Abril, 2025
a Paulina Arancibia C-M 27
“Ninguno de los dos cree en Dios, ni en una feliz vida eterna después de la muerte,
lo cual es una razón excelente para prolongar ésta lo máximo posible”
Holly, Stephen King
1. Intruso
Mírate, Kurt. Eres un ícono. La puta estrella que ansiaste ser. Miles de fanáticos te aclaman y rugen tus canciones. Cántales tu queja y dolor. Rasga las cuerdas de tu guitarra como alivio y condena a una vez. Para eso han pagado su boleto. Te convertiste en la insatisfecha necesidad de millones de personas que sintonizan con tu vacío. Te adoran. Y lo sabes, muchacho, eso es gracias a mí.
Por eso estoy en este concierto. Atestiguo tu éxito ya inobjetable, aunque no seas Presley, Mercury o Jackson, ni alguno de esos ejemplos del thrash. Consigno cómo bebes la fama que ya no soportas y que, sin embargo, te mantiene adicto desde antes de probarla.
El reflector sigue cada uno de tus movimientos convulsos. Te empalidece aún más y evidencia la humedad de tu melena rubia que sacudes con impulsos eléctricos.
La mezcla de sudor y humo de hielo seco sobre tu cara te obliga a cerrar los ojos. Quisieras retorcerte sobre la duela, pero no te lo permites. Esta vez no sería para mostrar tu virtuosismo tirado sobre las tablas, sino simple laceración. Tienes mala postura. El estómago arde, te condiciona y estruja desde tu interior.
Como bálsamo, patea ese monitor. Acércate a la batería y batéala con tu guitarra y, mejor todavía, con tu furia. Destila toda la vida que aún hay dentro de ti.
El sonido apenas si gravita un instante en el escenario. Te parece casi irreal, porque de inmediato se proyecta hacia la muchedumbre que salta embravecida y devuelve tu voz distorsionada. Es un fenómeno raro y alucinante que te marea y hace caer entre cables y luces convertidos en criaturas demoníacas de las que tratas de librarte. Botellas escurridas de champaña revolotean a tu alrededor y chorrean tu suéter oversize y tus jeans desgarrados como los fraseos de tus letras.
Esa masa dispareja salta y grita con fervor en la oscuridad de la arena. Corea tus canciones como si fueran mantras sacros. Sus gestos dibujan una sola expresión: la del éxtasis. Pero no adviertes en esos rostros ni una chispa de empatía o comprensión y eso te decepciona. Qué desilusión.
Te aman, sí. Te idolatran, sin duda. Aunque tienes la certeza de que saben muy poco de ti o del ulcerado pasajero interior que te carcome. Crees que eres un ídolo hueco. Reflejas anhelos y frustraciones impersonales colocado en un pedestal que no te eleva, sino que te causa vértigo. Y caes, de nuevo.
Me miras en la zona VIP. Sombra de una sonrisa enigmática y mirada penetrante. Luces confuso, pero me reconoces. Sabes que soy yo quien te concedió talento y creatividad. La vocecilla y rabia que te impulsan. La fuerza que te arrastra inexorable por la popularidad y el abandono rumbo a tu destino.
2. Gatillador
Kurt solía considerarme parte del ciego alarido de sus tripas. No la causa principal, pero sí como los afilados colmillos de una dentadura cotidiana que le prensaba el cuello desde que era niño Ritalin y acumulaba el frío devastador de vivir en casas ajenas, de silencio envolvente.
Eran reproches que ya no me hace. Dejó su patetismo y ahora asume que, más bien, lo detono para que estalle su interior y salga de aquello que le angustia e intimida, al menos por unos instantes. Un alivio, efímero desde luego, que tiene su alto precio. Como devorar esos tazones humeantes de Mac & Chesse, cuando bien sabe la inflamación que le causan a su sistema digestivo. O lo del alcohol y las otras sustancias consumidas, que no dejan de ser contenido de periódicos y revistas amarillistas, así como parloteos morbosos en la televisión.
Es destructivo, pero ya no le importa. Su desaliño no podría significar otra cosa. Entendió que la felicidad no se puede comprar. Con un par de tenis le basta y sobra.
Para lo del rompimiento de sus padres, los mitotes prejuiciosos de homosexualidad en su entorno (“rarito”, “diferente”, “delicado”), pero sobre todo para la soledad y la frustrante incomprensión incluso de su enjambre de admiradores, temas inmanentes en él, tuvo una guitarra, una batería o, desde luego, su voz.
Sólo que esos instrumentos habrían sido estériles sin las dosis de energía creativa, inspiración luminosa e inventiva auténtica que yo le inyectaba, no pocas veces en contra de su atormentado y decepcionante deseo de paz y quietud. Porque también le suministré, ciertamente, ansiedad y depresión. Lo llevé a su lado oscuro, como al final del arco iris, para que encontrara su vasija de oro. Dio con ella, entre acordes y poesía.
Ahora está cansado. No puede dormir. Se sienta sobre la alfombra y bebe té de poleo. Es posible que quiera terminar con los cólicos y la dispepsia que le aquejan. Pero más probable es que ansíe abortarme.
3. Reflejo
Gary, el horrorizado electricista, te descubre en el invernadero. Su labor de instalación de luces y alarmas te protegería de intrusos externos. Aunque nadie pudo custodiarte de los que guardabas bajo la piel. Encuentra un mapa desconocido de sangre coagulada, astillas óseas y masa encefálica batida. El Remington modelo 11 calibre 20 yace sobre tu pecho.
Tu célebre rostro, inmortalizado en fotografías, pósters y videos, no existe más. El rifle que le encargaste a tu amigo Dylan lo borra. Bang. Jalas el gatillo como dualidad liberadora y tanática. Sientes diluirte. Te apuntas tembloroso, pero ya sin dudas. Lo empuñas. Gritas que me aleje. Elevo los brazos para alcanzarte. Me arrastro hacia ti. Luces de colores te nublan la razón. Tu corazón late salvaje. Estás en trance.
Soy tangible, como la sombra que proyectas, te respondo. No eres real, me dices.
Te reconoces en mí. Un reflejo.
Tus ojos azules miran mi carne viva, las llagas supurantes y las indeseables protuberancias que no logran cubrir los mechones de cabello dorado y placoso. No puedes más. Aparezco. La desesperación no se marcha. Intentas calmar la náusea y rellenar el vacío. Bebes el té. Preparas la carta para Boddah. Tu voz no es la de una generación, decretas. La pasión se acabó. Hipersensibilidad. El ídolo se desintegra en el hombre.