Relatario: Edición Especial

Una familia para Angélica

Abril, 2025

Salvador siempre se marcha antes de las seis de la mañana, cuando la vecindad está en silencio. Don Chava sale con dos vitrinas repletas de gelatinas en el mismo momento en que Lupe, la del 4, despide a su último cliente de la noche.

Esta vez lo acompañé hasta la entrada. Creí que de último momento me animaría a platicarle lo del bebé, pero no fue así. Me quitó la intención cuando comenzó con su cantaleta: Angélica, debes pensar en formar una familia y no sólo andar loqueando.

Desde hace tres años, después de que cumplí 15, se despide igual, no se da cuenta que me choca, que me apresuro a besarle la mejilla para que termine de irse. Tampoco entiende mi ironía cuando le digo: salúdame a tu familia.

Cada mes, dos o tres días, se queda en casa. Apenas llega y comienza el desfiladero de viejas; vienen a ver la fayuca y a coquetearle. De mis vecinas todo mundo sabe que le talonean, pero estas viejas, casadas y creiditas, bien que se avientan sus fajes con mi padre.

A Martha y a mí nos trae la pensión, ropa y cremas.

Hoy me quedé mirándolo mientras caminaba a la avenida. No me considero sentimental, pero se me escaparon las lágrimas. Tenía los recuerdos a flor de piel y no me atreví a contárselos. A mi mente vinieron los años de primaria, cuando fui blanco de burlas; las veces que me desgreñé a las tipas de la secundaria para que dejaran de gritar que mi madre y yo éramos La Guayaba y La Tostada y los novios que se horrorizaron al mirar mi brazo y pierna izquierdos.

Regresé a la vivienda.

Con Martha ocupamos la 11, atravesando los lavaderos, junto a la de Reyna, quien se levanta regañando a su madre por no hacerle el jugo a tiempo y todas las tardes escucha a Joan Sebastian. Un cuarto, una pequeña cocina y un baño sin regadera es toda nuestra casa.

Martha tiene 48 años. En 1970, cuando tenía 30 años, comenzó a secarse luego de una quemadura en el tubo digestivo.

Come poco y casi siempre desayuna lo mismo y en el mismo changarro: un sope sin grasa y con poquita salsa. Le quita la orilla y lo come a pellisquitos; teme atragantarse. Ella dice que sólo la caguama le pasa sin lastimarle la garganta. Es limpia, pero se mira descuajeringada porque todas sus prendas le quedan grandes y su ralo cabello no se aplaca.

El dinero de mi padre, el señor Rodrigo, no alcanza para todos los gastos, por eso Martha lava y plancha ajeno. Viernes y sábado limpia oficinas y el domingo casi siempre se emborracha.

Antes no la quería, sentía que ella tenía la culpa de mi piel quemada. Me chocaba verla llorar cuando estaba borracha y reprocharse por no haber sido más valiente para no dejar que me llevaran a Estados Unidos.

Todo cambió cuando me practicaron el aborto. Para empezar no sabía que estaba embarazada, pero me vino una hemorragia. Martha me llevó al Hospital de la Villa y al llegar me desmayé. Desperté para volver a dormir. En el quirófano sentí una aguja que traspasaba mi piel y un líquido frío me llegaba a las vértebras. Para mí, se apagó la luz; pero escuchaba las voces de los doctores: uno me insistía en que no debía dormir y que le dijera mi nombre. Intenté responder, pero las palabras no salieron y sentí un poco de miedo por pensar que alguien o algo volvería a separarme de Martha.

Martha tenía mi edad (la que tengo ahora), las caderas redondas y una hermosa mata de cabello negro cuando se enamoró de Rodrigo. Se casaron. Ella continuó trabajando en las oficinas de gobierno de la Ciudad de México. A él, los ferrocarriles lo siguieron llevando hasta la frontera con Estados Unidos.

Siete años buscaron que su amor germinara, pero él era impaciente: le pidió el divorcio y la convirtió en su amante, porque necesitaba hospedaje para cuando viniera a la capital. Martha lo amaba locamente y accedió.

Una mañana Rodrigo llegó a la vivienda de Martha con un pequeño bulto —producto de una aventura con sabrá Dios quién— y lo dejó sobre el lecho matrimonial. No dio explicaciones ni pidió opinión.

—Ya tienes una hija, ¡cuídala! —le ordenó y, a los pocos días, se volvió a marchar.

Martha aguardó tres años para registrarme. No ocurrió. Una tarde, él me arrebató de sus brazos, le arrojó un puño de billetes y se marchó. Martha dejó de comer, perdió el trabajo y se bebió todos sus ahorros. Rodrigo regresó y le alquiló una pequeña vivienda en una vecindad, pero se volvió a marchar.

Rodrigo se casó en Estados Unidos con una mujer que tenía un hijo de siete años y una hija de nueve. Me obligó a llamarla mother, pero no logré adaptarme a mi nueva family. Los hermanastros no me querían. Una tarde me llevaron al baño y dijeron que me darían un baño en la tina azul cobalto, abrieron la llave del agua caliente y corrieron a esconderse en sus recámaras.

Padre y su mujer no estaban, fue la sirvienta Aidee, salvadoreña de 40 años, quien corrió en mi auxilio, aunque ya poco pudo hacer. La llave del agua parecía un volcán en erupción y la mitad de mi cuerpo comenzó a derretirse.

Las quemaduras fueron de segundo y tercer grados. Salí del hospital 18 meses después. Regresé a casa, pero Aidee estaba en la cárcel.

Rodrigo no avisó a Martha del accidente y ésta al ver que pasaban los meses y no tenía noticias de él y de Angélica cayó en una profunda depresión y alcoholismo. Decidió dejar este mundo y se tragó el veneno de las ratas. Tres meses después se enteró que no había muerto y que Angélica estaba hospitalizada.

Nos volvimos a ver cuando yo tenía seis años. No la reconocí y casi no entendía lo que me hablaba, se me había olvidado el español. Padre me volvió a botar con Martha.

Martha parecía una anciana, pero mi llegada la animó.

No llevo sus apellidos y nunca me pidió que la llamara mamá, sé que me ama.

En cuanto a mí, quedé embarazada pero me di cuenta hasta que tenía tres meses, cuando me vino una hemorragia. Martha me llevó al hospital, le dijeron que urgía un legrado o me desangraría.

Las cosas empeoraron porque al doctor se le paso la anestesia. Recuerdo que después de que la aguja atravesó mi piel comencé a sentir que caía en un pozo. Escuchaba las voces, pero no podía responder. Creí que moriría porque comencé a ver la película de mi vida. En 15 días no pude sostenerme y hasta los brazos me pesaban.

Mi novio desapareció y le pedí a Martha que no le dijera nada a mi padre.

Creí que no volvería a caminar.

Martha siempre estuvo ahí, sólo un par de horas se desaparecía para irse a cambiar. En ese tiempo me cuidaba su comadre, a ella la obligué a que me contara la historia de Martha y lo que sabía de mí.

Rodrigo ya abordó el taxi, un vocho amarillo, que tomará la avenida Insurgentes y lo dejará frente a la estación del ferrocarril en Buenavista. Cuando atraviese la enorme puerta se olvidará que dejó una hija.

Sopla el viento y me seca las lágrimas, me despierta y me doy cuenta que comenzó a clarear.

Sonrío, no me quedo sola, tengo una familia, mi familia es Martha: ella es mi madre, somos las quemadas.

Related Articles

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Back to top button