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Entre las salas de cine y las plataformas digitales: las memorias del romano Cuarón


Amor maternal

Suena cruel, pero olvidamos a conveniencia. Y todos lo hacemos.

No habría, entonces, por qué sorprenderse de las raquíticas memorias de infancia que el realizador mexicano Alfonso Cuarón (1961) nos presenta con apabullante grandilocuencia cinematográfica en su octavo largometraje de ficción —y el tercero filmado en México—: Roma (México-Estados Unidos, 2018), ya consagrado gracias a conseguir, por vez primera para la nación, el León de Oro en el Festival Internacional de Cine de Venecia, en su septuagésimo séptima edición, con un jurado presidido por su amigo, colega e incluso socio Guillermo del Toro —el tapatío fue quien le sugirió nombrar como Esperanto Filmoj a su casa productora instalada en Los Ángeles y, junto con González Iñárritu, intercambian agradecimientos y créditos de coproductores en sus respectivos filmes— y enfilado con una amplia certeza a lograr el premio Goya, de España, y el Oscar estadounidense a la Mejor Película Iberoamericana y en Lengua no Inglesa, respectivamente.

El propio autor así lo declara. En la conferencia de prensa que ofreció durante el XVI Festival Internacional de Cine de Morelia (FICM), en el Teatro Ocampo, el 23 de octubre [de 2018], me respondió: “La herramienta de la película es la memoria, pero la única manera de acercarte a la memoria es desde el punto de vista del presente, no hay otra manera, es imposible”.

Una película triunfadora en el medio internacional, pese a estar filmada en blanco y negro y tratar un tema aparentemente superficial en los años especialmente represores que recrea: el amor maternal que Cleo (Yalitza Aparicio), una empleada doméstica proveniente de Oaxaca, le entrega sin reserva a un cuarteto de niños rubiecitos, de clase media alta, en una vieja casona de la colonia Roma de la Ciudad de México. 

La conexión es más profunda sobre todo con los dos más pequeños: Sofi (Daniela Demesa) y Pepe (Marco Graf), alter ego del director cuando infante, personaje inquieto y sibilino, que en un par de diálogos recuerda cuando era adulto y moría ahogado como marinero, por ejemplo, y que sin reparos juega, abraza y charla con la mixteca bilingüe, quien funge como empleada y como madre alterna dado que la señora Sofía (Marina de Tavira, en un papel parecidísimo al cameo de madre regañona y malencarada de Amanda en Cómo cortar a tu patán), química de profesión, enfrenta el abandono del señor Antonio (el productor discográfico Antonio Grediaga), un médico del Seguro Social que utilizará como pretexto un viaje a Canadá para no volver, enamorado de una jovencita que ni nombre alcanza en la cinta.

Es por ese motivo que insisto en la memoria selectiva: los recuerdos del cineasta, radicado hace largos años en Londres, se reducen a su madre, a su hermana, a su empleada-nana —Liboria (Cleo en esta cinta), a quien dedica la película y figura recurrente en sus cintas mexicanas: la Leodegaria de Y tu mamá también (2001), la “mujer del edificio” en Sólo con tu pareja (1991) y una de las voces que aparecen en Año uña (2007), el interesantísimo debut de su hijo Jonás—, y, conforme los personajes van resultando más lejanos a esta órbita, van perdiendo atracción gravitacional y comienzan a ser meros objetos para acompañar el memorioso recuento.

En la rueda de prensa ya citada del FICM, tras preguntarle sobre el significado de que a medio siglo de la matanza de Tlatelolco hayan reaparecido los Halcones en forma de porros en Ciudad Universitaria, Cuarón prosiguió su respuesta: “Entonces, sí, en realidad el comentario de la película es acerca del presente, no del pasado. Del pasado a partir de una reflexión del presente. Lo que me queda claro, y más claro que nunca después de estar haciendo la película y de habernos sumergido, junto con muchos del equipo de trabajo, en archivos de la época, en documentales de la época, en estadísticas de la época, no es que la realidad mexicana no haya cambiado sino que los problemas se han agudizado tremendamente. 

“Esta transición política que estamos viviendo ahora (si alguna reforma democrática realmente termina sucediendo) es una consecuencia de todos esos movimientos que se convirtieron en cicatrices durante tantísimas décadas y, digo, podemos irnos más atrás, al movimiento de los ferrocarrileros, al de los maestros, al cuartel de Madera, al 2 de octubre, al Jueves de Corpus, al levantamiento zapatista, todos esos son los que han sido los pilares y han dado los apuntes de la posibilidad de una reforma democrática. 

“Ahora, qué va a suceder, yo tengo esperanza, por supuesto que tengo esperanza, quiero tener esperanza, ahora, esperemos que sí sea realmente una transición, una reforma y que no sean nada más cambios de forma. El país definitivamente necesita cambios realmente sustanciales. Yo tengo mucha esperanza, pero vamos a ver qué sucede”.

Las nuevas complejidades de la proyección

Lo complejo y costoso del filme, producido y distribuido por empresas californianas: Participant Media, ubicada en Beverly Hills, y Esperanto Filmoj, en Sherman Oaks, y con distribución mundial de Netflix, en Scotts Valley, contó con un presupuesto de 15 millones de dólares —300 millones de pesos que la hacen la más cara del cine mexicano, dejando atrás los 103 millones de la animación Ana y Bruno (México, 2017), de Carlos Carrera, o los 96 invertidos en Cinco de mayo: la batalla (México, 2013)—, implicó un problema aún más notorio: la problemática de filmar una obra técnicamente tan detallada que se disfruta más en cines de última tecnología que en el streaming por Internet que Netflix ofrecerá desde el 14 de diciembre a todos sus suscriptores —137 millones en más de 190 países— y le ha significado enfrentamientos con otros modelos de distribución de películas.

Baste recordar que Roma iba a ser la película que inauguraría el LXXI Festival Internacional de Cine de Cannes en mayo pasado, pero su director, Thierry Frémaux, no logró negociar que la obra se estrenase primero en los cines franceses y acatara la ley de esperar 36 meses para distribuirla en plataformas digitales. Sin embargo, fue la LXXVII Mostra de Venecia la que acabó incluyéndola en su Competencia Oficial —entre otras seis producciones de Netflix— y premiándola como Mejor Película.

De modo que, con este gran logro y en plena carrera hacia el trofeo del Oscar a Mejor Película Extranjera —el 14 de septiembre se anunció que fue elegida por los miembros de la Academia Mexicana de Cinematografía—, comenzó a planearse el estreno de la cinta “en cines selectos” un par de semanas antes de ser lanzada de manera masiva por la plataforma que domina el negocio de contenidos digitales. Para ello, Netflix pagó el equipamiento de algunas salas fuera del circuito comercial, comenzando en la Ciudad de México por el Cine Tonalá y Cinemanía Loreto, en un circuito que se extendió a 40 pantallas el 20 de noviembre y que tras una publicación autovictimizadora en Twitter del propio Cuarón —“Quiero muchas más funciones en México, tenemos todas las salas que hemos podido conseguir que, tristemente, son 40. Para poner las cosas en perspectiva, en Polonia se exhibirá en 57 salas y en Corea del Sur en 50. Roma está disponible a todas las salas que la quieran exhibir”—, se extendió a 96 salas en 30 entidades de la República.

Pero también inició una innecesaria disputa con el duopolio del circuito comercial, que controla más del 90 por ciento de las pantallas cuando un par de días antes, el 18 de noviembre, Netflix lanzó un comunicado afirmando que le daría mucho gusto que Cinépolis y Cinemex programaran Roma desde el 21 de noviembre, apenas 23 días antes de su lanzamiento masivo en línea. 

Cuatro días más tarde, Cinépolis lanzó su respuesta en la que la calificaba de una “joya de la cinematografía moderna” y ofrecía estrenarla el 29 de noviembre en 75 ciudades del país y a donar el 50 por ciento de la taquilla a organizaciones que apoyan a las trabajadoras domésticas, pero sólo si Netflix atrasaba su estreno 90 días, como ocurre en el mercado cinematográfico tradicional. El silencio fue toda la respuesta.

No fue un caso aislado. En Estados Unidos la cadena independiente Alamo Drafthouse consideró exageradas las condiciones exigidas para estrenar la cinta, lo mismo que las seis cadenas de Colombia; tampoco se estrenará en Argentina, y en España apenas cuenta con dos salas en Madrid, otro par en Barcelona y una en Málaga.

Cuando le solicité su opinión en torno a esta disputa, Cuarón expresó: “No creo que sea un Netflix contra Cannes sino es un conflicto entre dos modelos de mercado que está en un momento muy temprano y en el que cada uno está planteando sus posturas. Mira, yo estoy seguro que ese conflicto (no sé si va a tardarse meses o años) se va a resolver, porque la historia sigue avanzando; por un lado, hay que entender que las plataformas son parte de lo que es el futuro del cine, y, por otro lado, las plataformas tienen que entender que hay una experiencia en los teatros que es fundamental para la verdadera experiencia fílmica. Entonces creo que es algo que tiene que encontrar su balance”.

Fotograma de la nueva película de Cuarón. / Foto de Nexflix.

La necesidad de la mitificación

Muchos comentaristas mediáticos han hecho de Roma una entelequia. La declaran heredera del gran neorrealismo italiano, la mejor película mexicana de la historia, una obra maestra absoluta, una crítica intimista y muy valiente sobre el clasismo y el racismo mexicanos, una perfecta reconstrucción de ese pasado priista, machista y esclavista que negamos aceptar… en fin, la declaran una obra de arte en términos absolutos. 

Y, entonces, uno se pregunta sobre esta necesidad de nuestra sociedad por crearse mitos que la rediman. Ya con Alejandro González Iñárritu resultaba notoria una necesidad no de ser el gran cineasta mexicano del nuevo siglo, sino de equipararse a los grandes artistas mexicanos del siglo XX —los más famosos, al menos—, y de ponerse a la altura de Diego Rivera, Octavio Paz o Luis Buñuel. Ahora con Cuarón ocurre un fenómeno similar: la necesidad por hallar una gran película, definitiva e incontestable, hace que sus pocos, privilegiados, espectadores —tomando en cuenta que el cine es un medio de reproducción masiva— deseen con toda su alma que se lleve los seis trofeos del Oscar hollywoodense a los que aspira como productor, director, guionista, editor, fotógrafo —pues Emmanuel Lubezki no pudo encargarse del trabajo— y como obra en lengua no inglesa.

Lo cierto es que, al igual que los brincos del Borras, las carreras a brinquitos del personaje de Yalitza la hacen también, antes que un ser humano complejo, complicado, con deseos y sueños, un pastiche, una silueta que canta en mixteco y que limpia el teléfono con su ropa antes de pasárselo a su patrona, al estilo de los Lorenzo Rafail (Pedro Armendáriz) o Tizoc (Pedro Infante), caricaturizados en la Época de Oro.

Pero no, basta con que salve a dos vástagos de la familia Cuarón a riesgo de su propia vida —pues no sabe nadar— para que la familia le declare su cariño y le dé el abrazo multitudinario del cartel alusivo del filme, en un viaje a Tuxpan en el que la madre avisará a sus hijos sobre la huida paterna y le permitirá realizar la postergada catarsis sobre su aborto, lo cual no evitará que Yalitza regrese a aquella casona a vaciar las maletas, lavar en la azotea y darle gansitos congelados a los exigentes infantes güeritos e hiperactivos.

La sobreabundancia cinematográfica empleada en recrear las raquíticas memorias de infancia no abandona la fría distancia de los años, de los éxitos, del triunfo hollywoodense en un retorno al terruño ya imposible, carente de humanismo, de confraternidad.

Publicado originalmente en la revista impresa La Digna Metáfora, diciembre de 2018.

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