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“¿Qué tienen las mujeres en la cabeza, exactamente?”

Hace dos décadas, otra “amenaza literaria”.

Octubre, 2022

Con el reciente intento de asesinato contra Salman Rushdie aún fresco en nuestra memoria, el periodista Víctor Roura rememora otro caso polémico ocurrido hace ahora 20 años: cuando varias asociaciones musulmanas demandaron ante tribunales al escritor Michel Houellebecq por unas declaraciones que, a juicio de éstas, incitaban al odio y a la discriminación. Como dice la famosa frase: el autor francés se salvaría por un pelo…

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Hace veinte años, el 22 de octubre de 2002, el Tribunal Correccional de París “consideró que no había injuria racial, ni provocación al odio o a la discriminación y la violencia contra los musulmanes en las declaraciones hechas por el escritor francés Michel Houellebecq, motivo por el que decidió su sobreseimiento”.

El Tribunal, por lo tanto, “desestimó las demandas de varias asociaciones musulmanas que habían presentado querella contra el escritor, mismas que reclamaban 190 mil dólares de indemnización por daños y perjuicios”. Un poco antes de que saliera al mercado su novela Plataforma, Houellebecq (1956) había declarado a algunas publicaciones europeas que la religión “más imbécil” era, “sin duda, la del islam”. Los magistrados estimaron que los juicios de valor sobre teología, literatura o arte de Houellebecq “no se caracterizan por la grandilocuencia de puntos de vista ni por la sutileza de la formulación”, pero no constituyen un delito, ya que “no encierran ninguna voluntad de desprecio o ultraje hacia los musulmanes”.

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Bueno, Plataforma (Anagrama, 316 páginas, 2002), pese a haber vendido miles de ejemplares debido a la astucia del agente literario de Houellebecq, no es un libro literariamente memorable sino, tal como acaso lo requieran los tiempos escandalosamente semianalfabetos, un sensual y apetecible libreto cinematográfico… dispuesto a complacer a las audiencias frívolas y ociosamente entrenadas en las vulgaridades y las bajas pasiones de los reality shows.

Desde un principio, Houellebecq muestra a su personaje Michel Renault tal como lo establece el canon fílmico (las novelas bestsellerianas, antes que atenerse al mundo riguroso e imaginativo de las palabras, están pensadas en imágenes para ser eficazmente trasladadas al video): distante, indiferente, insensible, duro de roer (¡cómo le habría venido bien, caray, el papel a un, digamos, Harrison Ford!). Aunque trabaja en el Ministerio de Cultura (“he asistido a muchas exposiciones, inauguraciones y espectáculos memorables. Mi conclusión se ha convertido en certeza: el arte no puede cambiar la vida”), es un ser apático, férreo, gélido. Por eso, cuando la historia se echa a rodar, Michel es inexplicablemente frío: su padre acaba de ser salvajemente asesinado, pero a él la cuestión le viene valiendo un sorbete. Después de todo, “el muy cabrón había disfrutado la vida”. Sin embargo, estaba un poco tenso, según confiesa: “A uno no se le muere alguien de la familia todos los días”.

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El funcionario de Cultura tiene 40 años y no se ha casado (“sin embargo, me gustan las mujeres”, aclara para que no se vaya a pensar de él otra cosa). Para despejarse la cabeza por la muerte de su padre (no le importa averiguar quién lo mató ni por qué; después de todo el muy gandalla de su padre se andaba acostando con la apetecible fámula, cuyo hermano, en un arranque de celos, decidió interrumpir la bastarda relación), se va de vacaciones a Tailandia.

Por supuesto, Michel desprecia a la gente, ve moros con tranchete donde se para, todos los que lo rodean son unos imbéciles y las mujeres, moscas muertas, sólo andan buscando, tal vez en un simulado delirio, su satisfacción sexual. Así que, apenas llegando a Tailandia, va a buscar prostitutas nada más para desaburrirse del hastío en que ha caído. Funcionario cultural al fin, sólo lee bestsellers como La tapadera, de John Grisham, una “mierda” escrita de antemano no sólo como un guión “sino que se veía que el autor ya había pensado en el casting, estaba claro que había escrito el papel para Tom Cruise”.

Vaya coincidencias abigarradas: Houellebecq detesta los bestsellers pero él escribe con los mismos fines. No hay en su escritura cuidado estilístico, ni escenas sorprendentemente literarias, sino de plano está la prosa de bulto, descuidada, apresurada, llena de insoportable paja como sus pasajes extraídos de diccionarios para ubicar las extrañas ciudades donde decide vacacionar. El funcionario cultural no se acomoda en ningún lugar: “Los chinos comen de manera voraz, ríen muy fuerte con la boca abierta y proyectan trocitos de comida alrededor, escupen en el suelo, se suenan con los dedos: son unos auténticos cerdos en todo”.

Tal vez Houellebecq ha leído demasiado, y mal, a Charles Bukowski, porque el desprecio que siente por las mujeres se aminora cuando ellas lo complacen sexualmente (“¿qué tienen las mujeres en la cabeza, exactamente?”, se pregunta, y no logra contestarse).

Michel Houellebecq.

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Pero en su viaje a Tailandia conoce a la más guapa del grupo: Valérie, una [¿]inteligente[?] empresaria que, nomás mirarse ya de retorno a su ciudad natal, caen ambos rendidos en las redes del amor… a pesar de que ella supo de la honda misoginia de este hombre. Cuando fue a verla a su departamento, ella todavía no estaba arreglada. No obstante, lo dejó pasar recogiéndose el pelo en la nuca: “El movimiento elevó los pechos; no llevaba brasier. Le puse las manos en la cintura y acerqué mi cara a la suya. Ella abrió los labios y enseguida me metió la lengua en la boca. Sentí una violenta excitación, estuve a punto de desmayarme, se me puso dura en el acto. Sin separar su pubis del mío, ella cerró la puerta de entrada, que se cerró con un ruido seco”.

Es sólo el comienzo de posteriores y largas descripciones detalladas del acto sexual, que Houellebecq nos narrará con esmero a lo largo de la segunda parte (de un total de tres), donde Michel y su nueva amante no piensan más que en la industria de la fornicación al grado de que, después de sesudos análisis empresariales —y luego de compartirse mutuamente entre las parejas e incitar a quien fuera, incluso recamareras de los hoteles que, gustosas, aceptan entrarle a los improvisados tríos pasionales—, proyectan animosamente el turismo sexual, que los enriquece desmesuradamente… hasta que sucede lo obviamente previsible: los degenerados, finalmente, no pueden salirse con la suya en este mundo de riguroso orden moral.

En sus andares por el mundo, el funcionario cultural y su damisela pornógrafa se dan el lujo de meter las narices en todo (“cada vez que oía que un terrorista palestino, un niño palestino o una mujer palestina embarazada habían sido asesinados en Gaza, me estremecía de entusiasmo pensando que había un musulmán menos”) porque, acaudalados como son, se sienten con el derecho de instalar a su modo el planeta como les venga en gana. Y, sí, el libro, pese a las lucubraciones raciales y étnicas, no se caracteriza —como dice el Tribunal Correccional de París— efectivamente por su grandilocuencia en sus puntos de vista, ni por la sutileza de su formulación: es un ingenuo y caliente bestseller, elaborado para sorprender, tal como sorprendió en su momento, a una audiencia desprovista de información y atrapada en las vulgaridades de los medios electrónicos, que son los que imparten la educación a las ociosas masas.

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Pero los fanáticos musulmanes no olvidan. Lo acabamos de ver, apesadumbrados, con el caso de Salman Rushdie quien, en agosto pasado, recibiera diez puñaladas con la firme intención de acabar con su vida, porque algunos musulmanes no han olvidado la “ofensa” que acometiera el escritor británico-hindú al escribir, en 1988, su novela Los versos satánicos que, a diferencia de Plataforma, es un libro de hondura literaria, no un escrito con intenciones cinematográficas.

Cuando todos creían que la amenaza de muerte contra Rushdie era un asunto del pasado, más de tres décadas después el joven Matar, de 24 años, quiso concretar el deseo de la fatwa promulgada por el ayatola Jomeini cuatro meses antes de su muerte (el líder religioso de Irán vivió 86 años, de septiembre de 1902 a junio de 1989), edicto que instaba a la ejecución de Rushdie alentado por este personaje iraní, quien leyera su fulminante sentencia, a través de Radio Teherán, el 14 de febrero de 1989, orden que intentó obedecer el joven Hadi Matar quien no había nacido cuando Jomeini sentenció a muerte a Rushdie corroborando, con este apuñalamiento, que una fatwa no tiene fecha de caducidad.

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