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Esa piedra que está ahí, que estoy trabajando, lo sabe todo

La escultora Ángela Gurría, referente en la historia de la plástica mexicana, falleció este viernes 17 de febrero a los 93 años.

Febrero, 2023

Un diálogo entre metafísico y mágico era el que la escultora de largas manos y grácil cuanto altiva figura, Ángela Gurría, establecía con la cruda y burda materia con la que trabajaba su conjunto escultórico. Una suerte de comunión física, que le exigía un desgastante trabajo físico, era la que le permitía extraer figuras geométricas, máscaras —especialmente calaveras—, criaturas fantásticas extraídas de las rocas, piedras, minerales y metales, muchas de ellas de gran formato y épicas dimensiones. Su vocación inicial como religiosa y luego como dramaturga y teatrista quizá la conformaron como una especie de eremita que construyó un mundo fantástico en su casona de Coyoacán, en la que concentraba sus esfuerzos creadores entre perros, plantas, árboles y senderos laberínticos en su jardín. La primera mujer en ser admitida en la Academia de Artes de México nació el 24 de marzo de 1929 en la Ciudad de México, urbe en la que falleció el viernes 17 de febrero de 2023, a un mes de alcanzar los 94 años. Reproducimos el siguiente texto en su memoria.

“Grupo de sirenas busca lago para habitar”. Tal será, palabras más, palabras menos, el texto que aparecería impreso en el minúsculo cajón tipográfico en los anuncios clasificados de un periódico tabloide de amplia circulación, acompañado de un teléfono de la zona central de Coyoacán. Y detrás del enigmático mensaje, yacerán una magnifica serie de esculturas de dos metros, trabajadas en tiras de metal que vibran y casi bailan con un sistema mecánico de muelles, ataviadas con coronas y colas con plaquitas aún no fijas, que serán sus escamas. Sólo falta terminar una para completar la serie de seis piezas, pensadas para instalarse en la ribera o incluso en el lecho de algún cuerpo de agua.

Reposando en una cómoda banca de su intrincado jardín, en el que se mezclan árboles centenarios con plantas floridas, algunas mascotas que vienen y van a su antojo, mesas y herramientas de trabajo, con un número abundante de tallas en piedra y figuras metálicas, se encuentra la escultora Ángela Gurría, presta para la risa ligera, de vida tranquila y memoria vigorosa, envuelta en una ruana, plenamente confiada en que este mensaje que comunicará tan azarosamente como una botella arrojada al mar, conseguirá que, en algún futuro no muy lejano, sus sirenas de metal pueblen el paisaje urbano de alguna ciudad.

Y no será sino una más de las cientos de obras suyas regadas por todo el país durante su larga trayectoria que rebasa el medio siglo y de la que forman parte obras tan conocidas como los cuernos uno blanco y el otro negro que representan al África y que abren la Ruta de la Amistad en Señales, como parte de la Olimpiada Cultural de 1968; la monumental pieza integrada al paisaje en el final de la segunda etapa del Sistema Cutzamala; las cinco torres que alcanzan los 30 metros de altura en Tenayuca, el Monumento al trabajador del drenaje profundo, o la Espiral Serfín, ejecutada en vidrio, de la desaparecida institución bancaria de Monterrey.

Tan apabullantes y magnas obras escultóricas, empero, contrastan absolutamente con la sencillez de su vida cotidiana y su propia persona, ahora frágil por los años acumulados y algunas enfermedades contraídas en el ejercicio del oficio, por cargar, manipular y aspirar las piedras domeñadas, por los bultos de cemento que cargaba y subía por escaleras. “Lo he pagado, pero en serio”, comenta sin arrepentimiento. Pero, sobre todo, por la ligereza y la humildad con la que asume su papel como artista, como escultora influida y educada por algunos de los más importantes artistas de mediados del siglo xx, como Germán Cueto o el hondureño Mario Zamora, y también con fundidores como Abraham González o Montiel Blancas, pero no chista en aceptar los diseños de los artesanos indígenas.

Y, sobre todo, al pensar en torno a los materiales que más le interesan, inmediatamente se remite a la piedra, con toda la carga prehispánica de las tallas y los monumentos que existen en México. Al grado de preguntar retadora, qué otro país cuenta con las maravillas que se conservan aquí. Y define las piedras de la cultura azteca: “Cruel, terrible. Todos son monstruos. Pero, en un momento dado, uno se encuentra en el Museo (de Antropología e Historia) con un vaso de corazones que es la pieza más bella del mundo, para mí. Y esa influencia puede verse en todo mi trabajo. En las muchas calaveras, el Tzompantli una de ellas, pero que conste que fui la primera en realizar uno, después de siglos. Es que son terribles, porque al fin y al cabo, hay miedo a la muerte. En ciertas religiones como la católica, la muerte es un factor definitivo y yo hago cosas que preceden a la muerte”.

Ángela Gurría, Paseo Tollocan [juguetes populares], Paseo Tollocan, Estado de México, 1972. / Foto: Kati Horna / Academia de Artes.

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El recuerdo más insistente que la escultora guarda su padre, el jurista chiapaneco José María Gurría Urgell (1889-1967), es cuando les leía poesía a sus cuatro hijos en la espléndida y nutrida biblioteca familiar en la casona que tenían en la colonia Roma, justo frente a la plaza Río de Janeiro. Los poemas eran una presencia constante en la casa del profesor de economía política y derecho internacional en la UNAM, pero sobre todo, la exigencia de saber y conocer como leer bien. Esa dinámica familiar los impulsó a todos a la lectura. Era costumbre, por ejemplo, que cuando alguno de ellos ignoraba una palabra, los remitiera al “tumbaburros”, a consultar alguno de los muchos diccionarios y enciclopedias de su propiedad.

Nada extraño viniendo de un licenciado que era, además, un reconocido poeta, a quien apodaban el “Romancero del Grijalva”, ya que publicó sendas colecciones narrativas tituladas Romancero del santuario, de  Tabasco, de Grijalva, de Pichucalco, del recuerdo, de los tres dioses y de Veracruz. Y buena parte de los libros que conforman su amplísima biblioteca —la de su sala principal, pues en cada habitación de la casona coyoacanense hay abundantes libros—, provienen de esa vieja colección paterna. Dos estantes completos, contienen, precisamente, títulos de poesía, desde una muy vieja edición de la Inundación Castalida, de Sor Juana, hasta la reunión integral de escritos de Carlos Pellicer.

“Para mí cada libro de poesía es un balcón, es una ventana, es un cúmulo de sensaciones y de pinturas que va uno imaginando”, resume.

Otro recuerdo prístino de su niñez aflora en la charla. La nana que la cuidó, una persona profundamente religiosa, de un catolicismo acendrado, la tomaba de la mano para hacerla atravesar la plaza y arribar al edificio deslumbrante, situado a unos metros de su hogar, permanentemente habitado por música. Los fantásticos sonidos, emergidos lo mismo del campanario que del coro en la iglesia de la Sagrada Familia, en la esquina de Puebla y Orizaba de la colonia Roma, de estilo neorrománico y administrado por jesuitas. Ahí, la nana explicó a la pequeña infanta que esos personajes metidos en casitas, tenían la facultad de quitar los pecados. Evidentemente, sus breves años le impedían tener una conciencia del significado de esa palabrita, aunque supo que en ese sitio había seres que quitaban o  daban algo. “Era algo así como el gran misterio”, explica aún conmovida.

Conforme iba creciendo, Ángela fue haciéndose cada vez más consciente de que era afín a tales misterios. Es decir, que era una creyente en dios o como quiera llamársele: “Algo inasible, pero maravilloso, que espera en algún lado”. Por la época y el entorno en el que creció, sus inclinaciones místicas derivaron en el catolicismo. Y sintiendo una seria vocación religiosa, quiso abrazar los hábitos y convertirse en monja, parte de la congregación del Espíritu Santo, cuyo convento en Coyoacán se encontraba entonces repleto de postulantes muy jóvenes que cantaban con una gran calidad. Asunto que su padre prohibió de manera tajante. “Cantaban sensacional, era como oír Ángeles. Algo que me dejó atónita”, rememora.

Ángela Gurría, Homenaje a los trabajadores del drenaje profundo, Tenayuca, 1974-1975. / Foto: Kati Horna / Academia de Artes.

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Tras el infructuoso intento por dedicarse a la vida contemplativa y dada su natural inclinación por la literatura, Ángela quiso escribir teatro. En la Universidad Nacional, Rodolfo Usigli, el gran dramaturgo mexicano, fue quien le recomendó que requería primero trabajar como personaje, como actor, para entender cada una de las partes con las que se construye una escena y la invitó a sumarse al Teatro Universitario, una compañía de primer orden en el país. El mundo le parecía un espléndido sitio que se le abría tras su truncado anhelo monjil. Sin embargo, al llegar feliz a casa, a contar tal privilegiada propuesta, descubrió que la palabra teatro era tabú para las señoritas de familia de entonces y recibió una nueva y terminante prohibición paterna: “Lo siento, hijita: o cambias de carrera o no regreses a la UNAM”.

No iba a permitirlo. Así que prefirió inscribirse en la Facultad de Filosofía y Letras. Aunque cambiaría de ámbitos y de temas, se mantendría cerca de la lectura y de la escritura. Ya desde entonces, mantenía una afición privada, una distracción solitaria: realizar pequeñas tallas con los trozos de madera que servían para la caldera del boiler con una pequeña navaja. Con ellas, ejecutaba personajes para el teatro y muchas otras figuras, a manera de manualidad. Pero al mostrar una de “las leñas esas” a su maestro de letras modernas en la facultad, Justino Fernández, el historiador y filósofo, además de crítico de artes plásticas, le advirtió, terminante: “Deje todo lo que usted hace. No tiene por qué estar leyendo. Se pone usted a trabajar como escultora”.

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Y la recomendación del especialista en arte devino, finalmente, en la vocación exacta para ella, en la disciplina que habría de convertirla en una de las creadoras mexicanas más importantes. La menor de cuatro hermanos brillantes, entre científicos, deportistas y, en general, profesionistas de excepción, había hallado su destino. “Yo vivía en otro canal. Uno que nadie había conocido, porque no tenía número. Volaba por todos lados tratando de encontrar algo que me satisficiera. Entre energías, dándome de golpes. Y fue la escultura. Usar las manos fue una apertura fantástica. No era sólo el pensamiento o escribir poemas románticos, ni nada de nada, aquí era toda yo, con mi fuerza —porque era muy fuerte—, era algo innato, algo que tengo absolutamente así como tengo dos ojos y una nariz muy larga y una boca muy grande”.

Los escollos paternos no pararon ahí. El requisito para permitir que Ángela estudiara escultura fue la de encontrar una escuela en la que no se trabajara con modelos de desnudo en vivo, por lo que la Academia San Carlos y la UNAM quedaban descartados. Así, acabó inscrita en el México City College de la Universidad de las Américas. Una contradicción total, ya que su familia se preciaba de un nacionalismo acendrado que, casi naturalmente, rechazaba “lo gringo”.

Justamente ahí fue donde conoció a uno de sus maestros fundamentales, don German Cueto, un escultor de excepción, además de titiritero y cineclubista, que había formado parte del estridentismo y residido en el París vanguardista durante largos años. Lejano del figurativismo nacionalista y decididamente abstracto y moderno, lo que le alejo injustamente del reconocimiento amplio que merecía, el artista mexicano subsistió de la enseñanza y consiguió ser un maestro de primera, sumamente sensible, que dejó en Ángela enseñanzas fundamentales, como la siguiente: “Piense al hacer la obra que el barro es la vida, el yeso es la muerte y el mármol la resurrección. Entonces yo viví conforme a eso toda la vida. Todo era una secuencia. Era un maestrazo, fantasioso, podía hacer una cosa perfectamente figurativa y, de pronto, toda la esencia de lo figurativo pasaba a una abstracción formidable. Es el maestro, para mí”.

Ángela Gurría, Tzompantli, 1993. / Foto: Archivo Fotográfico Ángela Gurría / Academia de Artes.

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Esos “palitos que me pasaba talle y talle”, ese trabajo manual, fue el que habría de definir, finalmente, su destino; de dotar de riqueza a su vida, y que la encarrilaría en una ruta hasta entonces ignota para ella: la escultura. Tuvo otros maestros, naturalmente, para adquirir mayor seriedad, para poder “dibujar la forma” y saber trazar perfectamente. Estos guías de materiales y técnicas le compartieron sus pequeños secretos, lo mismo para hacer escultura que para tener buenas bases plásticas y sentir los materiales. Así fue como la piedra, el barro y los metales, entraron en su vida.

Las piezas iban acumulándose en su estudio, desde retratos muy formales técnicamente, hasta trazos más libres y sintéticos. Primero en forma de obras religiosas que renovaron el arte sacro que se realizaba en México. Luego, desde 1957 había participado con diversas piezas en exposiciones colectivas en la Galería de Arte Contemporáneo, en 1957, o en el Salón de la Plástica Mexicana, en 1958 y 1959. Fue en ese año, cuando una amiga suya llevó sus piezas a un pequeño espacio sobre avenida Reforma, la Galería Diana, propiedad del compositor español Jesús Bal y Gay y de Vera Stravinsky, la primera privada en México. Ahí, donde expusieron importantes artistas como Remedios Varo y Leonora Carrington, Ángela tendría su primera exposición individual en 1959.

Y desde esos años, la exhibición pública de su obra sería incesante, pues unos años más tarde, en 1965, recibiría su primer encargo monumental, La familia obrera, una pieza de cuatro metros en la Tabacalera Mexicana. Lo que ratificaría al resultar ganadora del primer premio en la iii Bienal Mexicana de Escultura, en 1967, por una puerta-celosía, de escultura integrada a la arquitectura. O al ser la primera mujer en ser aceptada, como miembro de número, en la Academia de Artes de México.

“Llega el problema de que la escultura no es plana ni facetada. No, es pesada, y en eso tiene lo contrario de la pintura. Cualquier gente que se atora con la escultura prefiere la pintura, por eso es que pasa, prácticamente, a un segundo lugar, hasta no pasar a otro nivel. Un cuadro lo cuelgas en una pared y lo mueves fácilmente. Nadie sabe lo que es una escultura hasta que la pesa. Ahí es cuando yo conozco que la escultura es un trabajo de muchos para muchos. Es importantísimo”, confiesa la ganadora del Premio Nacional de Ciencias y Artes 2013.

Además de la muerte y las calaveras —las calacas han aparecido en todas sus exposiciones—, otro de los temas recurrentes en su obra son las mariposas, pues le representan lo efímeros que somos. Llevan consigo el proceso más simbólico: del capullo que la larva rompe y muere, en su momento, para que salga la mariposa. “¿Cómo fue posible que pudiera quebrar todo lo que la oprimía y, por fin, fuera del capullo, tiene la libertad? ¡Es fantástico! Yo, que ya me estoy despidiendo, cada vez más siento la relación del hombre efímero preocupándose por tantas cosas”.

La escultora Ángela Gurría.

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Pero la escultura puede resultar un oficio fatídicamente complejo, absorbente y que exige sus propios ritmos. Para descubrir que en un bloque de ónix yacía una mariposa de noche que habría de esculpir, por ejemplo, tardó 15 años. Era una piedra por la que enloqueció nada más mirarla y que compró al mirar justo cuando la introducían en una cizalla terrible que transformaría un material tan bello en mosaicos para pisos y para baños. Pero mantuvo ese trozo inerte sin saber cómo trabajarlo, hasta que su nieta mayor llegó con un ejemplar inerte de uno de estos lepidópteros y le fascinó mirar la belleza absoluta de ese cadáver que mostraba las alas abiertas, no contraídas. Esa visión le descubrió, casi de inmediato, que las vetas y las marcas naturales de la piedra se correspondían justa y simétricamente con las alas, los ojos y, en fin, el cuerpo de una de estas criaturas. Ahora una de sus piezas favoritas que adorna la mesa central de su biblioteca y la conmueve cada que la mira.

“Realmente un escultor no es figurativo o abstracto. Al final, cada pedazo de madera o de piedra es un objeto que lo saben todo. Esa piedra que está ahí, que estoy trabajando, lo sabe todo. El escultor nada más recibe ondas, el impulso, la vida, que cada quien lo manifiesta como se antoja”, confiesa.

Pero tales milagros se han vuelto cotidianos en su sensible existencia. Uno de los más extraordinarios ocurrió cuando su ayudante, una persona mayor que conocía muy bien los materiales, alguna vez detuvo su ejecución. “No siga, espérese un momento”, le pidió. Bastó que el cantero diera un pequeño golpe con el nudillo a esa piedra enorme, para que esta echara unos hilillos de agua pura que preservaba en su interior, un líquido guardado por mil o más años, que emergió en ese momento.

Esa es la razón por la que ha trabajado poco la madera ya que siente que detrás está el árbol. Es una gran amante de las plantas, habla con ellas, las conoce y posee un magnífico fresno centenario en su casa de muchos metros de altura. Pero incluso siente mucho coraje cuando ve que sacan las piedras con dinamita, lo que las deja dolidas, heridas, y frecuentemente, al terminar una obra, un golpe las abre y estropea. “Eso es muy doloroso. Acabar algo, que es una idea, mi idea, dar el último trancazo a la pobre piedra y se abre porque ya estaba moribunda. Yo siento que todo está vivo”.

La charla continúa entre risas ligeras y memorias divertidas, en tanto que Ángela recuerda que tiene un segundo anuncio que contratará en los clasificados de ese mismo diario de circulación nacional: “Rosa de los Vientos busca glorieta para instalarse”.

Y con toda certeza, esa triple estrella de varillas entrecruzadas que ahora no mide más de 30 centímetros, habitará algún día, transformada en una pieza monumental de cuatro o cinco metros de diámetro y con un mecanismo que las hará girar sincronizadamente, el cruce de avenidas de cualquier urbe del país. Y Ángela, con esa sonrisa tan embelesadora, se mantendrá tan sencilla, tan sin complicaciones, como siempre.

Ángela Gurría, Mural de mariposas o Celosía de mariposas, 1993. / Foto: Proyectos Monclova
[Nota bene: una versión más corta y editada de la presente entrevista fue publicada originalmente en el número 132 de la revista Chilango, en el ejemplar correspondiente a noviembre de 2014. Reproducimos el texto original con autorización del autor.]

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