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El diablo alborota Moscú

No existe ninguna obra comparable a El Maestro y Margarita. Una tarde de primavera, el Diablo, arrastrando el fuego y el caos a su paso, sale de las sombras hacia Moscú. Esta sátira fantástica, divertida y devastadora de la vida soviética, ha sido adaptada para el cine, también ha inspirado un sinfín de versiones para televisión, radio, teatro, narrativa, poesía, ballet y música, de clásica al rock. Una verdadera joya que sitúa a su autor, Mijaíl Bulgákov, entre los grandes escritores rusos —y no rusos— de todos los tiempos. En este 2021, justamente, se celebra-conmemora su 130 aniversario natal; aquí lo recordamos…


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Nació hace 130 años, el 15 de mayo de 1891, en Ucrania, falleciendo a los 48 años de edad, en 1940, en la Unión Soviética.

Su nombre: Mijaíl Bulgákov.

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En los años de la década de los treinta del siglo XX, Mijaíl Bulgákov es fundamentalmente un autor de teatro y del teatro vive. “Sin embargo, no ha abandonado la narración. Luego de quemar el primer borrador de El Maestro y Margarita —dice Julio Travieso Serrano en el prólogo de la edición de Lectorum de esta novela en 2004—, vuelve a escribir otra versión, sobre la que trabaja una y otra vez. Insatisfecho, una variante se sucede a la otra hasta alcanzar ocho. Hacia fines de 1939, la obra está casi terminada y él se ha quedado ciego [a los 48 años de edad]. No se deja abatir y le dicta las últimas correcciones a su esposa, Elena Bulgákova, que le servirá de modelo para el personaje Margarita de su famosa novela”.

Un año después, en 1940, moría este “grandioso y trágico” literato ruso (“perseguido, vilipendiado, humillado”) de una rara enfermedad: nefroesclerosis hipertónica, que primero deja ciego al enfermo y luego lo postra. Pero Bulgákov, señala Travieso Serrano, “no sólo escribe la última versión de El Maestro y Margarita, también prepara la Novela teatral. Ninguna de las dos obras se publicará durante su vida. Ambos manuscritos quedan en poder de Elena Bulgákova que los guarda celosamente en la espera de otros tiempos”.

Otros tiempos significan más de cinco lustros. “Habría también que hurgar mucho en la historia de la literatura para hallar un caso semejante —dice Travieso Serrano—, el caso de una obra de gran calidad, como El Maestro y Margarita, de un autor ya conocido, que sólo es publicada veintitantos años después de ser terminada. Este no es el caso del joven Proust rechazado por Gide, rechazo que, prontamente, se subsana. No es el caso, en los últimos años, de una deliciosa obra como La conjura de los necios, rechazada por los editores y que sólo llega a ser publicada muchos años después de la muerte de su autor. En su momento, Proust y J. Kennedy Toole eran autores desconocidos; Bulgákov, en cambio, un autor de larga trayectoria”.

Veintitrés, 27 años, “son pocos años en la historia de la literatura, pero muchos para que una obra pueda ver la luz. Finalmente, en 1963, la revista Novi Mir publica la Novela teatral y, en 1967, la editorial Literatura Artística de Moscú ofrece al lector El Maestro y Margarita en forma de libro”.

Por desgracia, Elena Bulgákova muere en 1970 “y no pudo ver la total consagración de su esposo, tanto en su país como en el extranjero. No pudo ver sus Obras completas en ruso, ni en inglés, ni las innumerables ediciones tanto en Rusia como fuera de ella”.

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La novela es, ciertamente, grandiosa. Trata de la visita del diablo a Moscú y la parafernalia que se arma en su entorno. En los Estanques del Patriarca, en un caluroso atardecer de mayo, en la alameda paralela a la calle Málaia Brónnaia, dos personas se aproximan a una tienda para beber cualquier cosa. Uno es el editor Mijaíl Alexándrovich Berlioz y el otro el joven poeta Iván Nikoláievich Ponirev, que firma bajo el seudónimo de Desamparado. “Como posteriormente se supo, aquella charla era sobre Jesucristo —refiere Bulgákov—. El asunto es que el editor le había encargado al poeta un gran poema antirreligioso para el próximo número de la revista. Iván Nikoláievich lo escribió en un breve plazo, pero, desgraciadamente, al editor no le gustó nada. Al principal personaje de la obra, es decir a Jesús, Desamparado lo representaba con un matiz muy negro y, sin embargo, según el editor, era necesario reescribir todo el poema”.

Es difícil decir qué había motivado a Desamparado, “si la fuerza de su talento o el total desconocimiento del tema tratado, pero su Jesús era muy real y caracterizado por sus rasgos negativos. Berlioz quería demostrarle al poeta que lo importante no era si Jesús fue bueno o malo, sino que Jesús, como tal, como persona, nunca existió y todos los relatos sobre él no pasaban de ser más que simples invenciones, un puro mito”.

—No hay una sola religión oriental —decía Berlioz— en la que, como regla, una virgen no haya traído al mundo a un dios. Los cristianos no inventaron nada nuevo y de la misma manera crearon a su Jesús quien, en realidad, nunca existió. Eso es lo que hay que subrayar…

La voz de tenor de Berlioz “se difundía por la desierta alameda y a medida que profundizaba en el tema, lo cual sólo lo puede hacer una persona muy culta sin riesgo de quedar en ridículo, el poeta supo más y más cosas útiles e interesantes sobre el egipcio Osiris, el bondadoso dios hijo del Cielo y la Tierra; sobre el dios fenicio Famus; sobre Marduc e incluso sobre el menos conocido y terrible dios Huitzilopochtli muy venerado alguna vez por los aztecas en México”.

—Tú, Iván —dice Bulgákov que dijo el editor Berlioz—, has trazado muy bien y satíricamente, digamos, el nacimiento de Jesús, hijo de Dios, pero el asunto es que, antes de Jesús, nació toda una serie de hijos de Dios, por ejemplo Adonis, el ateniense; Attis, el frigio; Mitra, el persa. En pocas palabras, ninguno nació ni existió, entre ellos Jesús. Sería indispensable que tú, en lugar del nacimiento, o, digamos, la llegada de los Reyes Magos, destacaras lo absurdo de los rumores sobre este suceso. En cambio, por tu relato, resulta que Jesús nació verdaderamente.

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En ese preciso momento, un extranjero irrumpe en la plática de ambos hombres de letras para, con sus intervenciones, cuestionar lo que están diciendo. Además, augura que ya no va a haber ninguna reunión nocturna en Massolit (agregado de “literatura masiva”), las oficinas de la revista donde se reúnen los literatos, porque Berlioz va a morir, sentencia el imprudente extranjero, con la cabeza cortada.

A partir de ahí se desarrollan unos diálogos aparentemente incoherentes que, conforme se van sucediendo los 32 capítulos de la novela, se van hilando con impecable manejo escritural, otorgando la posibilidad incluso de que leamos algunos fragmentos de la novela sobre Poncio Pilato y Jesucristo que escribiera el Maestro, que aparecerá en el manicomio para entablar amistad con el poeta Desamparado, a quien nadie le cree que ha visto personalmente al demonio y lo encierran por considerarlo un demente sin remedio.

En El Maestro y Margarita, dice Travieso Serrano, “está el propio Bulgákov. Si hay un libro en el cual no se cumple la máxima de Roland Barthes: ‘Quien habla no es quien escribe y quien escribe no es quien es en la vida real’, es éste. La biografía de Bulgákov se identifica con la de su personaje, el Maestro. Los dos son escritores. Ambos, Bulgákov y el Maestro, son acosados y conducidos al último grado de la desesperación. Ambos son amados intensamente por una mujer que les sirve de refugio y consuelo. En la vida real, Elena Bulgákova abandonó el lujo de un hogar acomodado para unirse a la pobreza de Bulgákov. En la ficción, Margarita abandona a su esposo y la vida lujosa que lleva para unirse al Maestro que vive pobremente. La novela de éste sobre Poncio Pilato es reprobada, vilipendiada, por malsanos críticos, al igual que lo fue la propia obra de Bulgákov. El Maestro quema su manuscrito y también Bulgákov quemó la primera versión de su novela”.

No sólo eso.

Donde vive Voland, que no es otro sino Satanás, y los otros demonios en la novela (en un edificio de la Avenida Sadovaia 302 bis), en algún momento también vivió en la vida real Bulgákov.

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El Maestro visita al poeta Desamparado en su habitación del manicomio. Y empieza a platicar de su vida, de cómo fue arruinado por los críticos, lanzado al abismo por la autonomía de su literatura; pero, sobre todo, habla de ella, que a la postre sabríamos su nombre: Margarita, la mujer que cambiaría su corazón. “En las manos ella traía unas desagradables flores —dice el Maestro—, inquietantes, amarillas. Flores amarillas. Un mal color. El diablo sabrá cómo se llaman, pero son las primeras que aparecen en Moscú. Hacían un fuerte contraste con el abrigo negro de primavera de ella que en la calle Tverskaya dobló hacia una callecita y se volvió. ¿Conoce la Tverskaya? Por allí pasan miles de personas, pero le aseguro que ella sólo me vio a mí y me miró no con inquietud, sino más bien con dolor. A mí me asombró no tanto su belleza como la soledad en sus ojos, rara, nunca vista”.

Obedeciendo quizás a un impulso ciego, el Maestro también dio vuelta en la callecita y la siguió. “Íbamos en silencio por aquella torcida y aburrida callejuela, yo por una acera, ella por la otra. Imagínese, no había un alma en toda la calle. Yo sufría porque me parecía que necesitaba hablarle y me preocupaba no abrir la boca y que ella se fuera y nunca más volver a verla”.

De repente, ella le habló:

—¿Le gustan mis flores?

El Maestro recuerda con claridad cómo sonó su voz, “más bien baja, entrecortada y, aunque esto sea tonto, me pareció que su eco corría por la callejuela y rebotaba en las sucias paredes amarillas”. Con rapidez se acercó a ella y le contestó: “No”. Ella lo miró sorprendida y, de pronto, comprendió que “toda mi vida había amado precisamente a esa mujer”. Ella, ante tal respuesta, lo miró nuevamente sorprendida. “¿No ama las flores en general?”, preguntó. “Sí, pero no ésas, sino las rosas”. Entonces, dice el Maestro, “lamenté lo que había dicho porque ella sonrió con aire culpable y arrojó sus flores en una cuneta. Algo desconcertado las recogí y se las puse en las manos, pero, sonriendo, las rechazó y yo las llevé en mis manos. En silencio seguimos caminando un tiempo hasta que ella tomó las flores de mis manos y las arrojó a la calle. Después puso su mano, enfundada en un guante negro, en la mía y continuamos uno al lado del otro”.

—Prosiga —dijo el poeta Iván.

—¿Proseguir? Lo que sucedió después usted mismo lo pudiera adivinar —dijo el visitante y de súbito se secó una lágrima con la mano derecha—. El amor saltó ante nosotros, al igual que aparece un asesino en un callejón, y nos paralizó a ambos. Así fulmina el rayo. Así corta una navaja finlandesa. A propósito, más tarde ella afirmó que no fue así, que nos amábamos desde hacía mucho tiempo, sin conocernos, sin habernos visto.

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Ella dijo que había salido ese día con las flores amarillas en las manos para que el Maestro la encontrara y si eso no hubiese sucedido ella sencillamente se habría envenenado porque, dijo, su vida estaba vacía. Se amaron intensamente, aunque ella vivía con su esposo. Fue también ella la que lo animara a terminar su novela sobre Poncio Pilato. “Ella le auguraba la gloria, lo apremiaba, y fue entonces que comenzó a llamarle Maestro. Con impaciencia aguardaba las ya prometidas y últimas palabras sobre el quinto procurador de Judea. Como si cantara, repetía en voz alta, frases que le habían gustado y afirmaba que en aquella novela estaba su vida”.

El manuscrito, finalmente, iba a ser la causa del derrumbe moral del Maestro. El editor dudaría de su contenido (los últimos días de Jesucristo en la URSS comunista, donde Dios es sólo parte de un cuento en una nación atea), y los evaluadores, los críticos Latunski y Arimán y el literato Lavróvich, lo rechazarían categóricamente. Y, no conformes con ello, se dedicarían a escribir en sus respectivos espacios periodísticos una serie de diatribas en contra de dicho autor, el Maestro, puntualizando, tal como escribió el crítico Arimán, que el “enemigo” trataba de “introducir en la literatura la apología de Jesucristo”. Lávrovich, por su parte, proponía “golpear, y fuerte, al ‘pilatismo’ y al pintor de iconos que pretendía introducirlo (otra vez la maldita palabra) en la letra impresa”. El Maestro se encontró en un tercer periódico con otros dos artículos, uno de Latunski y otro firmado por M. Z., en los que los trabajos previos tanto de Arimán como de Lávrovich “podían considerarse bromas en comparación con el escrito por Latunski”. Basta con decir que se intitulaba “El viejo creyente belicoso”.

Margarita no se separó de su lado y, enojada, prometió envenenar al crítico Latunski. “Llegaron los días otoñales, sin alegría —prosiguió el Maestro contando al poeta Iván—. El monstruoso fracaso de la novela fue como si secara la mitad de mi alma. En realidad, no me quedaba nada que hacer y yo vivía de encuentro en encuentro. Entonces ocurrió algo conmigo. Comencé a entristecerme y a tener ciertos presentimientos. Los artículos no cesaron. Con el primero me reí, pero a medida que iban apareciendo mis reacciones fueron cambiando. En el segundo fue la etapa de la sorpresa. Algo raro, falso e inseguro se sentía literalmente en cada uno de sus párrafos, a pesar de su tono amenazador y seguro. Me pareció, y eso no me lo puedo quitar de encima, que los autores de los trabajos no decían lo que deseaban decir y que su furor era provocado precisamente por esto. Luego llegó la etapa del temor. Compréndame, no el temor por aquellos artículos, sino el temor frente a otras cosas que no tenían nada que ver, en lo absoluto, con ellos ni con la novela. Por ejemplo, comencé a temerle a la oscuridad. En pocas palabras, llegó la etapa de una enfermedad psíquica. En especial, cuando me quedaba dormido me parecía que un pulpo, frío y resbaloso, se acercaba directamente con sus tentáculos a mi corazón. Entonces, dormir era un infierno”.

7

Una noche quemó en la hoguera su novela. Margarita, al verlo destrozado, le pidió que tuviera serenidad. Que ella lo arreglaría pronto. Por fin dejaría a su marido.

—Mira cuánto hay que pagar por la mentira —dijo— y no quiero mentir más.

Prometió estar con él a la mañana siguiente, cosa que hizo después de dejarle un recado a su esposo en el cual le decía que lo abandonaba porque, simplemente, ya no lo quería. Pero era demasiado tarde: cuando ella llegó, liberada por fin del yugo matrimonial, el Maestro ya no estaba más en su casa.

Luego sucedería un sinnúmero de catástrofes en la ciudad que tendría a la milicia bastante ocupada: magos que cortan cabezas, más de dos mil personas que de pronto aparecen desnudas en la calle, un gato (llamado Hipopótamo, que es, a propósito, ciertamente un bello nombre para un felino) que habla y se sirve a sí mismo copas y paga su pasaje en el autobús.

El diablo andaba suelto en Moscú.

Y con nombre propio: Voland, quien queda encantado con Margarita (tal vez una hermosa bruja en sus adentros sin ella misma saberlo), que, respaldada por el mismo Satanás, va en busca del Maestro, el amor de su vida.

Y Bulgákov ha creado una bella novela donde Dios y el Diablo no son lo que el común de la gente suele decir. Sólo que Bulgákov, tal como su personaje el Maestro, no supo en realidad si lo que había escrito valía la pena. Veintisiete años después de muerto, hacia 1967, su novela El Maestro y Margarita —que había tardado 11 años en escribirla, de 1929 a 1940, precisamente el año de su muerte— comenzaba a ser gratamente leída, sorprendidos los lectores ante su magistral escritura, conmovidos por la perfecta construcción literaria y asombrados ante el portento de su contenido.

Aún hoy, el deslumbramiento es significativo.

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