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El vuelo de los fragmentos


Ziranda, se nos dice en la contraportada del libro, es el nombre del juego que en México llamamos “volantín”, en el cual se busca resistir a la fuerza centrífuga que se genera cuando los participantes, asidos a las cadenas que descienden de un poste, se impulsan corriendo y volando. Un juego cercano a la danza totonaca del volador que hace de la fuerza centrífuga una fuerza de ascensión y traslación entre los cuatro puntos cardinales, el poste que conecta con la tierra y el descenso de la lluvia y la fertilidad. Antes de que se poblaran de inflables, túneles, rampas y resbaladillas de plástico, en los parques infantiles había un volantín más o menos oxidado, situado en la zona más alejada como un objeto atmosférico peligroso: si se tomaba vuelo y se te soltaban las manos al cabo de algunas vueltas, el sueño de volar terminaba con raspones producidos al rodar por la grava. En el real mamotreto de la lengua española, ziranda aparece como un mexicanismo para “higuera”; las hojas de la higuera son lobuladas y parecen abrirse en cruz como el volantín cuando se despliega. En los diccionarios de modismos que consulté no encontré ninguna referencia. ¿Cómo se hizo con esa palabra Bolívar Echeverría?

El libro funciona como un mosaico de fragmentos o un ovillo de hilos de distintas dimensiones. Fragmentos, no aforismos, como se dice en el prólogo.  El aforismo tiene una velocidad única y sus trayectos son unidireccionales aunque persigan una desembocadura final radiada. De ahí su contundencia, su concentración imantada, y, en veces, su declive doctrinal (no es casual que en el tránsito de la velocidad absoluta a la inercia polar florezca actualmente un modo de escritura que sustrae del aforismo un tweet con pretensiones literarias). Los fragmentos, en cambio, tienen varias velocidades y dimensiones, persiguen la intensidad, no la concentración; sus tramos discontinuos e irregulares no buscan una totalidad, admiten múltiples ritmos, fuerzas (la fuerza aforística puede ser una) y formas: notas marginales, observaciones, esbozos, experimentaciones que descoyuntan la linealidad del discurso canónico, como hace el volantín al despegar los cuerpos de la atracción terrestre. El fragmento es una herramienta de la modernidad y, a la vez, un método crítico para escapar de ella. Bolívar Echeverría lo tenía muy claro y en la página web donde se recogieron sus trabajos utilizó la palabra “fragmentos” en el título Ziranda. Como se sabe, los filósofos de la escuela de Frankfurt, a los que Bolívar Echeverría prestó una fructífera atención, se valieron del fragmento. El título completo del libro mayor de Horkheimer y Adorno es Dialéctica del iluminismo. Fragmentos filosóficos; los libros y textos más bellos de Benjamin (Dirección única, Libro de los pasajes, Parque Central, las impresiones y protocolos de sus experimentaciones con el haschisch, las Tesis de filosofía de la historia) están construidos por fragmentos.

Es un acierto de Raquel Serur, a quien está dedicado Ziranda, y de los editores, prolongar el ritmo fragmentario de los textos con las obras de Alberto Castro Leñero: tintas, dibujos mezclados digitalmente con imágenes fotográficas, grabados, trazos que crean incisiones veteadas, muescas ramificadas, ondulaciones entre los textos, creando un plano de resonancias, zafándose de la mera ilustración. En 1993, Echeverría escribió un texto decisivo para entender la potencia del fragmento: La fragmentación de Alberto Castro Leñero, publicado en el catálogo de la exposición “La fragmentación”. Ahí, muestra que las obras del artista visual son una apertura sobre el horizonte de lo representado, pero una apertura que lo mismo permite la mirada que la obstruye. Así, esas obras no pueden sólo representar el mundo porque ellas mismas son fragmentos del mundo.

Obra de Alberto Castro Leñero.

El resultado es un híbrido potente y metamórfico con seis estancias: en “Desarraigos”, Bolívar Echeverría enhebra algunas líneas de sus trabajos sobre el barroco y el mestizaje como estrategias que dislocan la autoridad de lo heredado, como “toma de distancia irónica” ante las identidades tradicionales, para situarlos en el presente de una historia global en la que la diversificación ya no está entramada a un territorio, sino a la inestabilidad posmoderna. En uno de los fragmentos de esta estancia surge una observación inquietante: la estrategia barroca tiene como horizonte el suicidio; afirmar la vida conlleva suponer que la posibilidad de hacerlo es limitada. “Por eso”, escribe Echeverría no sin un resabio irónico, “tal vez el arte que habría que ir perfeccionando para el futuro próximo sea el arte del suicidio”. En “Un mundo raro” y “Desalojo” hay líneas que recorren el presente de México y de ese otro mosaico fragmentado que llamamos “Latinoamérica”: la cualidad “dinámica” de los derechos en la periferia que los convierte en privilegios, la forma en que los estados modernos han potenciado a los poderosos, el vaciamiento de las leyes y del patrimonio territorial de los estados nacionales latinoamericanos, los matices entre la cultura política puritana y la católica; líneas desde las que Alberto Castro Leñero ha trabajado también insistentemente en varias de sus series pictóricas. Con una economía de medios admirable, Bolívar Echeverría explica por qué, en nuestro país, “la corrupción no somos todos”; cómo se configuró desde sus orígenes en el estado español imperial (una genealogía de la corrupción que tiene paralelos muy significativos con la que elaboró Octavio Paz), y muestra cómo opera nuestra adicción a esa droga llamada “PRIxina”. Otro de los registros que alcanzan estos fragmentos es el del cine.

En las tres últimas estancias del libro, “Como en un espejo”, “Cavilaciones de Clío” y “De Corpus”, se anudan visiones y reflexiones: desde El ciudadano Kane, por ejemplo, Bolívar Echeverría hace una alegoría marxista del capital, el valor que se autovaloriza, y del valor de uso de las cosas concretas. Desde Things to come, una película de anticipación del futuro de William Cameron Menzies, se capta una de las derivas más pronunciadas del cine estadounidense: el anuncio de la catástrofe inminente esconde una catástrofe furtiva, más acuciosa y terrible, una catástrofe que está ya en marcha. Otras películas a las que se pasa revista son Soah, de Lanzmann, La pianista, de Haneke, Casablanca, en donde se muestra la profunda asimetría entre el ethos realista del héroe americano y el ethos romántico del revolucionario.

En un sentido fuerte, Ziranda es una exploración de los cuatro ethos (realista, romántico, clásico y barroco) desde los cuales Bolívar Echeverría trazó su teoría de la modernidad occidental. Una exploración que fragmenta y fractaliza esos modos de vida, esas condensaciones éticas, con la convicción, un tanto amarga, de que la modernidad se ha disuelto en la nostalgia de su aplazamiento ilimitado.

Ziranda, Bolívar Echeverría / Alberto Castro Leñero, México (2019); coedición:  Ediciones Era / Universidad Autónoma de Nuevo León.

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