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Los inventarios de José Emilio Pacheco

Se cumple una década de la partida del poeta y narrador; también cronista y articulista, durante 40 años publicó una entrañable y docta columna periodística y literaria, hoy recopilada en tres tomos

Enero, 2024

Lo dijo el escritor, poeta y periodista Armando González Torres: “José Emilio Pacheco representa uno de los paradigmas más acabados del hombre de letras, del escritor interesado en todas las disciplinas humanísticas, de este polígrafo capaz de cultivar con atingencia los más diversos géneros literarios”. Y sí: JEP —que es como firmaba— fue todo en todas partes al mismo tiempo: fue cuentista, novelista, traductor, ensayista, profesor universitario, guionista de cine, y, sobre todas las cosas, poeta: uno de los grandes en nuestra lengua. También redactor y coeditor de algunas de las principales revistas del siglo XX mexicano, de igual forma fue extensa la labor de JEP en la crónica literaria, sobre todo la desarrollada en su columna ‘Inventario’: de 1973 a 2014, durante cuatro décadas, este espacio periodístico fue un referente para comprender la cultura en México. Ahora que se cumple el décimo aniversario de su partida, recordamos esta faceta del escritor mexicano, pues la entrañable y docta columna hoy seleccionada y publicada en tres tomos, bajo el nombre precisamente de Inventario—, bien puede ser llamada como se señala en el siguiente texto: la Biblia del periodismo cultural en México.

I

Conste: los hechos se fueron desarrollando más o menos de manera natural y lógica. Lo cuento como pasó:

Primero fue un sueño colectivo de muchos. Luego, aquello se volvió un rumor. Después, sin llegar a ser algo tangible, sin siquiera materializarse, se convirtió en un objeto de deseo.

En 2017, sin embargo, todo cambió: el sueño, el rumor, el objeto de deseo se convirtió en una realidad…

Verán: en dicho año —hace poco más de un lustro— comenzó a circular Inventario / Antología, tres tomos en donde se recopilan la columnas que José Emilio Pacheco publicó en los últimos años del Excélsior dirigido por Julio Scherer, para luego mudarla a la revista Proceso.

Ojo, no es un asunto menor: ‘Inventario’ fue una columna que se convertiría —desde su origen y hasta el fallecimiento del escritor y poeta mexicano, en enero de 2014, justo hace una década— en un referente insoslayable para comprender la cultura en México; pero, también, en una lectura obligada para echarle una mirada social y política y cultural al mundo. En ella, José Emilio Pacheco permitía a sus lectores acercarse —corrijo: acercarnos— lo mismo a la literatura mexicana que a la universal, a la historia o a los hechos culturales más importantes y significativos.

Y mejor dejarlo claro: con la edición de los tres tomos —publicados por Ediciones Era en coedición con El Colegio Nacional, la Universidad Autónoma de Sinaloa y la Dirección de Literatura de la UNAM, ahora ya con una segunda edición— llegaría a su fin la larga espera de sus lectores (que José Emilio los tenía, y muchos, y que iban desde amas de casa a científicos, pasando por jóvenes, obreros, alumnos, profesores, investigadores); una larga espera que, por otra parte, no dejaba de provocar —cada cierto tiempo— rumor tras rumor.

Y no, no es exageración: varios años atrás, mucho antes de la trágica e inesperada muerte de José Emilio, un sinfín de personas (escritores, investigadores, amigos) había soñado hacer (o pensado hacer) un proyecto como este, aunque una y otra vez había recibido la misma respuesta de su autor: no, gracias. Muchos años atrás, también, se rumoraba, se cavilaba, se comentaba —como un secreto a voces— que estaba en camino, ahora sí, la publicación íntegra de la columna ‘Inventario’. Ya es justo, decían unos. Ya es necesaria, susurraban otros.

En 2017 todo eso cambió. Y no se tomó a la ligera: “Inventario se convirtió en uno de los proyectos editoriales más importantes en Era”, reconoció ante la prensa, en aquellos días, Marcelo Uribe, director de este sello editorial. Allí dejó en claro otra cosa: que lo reunido en los tres tomos sólo representa alrededor de un tercio de lo que se publicó durante los 41 años que vio la luz la columna, dejando en manos del escritor Eduardo Antonio Parra la selección, al menos en una primera instancia; luego, para afinarla y concluirla, así como para colaborar en la corrección, se sumarían Paloma Villegas, José Ramón Ruisánchez y Héctor Manjarrez. “Se trataba de un proyecto tan complejo que había que dejarlo en varias manos”, se apresuró a añadir Marcelo Uribe ante los periodistas.

Allí con él, en esa misma conferencia de prensa, también estaba el escritor mexicano Juan Villoro; él sintetizó de esta manera la columna ‘Inventario’ (y, por ende, estos tomos): “Son 41 años de periodismo cultural de alta densidad intelectual y al mismo tiempo de enorme claridad expositiva. José Emilio logró el raro milagro de combinar lo mucho que él sabía con una manera absolutamente cordial de exponerlo”.

Ese día, Uribe y Villoro coincidieron en algo: ‘Inventario’ fue una columna madura, precisa, perfecta desde su inicio.

José Emilio Pacheco.

II

En el primer tomo, a manera de presentación, los editores apuntan: «Cuando José Emilio Pacheco empezó a publicar su columna el 5 de agosto de 1973 era un joven de treinta y cuatro años. Cuarenta años después, la noche del 24 de enero de 2014, Pacheco afinaba los detalles del segundo ‘Inventario’ dedicado a Juan Gelman a raíz de su muerte, ocurrida diez días antes. Luego de enviar su texto se fue a dormir para no despertar. Entre esas fechas se desarrolló, con algunas pausas pero sin tregua, la obra más importante, influyente y leída de nuestro periodismo cultural.

«Desde las primeras entregas de ‘Inventario’ en Diorama de la Cultura del Excélsior de Julio Scherer (1973-76), la columna era esperada semana a semana y era ya un espacio querido y reconocible. Tras el golpe a Excélsior, ‘Inventario’ pasó a publicarse en la revista Proceso desde su primer número hasta 2014».

Ahí, en la revista, la columna pasó rápidamente a ser una de las favoritas. Incluso, ya desde principios de los ochenta un gran número de lectores decía —medio en broma y medio en serio— que Proceso se leía de atrás para adelante: ‘Boogey el Aceitoso’, ‘Inventario’, luego la columna de Gabriel García Márquez, para finalizar con el editorial más filoso e inteligente, el del maestro Rogelio Naranjo.

Algo es cierto: ‘Inventario’ fue, en esas cuatro décadas, uno de los trabajos más brillantes, sorprendentes y creativos de JEP —iniciales con las que casi siempre él firmaba. En ella, en su columna, lo mismo convivían el poema y la noticia, el cuento y la traducción, la crónica y el ensayo, la biografía literaria y la más concentrada narración histórica.

Para mucha gente, de hecho, las columnas de ‘Inventario’ están entre las mejores páginas del periodismo cultural mexicano: por la prosa espléndida, por la capacidad de síntesis, por el despliegue de creación y erudición. Como señalan los editores: «‘Inventario’ se convirtió desde los primeros años en un nuevo género literario, un espacio donde cabía todo y donde todo se conectaba con todo en textos siempre ágiles, apasionantes e inteligentes, donde la historia y la literatura se cruzaban constantemente y donde a menudo se tenía la sensación de estar ante momentos cruciales».

Así que, con todos estos antecedentes, las cosas no fueron sencillas para llevar a buen puerto la publicación de esta antología; empezando, desde luego, por la selección de los textos.

Al menos eso me contaba (una tarde cualquiera en la Ciudad de México) el propio Eduardo Antonio Parra. Él mismo un lector de José Emilio Pacheco, fue invitado desde un inicio al proyecto, el cual comenzó hace ya varios años.

Aunque no recordaba la fecha exacta, Eduardo me contó que todo ocurrió más o menos a mitad de la década de 2000, cuando, en una de sus visitas a las oficinas de Ediciones Era —la casa editorial que ha publicado la mayoría de sus libros—, Marcelo Uribe lo invitó a entrar a su despacho:

—Mientras platicábamos de cualquier cosa, Marcelo de pronto me dijo: “Eduardo, queremos encargarte una chamba”, y puso la mano sobre una gran pila de cuadernos engargolados que estaba en el escritorio. Me imaginé que sería una investigación o alguna lectura kilométrica, y me embargó una enorme flojera… Con el temor, le pregunte: “¿Qué chamba?”. Y Marcelo: “Nos gustaría, si tienes tiempo y te interesa, que hicieras una primera selección de los ‘inventarios’ de José Emilio Pacheco”.

En cuanto escuchó la propuesta, el entusiasmo se apoderó de él y dijo “Sí” sin chistar. En ese instante, también, Eduardo recordó que había muchas columnas de José Emilio que quería releer desde tiempo atrás, pero no había tenido la oportunidad de hacerlo.

Le pregunté si había sido un gran lector de esa columna.

—¡Por supuesto! —exclamó Eduardo Antonio.

Entonces me dijo que había llegado a los inventarios alrededor de los 17 años, en el tránsito de la preparatoria a la universidad. Me contó, también, que era una columna que lo entusiasmaba mucho, pues la había encontrado en el momento en el que él empezaba a adentrarse en el ámbito de la cultura. Luego, añadió:

—En ella empecé a leer una serie de cosas que no sabía. Incluso, comencé a tomar ‘Inventario’ como una especie de guía: leía el texto, e inmediatamente iba a buscar el libro o los autores que José Emilio comentaba. Para mí, fui iluminador desde un primer momento. Es más: la columna fue como una especie de vicio que seguía y compraba semana a semana. Después, como sabes, llegó un momento en el que ya no colaboraba de manera semanal sino cada que podía. Yo intenté coleccionarlas todas, pero la mayoría las perdí en los cambios de casa.

Eduardo Antonio se sentía afortunado: Ediciones Era estaba poniendo a disposición de él la colección completa de los inventarios y, por si fuera poco, le pagarían por leerlos.

—Quedamos en que me iría llevando a casa las fotocopias de las columnas dosificadas año por año, y comenzarlas a leerlas —agregó Eduardo.

Dicho esto, esbozó una enorme sonrisa en su rostro. Después, dijo:

—Siempre he dicho que ese fue el trabajo más placentero que me han encargado desde que soy escritor (y lector). Pero también debo reconocer —se apresuró a añadir— que fue una labor muy, muy difícil.

III

En algún momento de nuestra conversación, le pregunté a Eduardo Antonio Parra qué pensaba de la selección final.

Se quedó unos segundos en silencio. Después me dijo que estaba consciente del inevitable reclamo que, a la postre, seguramente le harían algunos lectores:

—Supongo que muchos de los que tienen coleccionadas todas las columnas insistirán en que dejamos fuera algunas tan buenas como las incluidas… ¡Y seguro que tendrán razón!

Hizo una pausa, y se echó a reír. Luego le dio un breve sorbo a su bebida caliente. Iba yo a comentar algo, pero me interrumpió:

—¿Sabes? Desde que recorrí el primer tomo engargolado me di cuenta que la selección iba a ser muy difícil: ¿cómo seleccionar únicamente algunos textos cuando casi todos me parecían imprescindibles, cuando casi todos me parecían excelentes? La verdad, era muy complicado decir “bueno, voy a escoger los mejores”, cuando los mejores, según yo, eran todos… Así que me daba miedo escoger, me daba miedo decir “esta columna no”, porque no sólo era decirlo: en ello iba implícito (al menos para mí) buscar los argumentos del porqué quedaba fuera ese texto…

Debido a esto, el trabajo de selección requirió de un periodo más largo del previsto, me dijo Eduardo Antonio más adelante. De hecho, su convivencia con esta columna duró alrededor de año y medio, lapso en el que revisó los casi mil inventarios que para entonces José Emilio llevaba publicados. Sin embargo, esa dificultad también multiplicó su gusto de la lectura, sobre todo porque se vio obligado a leer los inventarios no sólo una vez sino varias. La razón era esta: de cada diez columnas que leía, en una primera criba se quedaba con ocho o nueve.

Dicho en otras palabras: al final todavía tenía “vivos”, por decirlo de alguna manera, el 65 % de las columnas. Entonces, Eduardo me comentó:

—En esos momentos, decía para mis adentros: es que es imposible el 65 %; aún son muchísimas páginas. Pero… Todas eran buenísimas. ¡Todas me gustaban! Sin embargo, si le hubiera llevado así la selección a Marcelo Uribe, se habría quedado con la impresión de que no había hecho bien mi trabajo, por lo que repasaba de nuevo los textos para descartar los que fueran menos atractivos, más imperfectos, o aquellos donde las obsesiones del autor lo hacían repetir algunas ideas o planteamientos.

Pero había otro obstáculo aún mayor que la selección, el cual, incluso, en algún momento dado pudo haber detenido el proyecto: la constante negativa de José Emilio de juntar sus inventarios; su constante negativa en avalar y dar el visto bueno para que fueran reunidos estos textos. Infinidad de solicitudes había recibido al respecto durante años, y siempre él había dado la misma respuesta: un rotundo no.

Por supuesto, Eduardo Antonio no fue la excepción: no sólo vivió esto, sino que además lo enfrentó por partida doble. La primera advertencia provino de su propio entorno:

—Mientras todavía estaba haciendo la primera selección, le comenté a más de un colega la encomienda que me había hecho Ediciones Era, y no faltó quien me dijera (con cierta mala leche, la verdad): “¿Tú también estás en eso? Ni te hagas ilusiones. Fulano y mengano ya hicieron ese trabajo y se quedó en simple proyecto. Ese libro no se va a publicar jamás”. Yo, en esos momentos, no me dejaba desanimar…

La segunda advertencia, sin embargo, llegó del mismísimo José Emilio. Ahora que ha pasado el tiempo, Eduardo me lo contaba divertido:

—La verdad, no fue una sino varias las advertencias de José Emilio. Una vez me dijo: “Oye, te voy a dar una disculpa por ese trabajo que hiciste, pero en realidad fue un trabajo inútil”… Yo le respondí que no había sido inútil, que incluso lo hubiera hecho por gusto. Y él: “Lo que pasa es que ese libro no se va a publicar”. Y yo: ¿por qué, José Emilio? Entonces, me contestó: “Es que está muy mal escrito y no tengo tiempo para corregirlo”. Yo decía para mis adentros que no era posible, que el libro tenía que aparecer. Era muy triste pensar que no se fuera a publicar; desde luego no por mí, pues yo ya los había leído, sino por los lectores, por todos los interesados en recuperar esta columna tan querida.

Y aunque José Emilio se siguió negando durante un par de años más —“De hecho, cada vez que nos veíamos me volvía a pedir disculpas, y me decía frases como ‘tanto trabajo inútil’ o ‘lo siento mucho’”, me contó divertido Eduardo Antonio Parra—, al final el poeta aceptó y cedió.

Eso sí: para la publicación de esta antología José Emilio quiso que se observaran ciertos criterios: primera, no quería que se incluyera todo, sino una selección cronológica lo más estricta posible a partir de la propuesta de Eduardo Antonio Parra que él aprobó.

Pidió, por otra parte, no incluir los poemas que aparecían a veces en ‘Inventario’, pues eran siempre versiones anteriores a las publicadas después en sus libros. Tampoco quiso que se incluyeran sus traducciones de poesía, ya que éstas iban a salir en versiones corregidas en la recopilación Aproximaciones.

—Así que el proyecto por fin vio la luz —me dijo Eduardo Antonio Parra—. En la selección, también participó el propio José Emilio, quien descartó algunos textos. Y, luego, Paloma Villegas, José Ramón Ruisánchez y Héctor Manjarrez descartaron otros más… Al final quedaron tres tomos, alrededor de dos mil cien páginas, y, sin duda, una de las obras más versátiles de nuestro periodismo y de nuestra literatura. Marcelo Uribe y yo siempre lo platicamos: estos inventarios son la enciclopedia cultural de México.

IV

Inventario / Antología consta de tres volúmenes: el primero abarca de 1973 a 1983; el segundo, de 1984 a 1992; y el tercero, de 1993 a 2014. ¿Qué van a encontrar en ellos? Quizá lo mismo que halló Eduardo Antonio Parra…

Primero que nada: la enorme erudición de José Emilio y, sobre todo, su precocidad intelectual.

—Eso fue lo que inmediatamente me sorprendió —me comentó Eduardo Antonio en un momento dado de la charla—. Cuando empecé a releer los inventarios me encontré con sus primeros textos, los cuales yo desconocía porque mi acercamiento a él fue a partir de Proceso. Bueno, cuando José Emilio inició su columna… ¡tenía 34 años! Mientras yo leía estas primeras páginas, me decía: hijo de su madre, ¿cómo le hace para saber tanto?, ¿cómo le hace para poder hablar de todos estos temas con tanta soltura?

La convivencia con los inventarios le permitió a él, además, tener un conocimiento mucho más profundo del pensamiento de José Emilio Pacheco.

Eduardo Antonio ya había leído sus libros de cuentos, sus novelas, algunas de sus obras de poesía, sin embargo, cuando se adentró en los inventarios de repente se dio cuenta del inmenso bagaje cultural y del abanico de intereses que movían a José Emilio.

—Eso me sorprendió muchísimo —admitió Eduardo Antonio—. En algún momento me decía: no hay tema que no pueda abordar, y no hay tema que no pueda relacionar con la cultural y con la vida cotidiana; siempre partiendo con la idea de lo que somos y echando una ojeada a lo que fuimos. Sin duda en los inventarios encontrarán las fuentes de lo que somos ahora como individuos, como entes culturales y como país…

Algo es cierto: ‘Inventario’ fue muchas cosas para mucha gente. Para algunos, la columna era un diario de lecturas. Eduardo Antonio estuvo de acuerdo en eso:

—Ninguna literatura le era ajena. Lo mismo escribía de best sellers que desmontaba para exhibir su fragilidad, que de autores noveles, algunos prácticamente desconocidos aquí. A mí me sorprendía muchísimo la comunicación que tenía José Emilio con otros países y la literatura que emanaban; en ese sentido estaba al tanto de lo que sucedía en los diversos países de América Latina. Incluso en los ochenta, cuando ya no había tanta comunicación entre los escritores latinoamericanos, él seguía estando al tanto de las novedades. Estaba al tanto de lo que se publicaba. Era un lector voraz. Era un lector anómalo, pues leía todo lo que caía en sus manos. ¡¿Y cómo le hacía?!

Los libros, las vidas de los escritores y las relaciones entre ellos eran temas que frecuenta una y otra vez JEP. Le dedicó líneas a Pablo Neruda, Julio Cortázar, Jorge Luis Borges o Juan Rulfo. También a Ezra Pound, Rubén Darío, Oscar Wilde, Alejo Carpentier, Carlos Fuentes, José Revueltas, Susan Sontag o Daniel Cosío Villegas.

De igual forma escribió sobre museos, películas o encuentros literarios al tiempo que se filtraban sus obsesiones; entre ellas, desde luego, estaba la poesía y sus poetas: de Ramón López Velarde a Octavio Paz, pasando por los del siglo XIX.

—Yo conocía los inventarios de semana en semana, pero no era lo mismo ese hábito que leerlos de un tirón —advirtió Eduardo Antonio Parra—. De pronto ahí me di cuenta del alcance que tenía…

Entonces puso un ejemplo: es cierto que José Emilio hablaba de novedades editoriales, de autores, de hechos culturales, a veces de historia, sin embargo estaba muy consciente de lo que estaba viviendo la gente en aquel momento; a veces, hablaba de la coyuntura social o política. Pero no se detenía ahí. Desde los inicios, Pacheco solía enfocar su mirada tanto en los sucesos trascendentes de la política y la cultura que ocurrían en “tiempo real” como en los acontecimientos pretéritos que los habían desencadenado.

Dicho esto, Eduardo Antonio hizo una breve pausa para darle otro sorbo a su café. Luego recordó que la antología abría justamente con el golpe de Estado en Chile. Lo que uno lee ahí no es una columna clásica (como las muchas que seguramente salieron en 1973); no. José Emilio se avienta, en breve, ¡una historia de la cultura política en Chile!

Eduardo soltó una risita, y añadió:

—Es ahí cuando uno dice: hijo de su madre, todo lo trae en la cabeza. Me queda claro que José Emilio era la memoria. Creo que al recorrer estas páginas comprenderán la vocación memorialista de José Emilio como una labor de rescate y preservación; comprenderán, de igual forma, esa actitud como hombre de letras que quiere extender a todos los demás los conocimientos adquiridos en innumerables lecturas, sus dotes de creador serio y lúdico. Porque, además, José Emilio hurgaba en todos los rincones de la historia, sobre todo en esa que no es la oficial y que es mucho más divertida y mucho mejor contada.

Aquí le interrumpí: ¿a qué se refiere exactamente?, le pregunté a Eduardo Antonio.

—Una de las cosas que más me fascinó de los inventarios cuando los volví a leer —dijo—, fue esa pasión por el chisme que tenía José Emilio. Pero por el chisme que, con el paso del tiempo, se convierte en historia literaria. Uno de los que incluí fue el de la mujer de Miguel Acuña, Rosario. Yo no sabía (hasta que leí los inventarios) que no sólo Miguel estaba enamorado de ella: todos los poetas de su tiempo, hasta Guillermo Prieto que por entonces ya era un viejito, cayó a sus pies. Incluso, es el propio José Emilio quien escribe que el paso del tiempo dignifica los chismes de una época y los convierte en historia. Pero no sólo estaba interesado en el siglo XIX, le encantaban los chismes de la primera parte del siglo XX y, desde luego, los de su época, aunque para estos era un poco más recatado.

José Emilio Pacheco. / Foto: Octavio Nava (Secretaria de Cultura CDMX).

Que dijera esto me dio pie para hablar de los pleitos que José Emilio Pacheco tuvo con otros escritores. Le pregunté si en la primera selección que él hizo había incluido uno o dos de ellos.

Eduardo Antonio esbozó una sonrisa cómplice. Y negó con un movimiento de cabeza.

—No. Desafortunadamente, no. Esos quedaron fueran. Pero, en efecto, eran geniales. Por ejemplo, cuando se pelea con Adolfo Castañón, con José de la Colina, y también con Juan José Gurrola. Algunos fueron muy célebres. Recuerdo el madrazo de José de la Colina y la respuesta de José Emilio, o el madrazo de Gurrola y la respuesta de José Emilio. ¿Cómo olvidar la manera en la que concluyó el pleito entre ellos dos? Como sabes, José Emilio lo cierra con un poema malísimo, pero malísimo hablando de malignidad, en el que termina diciendo: pobrecito de Gurrola, que estudió para Orson Welles y se graduó de Capulina.

Aquí, volví a la carga: ¿por qué no incluyó alguno?, me vi diciéndole (quizá, ingenuamente).

—No quise incluir ninguno porque, aunque geniales, son parte de la historia del chisme. Eso, por un lado. Por el otro, recuerda que no se publicaron realmente en los inventarios, sino al margen de la columna como un apunte, como un anexo… Eso sin mencionar que algunas de las respuestas fueron publicadas en la sección de cartas de la revista.

—Algo que se le criticaban a José Emilio, o que se le señalaba —le dije a Eduardo Antonio Parra—, era su pertenencia a los grupos de poder, en particular al grupo de Octavio Paz. Una actitud que de pronto quedaba en evidencia precisamente en los inventarios, con los elogios desmedidos o las palmadas en la espalda entre ellos.

—Sí, tienes razón. Era evidente que había ese elogio entre ellos. Mira, yo lo que he notado es que José Emilio sí pertenece al grupo, pero creo que era de los más solitarios también. Es cierto: había una admiración que no disminuyó nunca por Paz y por Carlos Fuentes, se nota. Pero lo puedo entender porque los conoció cuando él tenía 17 años, y los leyó en esa época. A esa edad, José Emilio ya mostraba una gran inteligencia y capacidad. Entonces, hay una admiración sin límites para Carlos Fuentes, también para Octavio Paz. De hecho, a Paz lo siguió viendo como el guía, como el maestro, el poeta mayor. (Esa es una cuestión que tienen mucho los poetas, no sé si lo tengamos los narradores, el de la jerarquía: el que manda es “él”, porque es el mejor de todos). Así que sí, se nota… Sin embargo, José Emilio siempre trató de mantenerse al margen de muchas cosas.

“Ahora bien, no hay tantos inventarios, al menos no recuerdo demasiados, que sean las palmadas a la espalda a los de su generación, a los de Casa de Lago, que era su grupo. Sí habla bien de Juan García Ponce, por ejemplo, de Juan Vicente Melo, Inés Arredondo o Sergio Pitol. Pero por lo regular destaca el valor literario de las obras de ellos. No lo veo yo como dándoles coba. Todos ellos son escritores con mucha calidad, así que está difícil que sólo sea coba. Y, además, José Emilio tenía otro punto a su favor: sabía de todas (o casi todas) las novedades literarias, así que sabía por dónde iban la cosas. Entonces, sus intereses eran muy amplios. Sí le daba atención a su propio grupo, a su propia mafia (por decirlo de alguna forma), pero siempre estaba atento a su alrededor: qué estaba pasando en los márgenes, qué en provincia, qué en las editoriales independientes. Insisto: yo no sé de dónde sacaba tiempo para leer tanto”.

V

Vamos a dejarlo claro: la escritura del conjunto de todos los inventarios publicados por José Emilio Pacheco fue una tarea de proporciones casi fuera de alcances humanos. Pues no hay que olvidar que, a la par, ejercía y practicaba la literatura en otros frentes: fue poeta, novelista, cuentista, traductor, guionista de cine, cronista, ensayista, conferencista, profesor universitario, estudioso académico de la literatura y antologador.

Y no sólo eso: han sido también muchos los que han visto en su pulcra escritura algo que imitar.

—Uno de los aspectos que más sobresale de la antología —le dije, de pronto, a Eduardo Antonio Parra— es la brillante escritura, la excelente redacción, la gramática amable de José Emilio. Es perceptible cómo su estilo va modificándose, perfeccionándose.

—En efecto. Eso. Yo diría que perfeccionándose. Porque, desde un principio, creo que él busca ese estilo y lo va puliendo y lo va puliendo; es un estilo que a mí también me llama mucho la atención: a mí me parece que, como Jorge Luis Borges, José Emilio fue tendiendo hacia la simplicidad cada vez más. ¿Por qué? Porque él estaba muy consciente de que era para el lector de un periódico. Él tenía esa idea, esa convicción, de que el periodismo cultural tiene que ser claro, sencillo y preciso para no meter en bronca a los lectores. Se trata de atraer lectores a la cultura, no de expulsarlos ni de complicarle las cosas. En ese momento varios de los grandes columnistas (incluidos los de política) tenían una prosa mucho más densa, mucho más cerrada, mucho más difícil, y José Emilio siempre tendió a la claridad, a la precisión. Para mí tenía una capacidad de síntesis semejante a la de Alfonso Reyes, de quien heredó eso. Así que este estilo José Emilio lo fue puliendo hasta hacerse cada vez más rítmico, cada vez más claro, cada vez más preciso.

“Escribir bien es mi mayor ambición”, dijo más de una vez José Emilio Pacheco. Y sí: revisar Inventario es, en este sentido, lo más parecido a una gran lección en el arte de escribir…

—Y también de periodismo —me subrayó Eduardo Antonio. Y, convencido de cada una de sus palabras, añadió—: hay muy pocos ejemplos de periodismo cultural de tan alta calidad.

Entonces me contó la sentencia a la que llegaron Marcelo Uribe y él antes de que vieran la luz estos tres tomos: cuando se publiquen los inventarios de José Emilio Pacheco va a ser la Biblia del periodismo cultural en este país. Va a ser el libro de cabecera para todos los que quieren escribir periodismo, para todos los que son escritores.

Cuando le pregunté si seguía convencido de ello, ni lo dudó:

—Yo espero que sirva de modelo, de alguna manera… Cuando estaba releyendo todos los inventarios pensé, soñé, que, cuando se publicara la antología, todos los periodistas culturales lo iban a tener como libro de cabecera.

Pero además, para Eduardo Antonio Parra, esta antología aparece en un momento especial: cuando el periodismo en general, y sobre todo el periodismo cultural en particular, está en crisis.

Le pregunté en qué sentido lo decía.

Eduardo se tomó unos segundos, mientras bebía otro sorbo de su café. Entonces dijo:

—Desde mi punto de vista, creo que se han olvidado muchísimas de las discusiones que tiene José Emilio en sus inventarios. Por ejemplo, ya casi nadie se pregunta cómo somos los mexicanos, como si le valiera a todos. Ya nadie piensa en la palabra idiosincrasia. Yo no sé si ya se devaluó por completo. Otra cosa: la historia de México está perfectamente olvidada. Ya no la enseñan en la escuela, ya no la enseñan en ningún lado, sólo los que tienen un interés en particular van y lo buscan, pero la gente en general tiene una incultura galopante. En ese sentido, me parece que no la han sabido vender. Uno debería echarle una ojeada a los inventarios y ver cómo maneja los temas históricos José Emilio; es una manera muy buena de venderlo: relacionándolo con el presente, relacionándolo con lo que somos, relacionándolo con nuestra manera de pensar. Hoy se ve una tendencia hacia el desinterés, por no decir ignorancia, en muchas cosas… A mí me parece que los inventarios podrían prender la mecha en los periodistas culturales.

—El diagnóstico es alarmante.

—Pero es verdad. De pronto percibo que el debate cultural está congelado, está detenido, está paralizado… Tú lo decías bien: a finales de los ochenta, principios de los noventa, abrías los suplementos y se estaban discutiendo mil cosas. ¡Hoy no ves nada! Como que a todo mundo le vale. Lo único que interesa, si acaso, es dar cuenta qué libros salieron, publicar la entrevista a un autor, la cual, además, es una pequeña nota (le hacen una entrevista de dos horas y publican cuatro preguntas). Por supuesto, esto no es sólo responsabilidad de los medios y sus periodistas, también lo es de la gente. A veces pienso que no se modifican las cosas porque la gente no lo exige, y me da la impresión que tampoco le interesa. Y aunque está la internet, también ahí es difícil encontrar debates de calidad. Es muy triste lo que está pasando, pero a veces ya me limito a decir solamente eso, que es muy triste, porque van decir pinche viejito nostálgico…

Dicho esto, Eduardo Antonio soltó tremenda carcajada, contagiosa. Tratando de ponerme un poco serio, quise agregar algo, pero él me interrumpió:

—El periodismo cultural debería ser en este momento el enlace del arte con la gente, y no lo está siendo ni haciendo. Se supone que son los periodistas culturales los que deberían enlazar la cultural con el público, y no lo están haciendo. Están haciendo un periodismo cultural casi-casi de boletines, o repitiendo nada más lo que dicen los funcionarios. Hay sus excepciones, y eso es bueno, desde luego; pero, en general, no se habla más a profundidad, no se debate, no se discute, no se despiertan conciencias…

Charlar de todo esto, al final, nos llevó a una última reflexión.

—Creo que muchos de sus lectores asiduos estarán de acuerdo en que la columna firmada por José Emilio era para nosotros no sólo una verdadera enciclopedia de la historia y la vida cultural de México, sino una ventana para observar con atención los principales sucesos de la historia y la literatura universales, además de ser una excelente cátedra de las posibilidades expresivas del periodismo, de la ficción y de la poesía. Los temas que abordó José Emilio fueron muchos. Todo está ahí mencionado, todo está registrado, todo está relacionado con la cultura y con la vida actual… Son tres libros, son dos mil páginas, que ayudan a comprender perfectamente quiénes somos, quiénes fuimos, qué es México y por qué México es así.

En la contraportada de los tomos, los editores lo apuntan: Inventario es el libro más largamente esperado de José Emilio Pacheco.

Y tienen razón: primero fue sueño colectivo que todo mundo esperaba, luego se volvió un rumor, después se convirtió en un objeto de deseo (sin siquiera existir). En 2017, tras una larga espera, la antología llegó por fin. Y sigue siendo hoy una delicia su lectura.

En la conferencia de prensa citada al inicio de este texto, Juan Villoro lo dijo muy bien: es un momento histórico la publicación de Inventario; luego, emocionado, fue más allá: finalmente ve la luz uno de los libros más esperados de la literatura mexicana.

Y, sí, en efecto: no se equivocaba.

Nota bene (1): este texto fue publicado originalmente en la revista internacional de literatura y cultura visual Transgresiones, en 2018. Ha sido ligeramente editado y actualizado para su publicación en estas páginas electrónicas culturales.

Nota bene (2): en su página electrónica, Ediciones Era ha compartido el prólogo del escritor y periodista Juan Villoro para la segunda edición de Inventario, así como una fragmento; pueden leerlo en el siguiente enlace: aquí.

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