningún “deportista” tan enriquecido como el argentino Messi en el Barcelona español con un salario mensual de más de 8 millones de euros: más de 200 millones de pesos mensuales, 50 millones cada semana, más de 6 millones de pesos diarios, que no le bastan al futbolista porque desea más dinero. Pues cree, o está seguro de ello, merecer aún más, y lo demuestra con sus escándalos consecutivos para que la empresa que lo representa aumente todavía más la cuota salarial. Probablemente no exista otro caso similar, que deja a Hollywood, de plano, rendida a sus pies.)

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Estados Unidos, con sus dólares, es capaz de comprar a la persona más tímida e invulnerable del deporte y el espectáculo mundiales.

¿No el hombre más rico del mundo a mediados de aquellos años noventa, que había superado a príncipes árabes y petroleros kuwaitianos, radicaba precisamente en el norte de México? Bill Gates, el presidente de Microsoft, era el dominador de los programas electrónicos. ¿Qué joven, que diga serlo, no hablaba ya con un lenguaje tecnológico e informático debido a las invenciones de la industria Microsoft? ¿No en Estados Unidos, dicen sus habitantes, el empresario agudo alcanza sus objetivos como en ninguna otra parte del orbe? ¿No por esa razón se instalarían ahí cineastas mexicanos que obtendrían, de a poco, los Oscar alcanzando no sólo la gloria fílmica sino también los dólares anhelados? ¿No estaba ahí un empresario periodístico como Ted Turner que con su CNN se convirtió en el hombre con más dinero en el mundo, desbancado por fin al mediar los noventa por Bill Gates? ¿No Turner era el dueño de los espectáculos y hasta del equipo beisbolero Bravos de Atlanta? ¿No estaba ahí un Phil Knight, el dueño del calzado Nike —reducción sonora de su apellido—, que durante 1995 vendió material deportivo con valor de 6 mil 500 millones de dólares? ¿No sus propios anuncios publicitarios batieron récords de audiencia?

Y los modelos de cada industria fueron continuados en los países que no giran en la órbita del Imperio. Porque, después de la caída del Muro de Berlín en 1989, ¿quién podía negar la aplastante e implacable influencia dolarizada, ferozmente capitalista, de Estados Unidos en (casi) todos los órdenes de la vida? ¿De esa abrumadora influencia que significaba el Capitalismo, que derrotó con aparente facilidad, durante los noventa, a las ideologías opositoras?

En los programas de radio y de la televisión (¡hasta sus guerras las transmitían en vivo sin cortes comerciales!), en los teatros y las películas, en los deportes, en la música (¡los roqueros contestatarios tenían permiso para grabar videoclips rebelándose contra el sistema, mismos que los haría amasar fortunas para adquirir posteriormente bellas mansiones y palacios!), en los gritos de la última moda, en el periodismo, en la violencia, en la política, en las exuberancias y en las extravagancias y hasta en las comidas (cocas y pepsis en los sitios más marginados, hamburguesas en las áreas tropicales —¿cuántos McDonald’s comenzaron a instalarse por doquier en aquellos años finales del siglo XX?—, Estados Unidos estaba impregnado en algún rinconcillo de los distintos países del planeta sencillamente porque se había adueñado de la tecnología, su reinado era el reinado de la publicidad, su violenta o sutil injerencia en los mundos posibles era debido, quizá, también a la falta de asideras esperanzadoras en cada país que se decía libre y soberano (¡toda semilla de discriminación y racismo en Estados Unidos tenía, por supuesto, su origen en los desconsiderados inmigrantes!).

Mario Puzo.

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¿Por qué mirar con añoranza un mundo donde nada más el dinero habla por los vicios y las virtudes de la humanidad?

Porque el dinero, sencillamente, ¿y acaso desde el mero principio de la humanidad?, es el que ha tallado al hombre, y lo ha formado, no al revés.

Por algo, en México, si bien un presidente de la República ganaba, en los noventa, un “sueldo miserable”, según los humildes notarios gubernamentales (¿cerca de miserables 60 mil pesitos al mes? —que era bastante dinero para la época, perdón por la díscola e impertinente intervención—), al finalizar sus periodos administrativos se llevaban consigo la magia y el aprendizaje de la teoría capitalista: resulta que, por servirle con prudencia y respeto a la nación, les íbamos descubriendo en sus cuentas bancarias millones de dólares que se habían sacado quién sabe de dónde en un momento de distracción y suma confianza nuestra.

¡Ah, el discreto encanto de la burguesía dolarizada!

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Justo en esa década se enriquece y muere Mario Puzo, un autor que de no adentrarse en el cine es más que probable que su obra hubiera pasado inadvertida pese a su cuidadosa escritura, aunque también es claro que jamás habría estado en las ternas para obtener un Nobel literario… si bien se adjudicó, gracias al cine estadounidense, más dinero que un galardonado en Suecia.

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