Abril, 2025
¡Qué poco queda ya de aquella casa!
Primero el jardín fue cortado en dos, mutilado de sus árboles, setos, prados. Luego se dedicaron a agrandar las calles y éstas, de la noche a la mañana, quedaron convertidas en anchas avenidas. La casa, aun entera, disminuyó de tamaño. Poco después el cuerpo mayor —notable en armonía y estilo— fue rentado para la instalación de una compañía de seguros: colocaron en lugar visible el cartel alusivo. Por último, el pequeño conjunto del fondo del jardín se perdió en un mar de postes de luz y de teléfono; guías, cajas metálicas, desiguales estaciones de cables, palos y aparatos. Sólo un fino observador puede deducir, al pasar cerca de aquel mazacote, que antaño el conjunto constituía una casa dignísima, bien construida, serena y atractiva.
Pero así es como los tiempos transforman a los objetos: las imágenes originales quedan registradas en los ojos de una persona que ahora se pasea sola, ya vieja, con su secreto nadando en las entrañas, tal vez paseando al perro en el atardecer. Un viejo sabor en la boca que nadie entiende cómo sobreviene pero que conforma esos intervalos de vida necios y despistados del recuerdo.
Sólo un sombrío paisaje de casas y aceras. Se hace visible entre una y otra irrupción de silencios: ruidos sutiles, hoy, mañana, vidrios que se rompen y marcos de puertas y ventanas que se desgajan. Allí se instalaron las grietas desde hace mucho tiempo. Ciertamente, los operarios o los bomberos no saben para quién acomodan ese nuevo escenario: todo lo arrumban y lo esparcen por el suelo: todo lo echan a tender, ignorantes de que alguien —yo a lo lejos— estaría dispuesto a ir comprando pieza por pieza, detalle por detalle, en espera de colocar en un nuevo orden cada objeto hasta que alguien, un ser desconocido, pudiera conformar pequeños tramos de vida en los que se ordenarían los recuerdos. O bien que comenzaría de nuevo a escribir esta pequeña, inesperada historia.
Sí: en esa casa vivió esa mujer. Un sueño, porque no podría yo describirla como la vi la primera vez. Fue fugaz en mi vida. Engañosas referencias a un pasado que nada significaba para mí pero que le era entrañable a mi padre. Antes de morir, me confesó su amor secreto. Le costó trabajo hacer que nos dejaran solos en su habitación de enfermo —mi madre salió en busca del médico— y en muy poco tiempo me entregó nombres y oscuras escenas, arrebatos ocultos que sólo un observador agudo hubiese percibido en la parsimonia y sequedad de la figura de mi padre. Enjundia. En un injusto abandono de su rectitud y dignidad —que compartió siempre, en apariencia, con mi madre— la siguió un día hasta su casa, se hizo notar a distancia y mediante una elegante táctica la convenció. Esa mujer. La sedujo. Ella vivía con una hermana. La casa, heredada, estaba dividida en tres sectores, dos de los cuales se rentaban para aprovechamiento de los gastos domésticos. Había, además, cierta cantidad de dinero a su nombre en un banco de la localidad. No podían llamarse “gente rica” pero sus posesiones, capitales y operaciones les daban lo suficiente para vivir, para gastar las horas inútilmente y seleccionar cierto tipo de intensidades veleidosas que ella misma despreciaba moralmente. Mi padre me contó ese escenario perdido en las inseguridades mentales de la fiebre. Me confundió por momentos y por momentos se limitó a balbucir un monólogo incongruente, inaceptable para las reglas familiares.
“Me dejaba llevar por un deseo de verte y, más que por esas opacas ansias, por la persistencia de tu rostro en ellas: sabía que iban a aflorar en el momento más inesperado. Pensaba, mi amor, que el silencio vuelve ilícitas las más sencillas sensaciones”. Después se quedaba dormitando y proseguía con episodios un poco más vivos, distantes y sorprendentes. Sólo que jamás pronunció su nombre. Sólo decía: “¡Esa mujer!” como si hubiese adivinado mis ansias por conocerla y que se adherían inesperadamente a sus desconsiderados murmullos.
Pero uno impregna de color y de calor sus propias narraciones para imponer puntos de vista personales. Además sobrevienen tonos en la narración que van impresionando al oyente sin que surja siquiera un delicado plan de arrobamiento. Un narrador inconsistente siempre se queda con la música por dentro: puede hacer la descripción siniestra o desgajada, insípida o sombría pero jamás la comparte en su versión original. Una confesión puede y debe convertirse antes de desaparecer en acompañamiento seco y destemplado. Y en mí las narraciones balbucientes me hacían sumergirme en un mar de tentaciones, como si aquella mujer hubiese surgido para llamarme desde un rincón de las habitaciones contiguas para hacerme vivir de nueva cuenta los mismos acontecimientos.
Esas vertientes de tu voz que me impresionan tanto, sobre todo cuando me relatas la historia de tus amoríos con mi madre o los fragores de tus “batallas laborales” para sacar adelante las querellas entre la hacienda y el banco me carcomían el alma. Te encantaba entretenerme hablando, eternizándote en tus sentimientos. Y en seguida surgían tus sutiles favoritismos con mi hermano sin importar casi nada lo que yo pensara: era la buena fe que extraías de tus hijos ante tu persona, lo cual conducía a la imperante situación de que yo te admirara más que a nadie.
También suscitabas tenuemente un resultado improbable: que te amara más que a nadie sin dejos de compasión por los demás. Fecunda tarea: tendría yo, al crecer, tus mismas respuestas ante la adversidad. Y también: aportaría al ayer un seguro, riguroso y sabido fracaso.
Pero guardé sin que te dieras cuenta un apacible recuerdo, una evocación furtiva: mi madre era la querellante de tus maniobras. Esto lo intuí, lo supe por ciertas revelaciones, por sucesivas, múltiples y disgregantes querellas con mis propios sentimientos. No podía yo sucumbir ante tentaciones ajenas. Mi madre era el delicioso objeto de tus enfrentamientos con el destino y yo no podía asignarle el papel que buscabas asignarle: la mala de la película, la caja de los errores de su relación contigo. En fin, abrevio la narración porque puede convertirse en un episodio pueril para cualquiera.
Los sucesos fueron retenidos por tus recuerdos. Moribundo ya, me permitías mirarlos a traves de la claridad de tus ojos. Miraba en ellos la figura graciosa de mi madre, su recorrido por el jardín, sus miradas furtivas hasta llegar al lugar del jardín en que aquel joven apuesto la esperaba. Pero la figura de él también fue retenida por tus ojos: destacaba su cuerpo pero su peinado resultaba más suave y persistente a causa de tu mirada. Nótese que digo peinado y no cabello. Era un atuendo poco natural pero apacible y armónico, perfecto. La belleza masculina fue siempre una de tus preocupaciones: hablabas de ella conmigo y con mi hermano aun si el tema no venía a cuento. Procurabas retener su imagen, como si hubiese sido posible relatarle a alguien, cualquier persona, los pormenores del trance.
Una especie de uniforme celeridad.
Siempre pensamos que hay alguien, una sola persona a la que podemos amar y admirar más que al resto de los mortales.
Lo que hubiera podido arrebatarme y sacarme de aquel marasmo, de aquella especie de enamoramiento. ¿Cómo iba yo a justificar mi conducta, mi existencia de hoy en adelante? No pensaba soluciones. Me sumergía en las intensidades de esa mujer. Peripecias inesperadas que iban cayendo gota a gota en mi interior, alejándome cada vez más del recuerdo que mi padre hubiera deseado dejarme.
Un amor suministrado lentamente mediante pequeñas ambiciones, intereses minúsculos aunque muy bien pensados.
Nunca pensé que en aquellas conversaciones monologantes debatiéramos nuestro porvenir: estaba yo condenado a vivir con tus fantasmas.