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Eça de Queiroz y los mismísimos clavos del Arca de Noé

Autor de obras polémicas, punzantes y de extraordinaria vigencia, en este mes de agosto se conmemora el 120 aniversario luctuoso de José Maria Eça de Queiroz. Nacido el 25 de noviembre de 1845 en Póvoa de Varzim, Eça de Queiroz está considerado como uno de los más importantes escritores de la literatura portuguesa, así como uno de los más grandes narradores europeos del siglo XIX. Su carrera diplomática lo llevó a residir en Cuba e Inglaterra, y en 1889 fue nombrado cónsul de Portugal en París, donde permaneció hasta su muerte —acaecida el 16 de agosto de 1900— a los 54 años de edad. Recordamos aquí al prolífico escritor, sin duda uno de los símbolos universales de la literatura lusitana…


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Murió en Francia el 16 de agosto de 1900, hace justo 120 años. Nacido en Portugal el 25 de noviembre de 1845, Eça de Queiroz fue un ejemplar, y señero, narrador que, como todo buen literato, miraba cosas donde nadie más podía concebirlas.

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Teodorico Raposo fue a dar a Lisboa a la mansión de su tía, doña Patrocinio de las Nieves, una señora devota, entregada por completo a la vida religiosa, que contrastaba radicalmente con el espíritu inquieto y desvergonzado del sobrino desamparado de apenas siete años de edad. Cuando lo condujeron hasta la beata, el señor Matías, el encargado de llevarlo hasta el que iba a ser su nuevo hogar, le advirtió solemnemente:

—Esta es la tía. Es necesario hacerse agradable a la tía. Es necesario decir siempre que sí a la tía.

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Por su parte, lo primero que quiso saber doña Patrocinio del pequeño visitante fue si sabía hacer la señal de la cruz pues era indispensable persignarse en su casa siempre que pasara delante del oratorio. “No hice la señal de la cruz —dice Raposo en sus confesiones—, pero levanté la cortina y el oratorio de la tía me deslumbró prodigiosamente. Las paredes estaban todas revestidas de seda roja, con recuerdos enternecedores, orlados por guirnaldas: representaban  los trabajos de Dios, nuestro señor. Los encajes del paño del altar rozaban el suelo alfombrado: los santos de marfil y de madera, con aureolas lustrosas, vivían en un bosque de violetas y de rojas camelias. A la luz de las velas de cera brillaban las vinagreras de plata, arrimadas en su cruz de palo negro, bajo un dosel, relucía nuestro señor Jesucristo: era todo de oro”.

El niño tenía asegurado su futuro con la tía, mas requería plegarse a un comportamiento casi de convento que no tuvo mientras sus padres vivieron.

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“El viernes era el desagradable día de lavarnos los pies —narra Raposo—. Tres veces por semana, el grasiento padre Soares venía con el mondadientes en la boca a interrogarnos sobre la doctrina cristiana y contarnos la vida del Señor.

“—Después de azotarle, lleváronle arrastrando a casa de Caifás… ¡Eh, aquél del extremo del banco!… ¿Quién era Caifás?… ¿No lo sabe? A ver aquel otro… ¿Tampoco? ¿Por qué no atienden a la explicación, cabezudos? Caifás era un judío, y de los peores”.

Bajo esta férrea disciplina religiosa creció Teodorico hasta que, ya joven, fue enviado a Coimbra a estudiar retórica donde se hospedó en las Pimientas y allí conoció y gustó sin moderación todas las independencias y las fuertes delicias de la vida.

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“Nunca más volví a murmurar la oración de san Luis Gonzaga, ni doblé la rodilla viril ante imágenes con aureola en la cabeza. Harté la carne con sabrosos amores en el Terreiro da Herva; vagué a la luz de la Luna cantando fados, usaba garrote; y como la barba me salía espesa y negra, acepté con orgullo el apodo de Raposón. Cada quince días, sin embargo, enviaba a la tía una carta humilde, piadosa y de buena letra, donde le contaba la severidad de mis estudios, el rEçato de mis costumbres, los muchos rezos y los rígidos ayunos, los sermones de que me nutría y los dulces desagravios al corazón de Jesús y las novenas con que se consolaba mi alma en Santa Cruz, las pocas horas que tenía de descanso los días de trabajo”.

Pero cuando regresaba a Lisboa, en los meses de verano, sus días volvían a ser “harto dolorosos. No podía salir, ni siquiera a cortarme el pelo, sin implorar de la tía un permiso servil. No me atrevía a fumar después del café. Debía recogerme virginalmente al anochecer: y antes de acostarme me era forzoso rezar con la vieja un largo trisagio en el oratorio. Yo mismo me había condenado a esta detestable devoción.

“—¿Tú, allá en Coimbra, acostumbras rezar el trisagio? —me preguntó, con desconfianza, mi tía.

“Y yo, sonriendo abyectamente:

“—Vaya unas cosas que tiene usted. No puedo dormirme sin haber rezado mi trisagio”.

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Con esta doble vida, finalmente Teodorico, cuya meta estaba centrada en la rica herencia de su pariente, se ganó a la tía. Ya de sus confianzas, una mañana la tía, creyendo ver en el sobrino a un santo, le dio la buena noticia:

—Teodorico, acabo de consultar con el padre Casimiro; y estoy decidida a que alguien que me pertenezca, que sea de mi sangre, vaya peregrinando por mi intención a la tierra santa. Así, pues, está convenido, y te lo advierto para tu conocimiento, que irás a Jerusalén y a todos los divinos lugares. Excusa de agradecérmelo. Es para bien de mi alma y para honrar el sepulcro de nuestro señor Jesucristo ya que yo no puedo ir… Como, alabado sea Dios, no me faltan medios, has de hacer el viaje con toda suerte de comodidades; y para no estar con más dudas, y por la prisa de agradar a nuestro señor, quiero que partas en este mes…

Ya en su cuarto, el apuesto joven Teodorico empezó a considerar que para llegar a aquel suelo de penitencia era preciso cruzar regiones amables, femeninas, llenas de fiesta. Una gran claridad iluminó su alma. Y gritó dando sobre el Atlas —donde veía momentos antes la geografía que recorrería— un gran puñetazo, que hizo estremecer a la castísima señora Patrocinio y a todas las estrellas de su corona.

—¡Caramba —se dijo Raposo—, cómo voy a divertirne!

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Había objetivo en la misión, por supuesto.

—Óyeme atentamente —dijo la tía—. Si entiendes que merezco alguna cosa por lo que tengo hecho por ti desde que murió tu madre, ya educándote, ya vistiéndote, ya dándote yegua para que paseases, ya cuidando de tu alma, entonces tráeme de estos santos lugares una santa reliquia, una reliquia milagrosa que pueda llevar siempre conmigo y que me consuele en mis penas y me cure en mis enfermedades.

Y por vez primera, “después de cincuenta años de aridez”, una lágrima breve corrió por las mejillas de doña Patrocinio de las Nieves.

¡Hay que leer las correrías y las andanzas que se permitió el sobrino santo por las tierras mártires!

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(El portugués Eça de Queiroz escribió esta estupenda  novela satírica e igualmente sacrílega: La reliquia, en 1887, reeditada por el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes en 1997 en su colección “Clásicos para Hoy”, en la traducción de Ramón del Valle-Inclán. De Queiroz nos deleita, sobre todo, con su delicioso trazo literario: una escritura soberanamente perfecta.)

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Ya de retorno en la mansión de Lisboa, Teodorico estaba exaltado:

—¡Tía, mis señores! No les he revelado aún la reliquia que guarda este cajón, porque así lo encargó el patriarca de Jerusalén… Pero ahora lo voy a decir. Mas antes me parece oportuno explicar que todo lo que rodea esta reliquia, papel, bramante, cajón, clavos, ¡todo es santo! Así, por ejemplo, los clavos son del Arca de Noé… Puede ver, señor padre Negrón, puede palpar. Los del arca, todavía llenos de orín… ¡Y todo de lo mejor, todo destilando virtud!

El vividorcillo Raposo le llevaba, según él, ¡la mismísima corona de espinas que le pusieran en la cabeza a Jesucristo!

Pero cuando la tía, emocionada, al punto del desmayo, abrió el envoltorio, vio una camisa de dormir con una tarjeta con la dedicatoria en letra cursiva que rezaba: “A mi portuguesito valiente, en recuerdo de lo mucho que gozamos”, lívida, hirsuta, amenazadora, entonces se acercó al libidinoso sobrino para escupirle a la cara esta palabra:

—¡Marrano!

¡El desgraciado de Teodorico había confundido los paquetes! ¡En lugar de entregarle el envoltorio indicado (que guardaba unas ramas con espinas del arbusto lycium spinosum, muy frecuente en toda la Siria, diseñadas en forma de corona para apantallar a la tía creyente) le dio el que guardaba la camisa de dormir de Maricocas, la mujer que amara ciegamente en Josafat!

Y fue corrido de la casa y prontamente desheredado: Teodorico Raposo descendía a las miserias para dedicarse a la estafa… ¡poniendo en venta los mismísimos clavos con que clavaron a Cristo en la cruz!

Pero después de vender el septuagésimo quinto clavo, ya nadie creyó en el fatuo merolico.

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