«Los caifanes»: un hito en la cinematografía mexicana
Si bien es cierto que la filmación inició en diciembre de 1966, fue el 17 de agosto de 1967 cuando se estrenó este mítico filme, ópera prima de Juan Ibáñez. En esta entrevista, el Estilos (es decir, el cantautor y actor Óscar Chávez) habla de la película, primera que fue calificada como Nuevo Cine Mexicano. Este texto fue publicado originalmente en la revista de cine Toma, en 2017, con motivo del 50 aniversario del estreno de la cinta. El artículo después fue retomado por Aristegui Noticias. En nuestra sección «Apuntes recobrados» la publicamos ahora, como un homenaje a Óscar Chávez, recientemente fallecido.
Había transcurrido alrededor de una hora de nuestra charla, cuando no pude evitar hacer un último comentario a Óscar Chávez: Maestro, si me permite, creo que se vieron un poco lentos…
Óscar me miró, en silencio. Parpadeó.
Me apresuré a añadir: a mí me parece que, con tantas vicisitudes, pudieron hacer una película de la película…
Óscar se echó a reír. (Fue la última risa, por cierto, de las varias que había soltado durante la conversación.) Después, dijo: “Pues sí, mano. Pero estás viendo por todo lo que pasamos… ¿para qué nos íbamos a meter en más broncas..?”
Era una mañana cualquiera en la Ciudad de México, y en su oficina se respiraba una profunda calma. Esta vez, no habíamos ido a buscarle para que hablara de su faceta más reconocida, la musical —más de 50 años de trayectoria y una cantidad abundante de discos le respaldan—, sino para charlar de su lado más discreto: el actoral…
Y, sobre todo, estábamos ahí para hablar —por supuesto— de Los caifanes, ópera prima del director escénico y operístico Juan Ibáñez, la cual ha cumplido 50 años de su estreno. Una película que, con el tiempo, se ha convertido en un hito de la cinematografía nacional —de hecho, fue la primera en ser anunciada como Nuevo Cine Mexicano—, y en la que Óscar participaría al lado de otros grandes actores, como Julissa, Enrique Álvarez Félix, Sergio Jiménez, Eduardo López Rojas y Ernesto Gómez Cruz.
Aquí vale una aclaración: si bien es cierto que la filmación comenzó en diciembre de 1966 —y se extendió hasta los primeros días de enero—, el estreno oficial de Los caifanes ocurrió el 17 de agosto de 1967 en los cines Roble, Mariscala y Estrella de la Ciudad de México, en los que permaneció siete semanas en cartelera, por lo que se convirtió en un éxito rotundo de taquilla.
50 años han pasado de la filmación de esta ya emblemática película del cine mexicano, y el filme —y la historia de su rodaje— aún sigue siendo fascinante…
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Partamos de lo que ya todos conocemos: era 1965 y la convocatoria del Primer Concurso Nacional de Argumentos y Guiones Cinematográficos salía publicada al público —promovida por el Banco Nacional Cinematográfico, la Dirección General de Cinematografía, la Asociación de Productores de Películas Mexicanas, y la sección de Técnicos y Manuales del Sindicato de Trabajadores de la Producción Cinematográfica (STPC). El concurso no estaba condicionado por ninguna limitación temática o literaria; de hecho, participarían más de 200 argumentos y guiones originales.
Así, un año después, se dio a conocer la breve lista de triunfadores: en primer lugar estaba “Los caifanes”, de Juan Ibáñez y Carlos Fuentes; en segundo “Ciudad y mundo”, de Mario Martini y Salvador Peniche; y, tercero, “Pueblo fantasma”, de Juan Tovar, Ricardo Vinós y Parménides García Saldaña.
De ese concurso de guiones, sin embargo, sólo uno, el ganador, llegaría a filmarse y a exhibirse de manera comercial… Por supuesto, hablamos de “Los caifanes”.
Eso sí: visto a la distancia, el filme no sólo estaba destinado al fracaso, simple y sencillamente estaba destinado a no filmarse. La cantidad de vicisitudes (y trabas) que surgieron alrededor de éste dan materia para —en efecto— filmar una película de la película: fueron perseguidos por un sindicato, tenían un presupuesto limitado, o no tenían los permisos necesarios para las locaciones.
Es más —como me dijo Óscar Chávez en un momento dado—: desde el premio mismo la cosa se puso color de hormiga: tras haberlo ganado, y después de que surgió la posibilidad de filmar el guión, Juan Ibáñez tuvo que regresar el galardón. ¿Por qué? “Pues, según dijeron, entraba en terreno de las producciones comerciales. Así que tuvo que devolver los 50 mil varos… Qué injusticia, ¿no? —agregó, Óscar, de forma socarrona—. Pendejadas que pasan en este país. Pero así fue”.
Vamos a dejarlo claro: “Si la película se terminó fue por la obstinación y determinación de su director, Juan Ibáñez, pero, también, por el gran elenco y equipo que Juan supo armar, unir, armonizar”. Al menos así lo recordaba Óscar Chávez: “Fue un estupendo equipo, de lo más cordial. Y eso se nota en la película, que trabajamos con una gran armonía. Las dificultades que se dieron, más bien, fueron de otro orden…”
De hecho, los problemas que surgieron alrededor del filme fueron casi de risa loca, me dijo Óscar con una sonrisa.
Luego, en un tono jocoso, se apresuró a añadir: “Esto lo cuento mucho, pero así sucedió. La experiencia en sí para hacer la película fue difícil. La filmación fue muy accidentada. Y muy complicada. Para empezar, estaban peleados los dos sindicatos, pero agarrados de la greña, ¿eh?, como suele suceder en este país. Por un lado el STIC (el Sindicato de Trabajadores de la Industria Cinematográfica) y, por el otro, la sección de Técnicos y Manuales del STPC. El primero fue el encargado de realizar la película, lo cual desató la ira del segundo”.
Óscar hizo una pausa para darle una calada a su cigarrillo —el primero de varios que fumaría durante la conversación. Todavía con el humo surcando suavemente alrededor nuestro, continuó: “Pero al estar con el STIC, que eran los Estudios América, no se podía hacer un largometraje; ellos no tenían derecho a realizar largos… Así que Juan tuvo que filmarla en partes, como pequeños cortometrajes. Por eso está subtitulada en cinco episodios… ¡Solamente así se pudo filmar! Ya te imaginarás las broncas, ¿no? De hecho, el día en el que comenzó el rodaje llegó la gente del STPC para intentar detener la filmación…”
Aquí le interrumpí: ¿recuerda por qué estaban enfrentados los dos sindicatos?
Óscar sonrió: “Las clásicas broncas sindicales; ya sabes, broncas sindicales de todo orden: los líderes peleados entre ellos, los trabajadores también, el manejo de los presupuestos, la lana. Había un montón de pleitos entre los sindicatos. ¿Que si intentaron boicotear la película? ¡Desde luego! Tuvimos que suspender el rodaje unas 15 veces, por lo menos. Las broncas gremiales eran de una violencia impresionante. Un verdadero desmadre, tremendo. Eso sí, suspendían la filmación sin decir agua va. Llegaban, y te decían: ‘¡Aquí no se filma!’. Entonces, ¿qué te puedo decir? Ja-ja. ¡Fue increíble el esfuerzo!”
Iba a comentarle algo, pero Óscar me interrumpió: “Esto fue por un lado. Luego, otro problema fue el presupuesto, que era muy bajo, era muy pobre… No estoy muy seguro, pero creo que el filme costó menos de un millón de pesos, que es nada. Si tú la recuerdas, un gran porcentaje de la película se hizo en exteriores, y eso, a la larga, resultó muy positivo porque retratamos si no toda la ciudad sí gran parte de ésta, lo que le dio mayor interés. Lo mejor de todo fue que parte de lo que filmamos en la calle, de hecho la película en general, se hizo por la libre. ¿Cuáles permisos? Nada. Se hizo así como va…”
Óscar, entonces, se echó a reír. Lo hizo de tal manera que contagiaba. Tratando de ponerme serio, le pregunté: ¿me está diciendo que incluso la escena de la Diana Cazadora —cuando le ponen sostén y minifalda a la efigie—, y la escena del Centro Histórico —cuando dejan la carroza fúnebre en la plancha del Zócalo—, se hicieron así… por la libre… sin permisos alguno?
Óscar ni lo pensó: “¡Sí, por supuesto! —exclamó—. Te digo, fue tan accidentado y tan dura la bronca, que hizo toda la filmación más divertida, en cierto sentido. Digo, ahí estábamos, a las cuatro de la mañana, esquivando carros. No había tiempo para pedir permisos ni nada. Y lo mismo pasó con la escena de la carroza: eran las tres de la madrugada y la dejamos ahí, en pleno Zócalo, y a correr… Entonces, ¿qué te puedo decir? Después de 50 años darte cuenta que el filme ha resistido el paso del tiempo es muy importante, hablando en términos de cine. Es muy difícil que las películas, y muchas otras cosas, no sólo éstas, resistan el paso del tiempo”.
A mí me parece —le dije— que ésa es la prueba de fuego que puede tener una película.
Óscar asentó con un movimiento de cabeza. Y dijo: “En eso estoy de acuerdo. La película ha resistido el paso del tiempo. Ha envejecido con dignidad. La cantidad de generaciones que la han visto es interesante y enorme, y además le sigue gustando a los chavos… Qué satisfacción, ¿no?
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El argumento ya lo conocemos: Los caifanes retrata las aventuras de una pareja de novios pertenecientes a la clase alta: Paloma (Julissa) y Jaime de Landa (Enrique Álvarez Félix), quienes, por azares del destino, se ven inmersos en una odisea nocturna por la Ciudad de México, conviviendo con cuatro chavales de origen humilde: los caifanes.
Empero, ellos no tienen nombres, solamente motes: el Capitán Gato (Sergio Jiménez), el Estilos (Óscar Chávez), el Azteca (Ernesto Gómez Cruz), y el Mazacote (Eduardo López Rojas). Toda la acción transcurre durante una sola noche de diciembre, en la cual los seis protagonistas transitan de un sitio a otro, visitando lugares tan variopintos como un cabaret, una funeraria, una taquería, el Zócalo o el monumento a la Diana Cazadora.
—Para muchos, la película Los caifanes está entre las mejores del cine mexicano. A la distancia, ¿cómo la valora, maestro?
—Para mí, para nosotros (sobre todo para los cuatro “caifanes”, que eran Ernesto, Sergio, Eduardo, y yo), la película fue muy importante. ¿Por qué? Porque fue, como actores, nuestro descubrimiento del cine. Y perdón por ser vocero de los demás, pero como sabes la mayoría del elenco, la mayoría de aquellos compañeros, ya no viven. De hecho, del reparto original ya nada más queda Ernesto, Julissa y yo… Los demás ya murieron.
—50 años después, ¿a qué cree que se deba que siga gustando el filme: a los temas que trata, las actuaciones, la mezcla de elementos trágicos y cómicos que se maneja? ¿Cuáles son los componentes que la gente le encuentra tan atractivos para que siga conservándose tan fresca?
—Justo tú lo acabas de señalar. Yo suscribo eso… Primero, el tema: la temática se salía de los cartabones establecidos. Ya sabes, del charro y el supuesto cine de la Época de Oro. ¿Cuál Época de Oro, tú? Eran como zarzuelas mal hechas, con charros y muchachitas que, muchas veces, nada ofrecían… ¡Tantas cosas que se dicen de la Época de Oro del Cine Mexicano!… Entonces, nuestra película se salió de lo común del tema, que no es tan complicado: chavos de barrio que se enfrentan con dos chavos popis y ya. Y todo sucede en una noche…
—Lo interesante es que ese argumento tan sencillo haya sorprendido a tanta gente…
—Sí, es cierto. Sorprendió mucho a la gente, mucho. Fue un hito en lo que se refiere al concepto cinematográfico y a la temática que aborda la cinta. Hasta la fecha, como dices, la gente la sigue viendo. Todas las navidades la programan en televisión, según sé, porque se desarrolla justamente en esa época del año. Se filmó en diciembre de 1966, y se estrenó unos meses después, ya en 1967. ¡Ah! Y todo se filmó en unas cuatro semana.
—Una de las cosas que llama la atención de la película es el retrato, la estampa que dejó de la vida nocturna del entonces Distrito Federal…
—Claro. La vida nocturna que tenía la ciudad era sensacional. Muestra una ciudad distinta, antes de que esta bola de parásitos le partieran el alma. La vida de la ciudad era muy rica. Afortunadamente a nosotros nos tocó vivirla.
—Es un México que ya no está, que ha dejado de existir, ¿no lo cree?
—Sí, es cierto; esa vida nocturna ya no existe. Y aunque no era sencilla, era mucho menos peligrosa que ahora… Qué pena que ese México que está contemplado en el filme ya no exista; ahora la ciudad está hecha pedazos. Qué pena, insisto…
—¿Cree que el contexto de la época también tuvo que ver para que lograra tanta repercusión? Hablamos de la agitada época de los sesenta…
—Yo creo que sí. Pero además, el atractivo sigue siendo… ¿cómo explicarlo?… que para mí, la película no es totalmente realista. Es la representación de una realidad dada; o, más bien, imaginada, pero muy afortunada. Y no sólo eso. Creo que una virtud, no sé tu opinión, es que Juan manejó bien a los personajes. No caímos en el estereotipo de hablar como las películas que se hacían de barrio; ya sabes [aquí Óscar imita una voz chillona]: “Qué todos hablan así como mexicanos marginales”. Es horrible. Eso no tiene la película; me da mucho gusto comprobarlo a través del tiempo. Obviamente, sí hablamos con el argot de la época, de la clase popular, y eso le encantó a la gente. Pero no caímos en el arquetipo del [aquí Óscar vuelve a usar un tono chillón] “órale, güey”. No. Para nada…
—De hecho, si mi memoria no me falla, no hay “malas palabras”, vaya, groserías: la mayoría de diálogos son juegos de palabras o citas (casi) literarias…
—Exacto. Esta inclusión culterana que hizo Juan, el director, y Carlos Fuentes, quien también participó en el guión, fue muy afortunada. Me refiero a incluir cosas de orden literario. Eso sí fue muy interesante. E, insisto, el manejo de los personajes fue muy bueno.
—Usted ya había trabajado con Juan en teatro. Con esa experiencia, ¿cómo fue el proceso de moldear a los personajes? ¿Ustedes hacían sugerencias?
—Trabajamos con mucha libertad. Y creo que eso se nota en el filme. Claro, sin perder el rigor. Juan era muy buen director de actores. Así que nos apoyaba todo el tiempo… Recuerda, además, que Juan había hecho ya un mediometraje, también para un concurso; fue uno de los bien logrados trabajos de él, llamado Un alma pura… Incluso, había hecho varios comerciales. Entonces, estaba preparado… Ahora bien, yo fui muy amigo de Juan, todos éramos muy amigos de él; habíamos hecho muchas cosas juntos. Contrario a lo que mucha gente piensa, Juan no nos eligió por ser sus cuates; nada de eso. A la hora de trabajar, siempre fue otro asunto. Para el filme, todos hicimos casting para los personajes, Juan nos probó a todos. Y fue decidiendo quién se quedaba con los papeles.
—Por cierto, usted venía de la escuela de teatro de Bellas Artes, y del teatro experimental universitario… ¿Se sentía identificado con algún método, con algún sistema?
—En aquel entonces, no sé ahora, te impartían de todo. Estudiabas lo que era la técnica Stanislavsky, y estudiabas también, aunque un poco, lo que se manejaba en Estados Unidos como el Actors Studio. Tuve la suerte de estar con Seki Sano en su escuela de teatro, en su academia; él ahí vivía y daba clases y talleres. Era un hombre preparado… Eso sí, terriblemente neurótico, muy riguroso. A muchos no les gustaba, pero le aprendías. A mí sí me convenció. Esto quizá suene pretencioso, sin embargo, en aquel entonces sí teníamos una preparación, sí teníamos buenas bases. De hecho, una de las cosas que sorprendió al público fue que los cuatro caifanes habíamos salido de la Escuela de Teatro del INBA, y habíamos incursionado en el teatro universitario.
—En un inicio, ¿qué tanto peso tenían las canciones? Ahora que volví a ver la película, uno se da cuenta de la trascendencia que tienen, no son gratuitas de ninguna manera…
—Cuando Juan decidió el reparto del elenco, lo primero que hicimos, claro, antes de filmar, fue ensayar varias secuencias, y Juan conocía bien mi material musical. Yo ya tenía unos cuatro discos grabados para ese momento, y a él le gustaban. Así que fuimos seleccionando qué canción sí, qué canción no…
—¿Pero si estaban incluidas desde un principio en el guión, si estaba contemplado que el Estilos cantara?
—Sí, eso sí. Mira, ¡qué bueno que me acordé!: en el guión original eran cinco caifanes. Es decir, eran el Mazacote, el Azteca, el Gato, el Estilos, y había un quinto personaje, el Rostro… Pero ya en pleno tráfago de la filmación, él decidió unir al Rostro con el Estilos en un sólo personaje. Fue ahí que yo resulté afortunado, resulté el ganón.
—Bueno, también el Estilos resultó ganón con la chava… La pregunta que uno se sigue haciendo, 50 años después, es si hubo un affaire o no lo hubo…
—Sí, y esto no es de ahora nada más. ¡Hasta se hicieron apuestas! A mí me detenían en la calle para preguntarme: “Y, por fin, ¿qué pasó con la Paloma?”, “¿te la echaste o no te la echaste?”
—¿Y usted qué respondía?
—“No sé, no sé”. O “qué te importa”. Ése fue otro acierto. No vender la trama. No hacer las cosas obvias. Si hubiera habido así el faje total con la chamaca, no hubiera tenido el interés que tuvo. La película se queda con ese misterio. ¿Se la merecía o no? ¿Se lo merecían los dos o no?
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El diálogo es famoso.
La pregunta la suelta primero Paloma: ¿Qué quiere decir eso, [la palabra] “caifán”?
Jaime le responde: “Pachuco”.
El Gato, entonces, le corrige: “No. Eso es papá grande”.
Pero es el Azteca quien, digamos, la mata: “Caifán es el que las puede todas”.
Vamos a dejar claro: la actitud caifán trascendió del set y se salió de la cámara y del guión, me dijo, en cierto momento, Óscar Chávez. Lo que nos llevó, por otra parte, a hablar sobre el lenguaje y sobre el Estilos… De hecho, el diálogo que siguió fue extremadamente emocionante. Por un momento (o eso percibí), el Estilos volvió a aparecer frente a mí. En serio. Lo cuento como pasó:
Perdón por la insinuación —le dije, en un momento dado, al maestro Óscar Chávez—, pero, ¿el leguaje del Estilos ya era parte suya, o tuvo que adaptarse a él?
Óscar se tomó unos segundos. Entonces, dijo:
—Sí, preparamos el personaje en cierta medida. El manejo del lenguaje, y la manera de hablar, estuvo muy bien planeado, muy bien trabajado, y, claro, pensado a priori… Sobre todo, insisto, tratando de no caer en el arquetipo de Pedro Infante. Qué flojera, ¿no?
Como no me había convencido del todo su respuesta, volví a la carga: me parece que el Estilos no era muy distinto al Óscar Chávez original, por decirlo de alguna manera…
El maestro se echó a reír:
—Sí, tienes razón —me dijo—. Creo, y esto más bien lo dejo a la opinión de ustedes… De alguna manera, creo que a mí me sirvió mucho que fuera, que soy, gente de barrio… Yo soy de barrio. Nací en la Portales, y crecí toda mi adolescencia y juventud en la Santa María. Así que, tú me dirás… Mi ambiente era gente de la Santa María, de la Guerrero, de la San Rafael, de Santo Tomás. Además, estudié en el Politécnico. Entonces presumir que soy o no caifán no me dice nada. La verdad, ése es mi mundo, he sido caifán siempre.
—Si me lo permite, hay otros rasgos de usted en el Estilos; por ejemplo, en sus diálogos suena como un chaval tímido, bastante frágil… Sólo al cantar es que brota aquel torrente que a uno lo deja impresionado.
—Sí, puede ser, puede ser, mano —murmuró Óscar con una sonrisa en el rostro.
—Es más, algunas líneas del personaje me recuerdan mucho a usted: “El frío que de noche sientes es por andar desperdiciada…”
—¡Esa frase se hizo famosa! —exclamó.
—¡Mítica! —exclamé yo.
—En efecto, en efecto. Fue muy famosa esa frase. También se hizo famosa la de: “Échate una niebla en tubo”… Yo creo que hay varias muy afortunadas.
—En eso tiene razón. Por ejemplo, cómo olvidar: “Comunícame tu ardor”. Incluso, la frase que explica qué significa ser un caifán…
—¡Desde luego! Caifán —empezó a decir, y su voz me pareció a la del Estilos, o eso me imaginé— es el que las puede todas.
—¿Con cuál frase se queda del Estilos? ¿Cuál es la que más le encanta?
—¡Oh!, ésa es buena pregunta. Creo que la que se hizo famosa: “El frío que de noche sientes es por andar desperdiciada”.
[Óscar dijo esto, y de pronto vi con claridad a aquel chaval de camisa amarilla-mostaza, chamarra café y pantalón blanco ajustado que iba detrás de la Paloma.]—¿Esa frase es la que más le late? —le pregunté, para finalizar.
—Sí —respondió—. Es la que amarra con las chamacas…