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“Un día descubrí que tengo genes tanpendecuarenses”

Hijo de un boxeador y una ama de casa, Armando Ramírez (7 de abril de 1952 – 10 de julio de 2019) quiso contar, desde muy joven, las vicisitudes del barrio en que nació, creció y se despidió de este mundo: Tepito, ese casi fantástico lugar ubicado en el lado más áspero del corazón de la gran urbe. Desde Chin Chin el teporocho, La noche de califas y La tepiteada, hasta Sóstenes San Jasmeo, ¡Pantaletas! o Déjame (su última novela), Armando siempre colocó a sus personajes en una realidad de la que él mismo era parte, pero retorcida con el humor de un lenguaje alegre, juguetón, sorpresivo, novedoso e irreverente. Fue así, por medio del lenguaje, como llegó a la república de Tan Pendécuaro. Muy poco tiempo después terminaría por darse cuenta de que lo tanpendecuarense lo llevaba en la sangre. El siguiente texto, recreado a partir de un par de entrevistas con el escritor, da cuenta de ello.


Tan Pendécuaro está de luto. Ha perdido al más ilustre, afamado, dilecto y cabulero de sus cronistas: Armando Ramírez. Ahí, en la casi ignota república bananera, Armando era el único que ejercía este oficio de andar contando los dimes y diretes, los ires y venires, las profundidades y las superficialidades, las angustias y las glorias que les acontecían a los tanpendecuarenses. 

Por eso su fallecimiento caló hondo entre la población. Lo van a extrañar, sobre todo sus gobernantes. Ahora que ya no está entre ellos su insigne relator, ¿quién contará las hazañas, los destellos, las bienaventuranzas de, por ejemplo, los expresidentes Fito C. Quesadilla de Requesón, la Chachalaca, quien, según se cuenta, sacó al Pirrín del gobierno que ocupó por más de 70 años; o de Marianito Cachetón, el Pelele, quien, ahora se sabe, preparó el regreso del Pirrín al poder; o de Peñita del Chorizo del Bueno, nieto ilustre de los prinosaurios clásicos, quien se encargó no sólo de colocar de nuevo al Pirrín en la presidencia, sino de ejercer con vehemencia la todavía insuperada tradición de “el que no transa, no avanza”, aunque se olvidó —y ahí fue donde la puerca torció el rabo— de aquella otra máxima que dice “que roben, pero que salpiquen”?

Se fue, pues, el buen Armando, el pasado 10 de julio. Tenía 67 años. Justo en el momento en que Agapito Claridoso, otrora gobernante de la ciudad de Chingalópolis, funge como el mandamás de Tan Pendécuaro. ¡Se fue el buen Armando al otro barrio ahora que Agapito Claridoso había derrotado al Panuchón y al Pirrín! Ahora que los había hecho tragar camote. Ahora que había aprendido a apretarlas para que no se la dejaran ir de nuevo en las elecciones. Y la angustia carcome a los tanpendecuarenses, pues saben que van a faltar las notas, los relatos, las anécdotas, los apuntes, la acción hecha palabra de Armando Ramírez. 

¿Quién podrá contar las cosas como él? ¡¿Quién?! Por eso hay que recordarlo. Porque en Tan Pendécuaro todo se olvida muy pronto. Sus habitantes están sumidos en la inmediatez de la sobrevivencia. Son como alienígenas hijos de la mala vida, decía Armando, a los que van corrompiendo mentalmente: “En su mundo cotidiano, el tanpendecuarense tiene que estar repartiendo dinero. Da cinco pesos para que le cuiden el carro si se estacionan en un lugar prohibido, da una mordida para vender en la calle o para tener una licencia para abrir un negocio, ofrece dinero al poderoso para que le ayude…”.

He ahí su modus operandi. He ahí su circunstancia. Nada que ver, como es evidente, con la realidad de nuestro México, que Armando Ramírez también cronicaba, que también recorría, al que retrataba en sus escritos, en sus apariciones en pantalla para la televisión, en los programas de radio que animaba. Armando Ramírez era la voz del barrio, de Tepito y sus comarcas circunvecinas, de sus calles, de sus plazas, de sus costumbres, de sus desgracias, de sus fortunas, de sus indescifrables ritos, de sus inexpugnables leyes no escritas. 

Muy chavito se dio cuenta Armando de que él era distinto al resto de la palomilla. Y cuando apenas tenía 19 años se atrevió a publicar Chin Chin el teporocho (1971), una novela que sacudió la pulcritud literaria, que le quitó de plano aquel tufo intelectual y pomadoso a la narrativa dominante con su lenguaje rasposo, neto, visceral, alburero. Este acontecimiento le franqueó el paso hacia los dominios de las cumbres de la intelectualidad, con las que empezó a codearse, sin dejar nunca de ser miembro de la tribu tenochca. Ya puesto en este camino, el cineasta Gabriel Retes convertiría en película, en 1976, las historias narradas por Chin Chin, el otrora joven tepiteño que, herido de amor, se tira al alcoholismo y la drogadicción.

Pero decíamos que Armando tenía dos nacionalidades: la tanpendecuarense y la mexicana. Por eso mismo no tenía rubor alguno en reconocer que en nuestro México, contrario a lo que ocurre en Tan Pendécuaro, hay una democracia bien conformada. Y no sólo lo aceptaba como un hecho irrefutable, sino que hasta tenía ejemplos muy claros. Decía: “En México el cambio sí funcionó. Por eso Vicente Fox es reconocido hoy en todo el mundo como una lumbrera entre los estadistas más destacados. Por el contrario, en la pobre Tan Pendécuaro, el expresidente Fito C. Quesadilla de Requesón nada más no rebuzna porque no se sabe el abecedario completo y aún no llega a la eme para hacerle ‘¡Mmmmmmm!’”. 

Una cosa más que distingue al mexicano del tanpendecuarense es, según contaba Armando, que al revés de lo que pasa en México, en Tan Pendécuaro la filosofía de los cangrejos es ley: “Ahí es muy común meterle el pie al contrario para que fracase, hacer chonguitos para que la obra vaya mal. Es inusual la competencia sana en la que se pueda ver realmente quién es el mejor. No. En Tan Pendécuaro se trata de ver quién la riega más para que otro llegue al poder”.

He ahí la razón por la que Agapito Claridoso, ahora en el poder, tuvo que desarrollar técnicas de budismo zen. Durante mucho tiempo su mantra favorito fue “Voto por voto, casilla por casilla”. Pero cuando aprendió a meditar, hasta alcanzó la levitación. Armando tenía muy presente aquella tarde en que Agapito Claridoso comenzó a elevarse y elevarse. Fue a finales del lejano 2006, cuando lo coronaron rey de cacahuate en la plaza del Zócalo de Tan Pendécuaro y levitó y levitó tanto que su intelectual favorita, la reina polaca Culchakovski, comenzó a espantarse. Y de tanto que se asustó, salió a decir: “El Agapito está turulato. Ya lo perdimos, Houston, ya lo perdimos”. Y veámoslo ahora, cosa de no creerse: Agapito Claridoso es por fin presidente de su nación. ¡Cosas de los tanpendecuerenses!

Todo esto que parece una caricatura, todo esto que parece humor, no lo es: es la puritita verdad de Tan Pendécuaro. Y a Armando, como a todo tanpendecuarense que se respete, no le quedaba más remedio que reírse, que carcajearse, en su caso, a través de sus libros (como lo hizo en El presidente entoloachado y en La chachalaca, el pelele y el legítimo) de lo chistosa que suele ser la vida en la república bananera. 

“Yo me creía Mexicano al grito de guerra —decía Armando—, pero un día descubrí que tengo un gen tanpendecuarense. Eso sí, por más que volteo no me veo la cola de prinosaurio que crece en todo tanpendecuarense. ¡Me imagino que si un día llego al poder igual y me comienza a crecer tamaña colota!”.

Ya no podrá averiguarlo. Armando Ramírez nos ha dejado, como escribieron sus carnales de Tepito Arte Acá, en la orfandad de su verbo y de su siempre iluminadora presencia: “Ahí luego te alcanzamos, compa —le dicen desde el colectivo que ayudara a fundar en los años setenta—. Y te echaremos en falta, pero nomás tantito”. 

Y sí, nomás tantito. Ya lo decía el propio Armando en su Noche de califas: “La muerte es una puta que nunca se olvida de cobrarte la venida”. ¡Ay ojitos pajaritos!

Publicado originalmente en la revista impresa La Digna Metáfora, julio de 2019.

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