Abril, 2025
Aunque la fecha de su nacimiento no es del todo clara —algunas investigaciones sitúan el año en 1648—, la de su partida fue el 17 de abril de 1695. Bautizada con el nombre de Juana de Asbaje Ramírez de Santillana, el mundo hoy la conoce simplemente como Sor Juana Inés de la Cruz. Escritora, poetisa, erudita, bibliófila y compositora, fue principal figura de la literatura novohispana, también una de las pioneras en la lucha por la igualdad de género. Víctor Roura la recuerda en su aniversario mortuorio.
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Pese a haber aparecido por primera vez en 1979, 284 años después de su muerte, todo parece indicar que el misterioso Libro de cocina, atribuido a ella, sí fue escrito, en efecto, por la misma sor Juana Inés de la Cruz, cuyas recetas seleccionó y copió de un volumen culinario del Convento de San Jerónimo, el mismo donde la poeta transcurrió sus 27 años de clausura, “desde cuando en 1668 entró como novicia hasta el momento de su muerte”, ocurrida el 17 de abril de 1695 a la edad de 46 años.
El experto italiano Ángelo Morino (1950-2007), traductor de Sor Juana en su país, publicó un breve ensayo, en la Editorial Norma, para indagar sobre el verdadero origen de tal recetario, que, a decir verdad, reviste importancia, literaria y gastronómica, por tratarse, sólo, de nuestra querida Sor Juana. Incluso está incorporado en la introducción un soneto que pareciera ser efectivamente suyo:
Lisonjeando, oh hermana, de mi amor propio
me conceptúo formar esta escritura
del Libro de Cocina y, ¡qué locura!,
concluirla y luego vi lo mal que copio.
De nada sirve el cuidado propio
para que salga llena de hermosura,
pues por falta de ingenio y de cultura,
un rasgo no he hecho que no salga impropio.
Así ha sido, hermana, ¿pero qué senda
podrá tomar el que con tal servicio
su grande voluntad quiso se entienda?
¿Qué ha de hacer? Suplicaros que, propicia,
apartando los ojos de la ofrenda,
su deseo recibáis en sacrificio.
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Para comenzar, apuntaba Morino, “la forma como las recetas han sido recopiladas, junto con sus ingredientes y sus exigencias, entona con el marco de un convento de la Nueva España, donde una mano femenina o, mejor, un alternar de manos femeninas, se encargaría de fijarlas”.
Esta pluralidad de presencias en el texto “se revela a partir del uso de las diferentes personas verbales a las que obedecen los múltiples fragmentos: algunos se enuncian en la forma impersonal (‘se pone a hervir’, ‘se aparta’, ‘se unta’), mientras que en otros actúa la alocución directa (‘muele’, ‘echa’, ‘monda’)”. Sin embargo, el problema viene en el soneto introductorio, el cual aclara “que Juana Inés se limitaría —dice Morino— a copiar textos preexistentes, justificando así las diferencias entre una y otra receta. Pero si tal disparidad encuentra una explicación, puede sorprender el hecho de que estos materiales, en su original, revelen errores de ortografía, delaten carencias en la puntuación y se muestren ignorantes de toda exigencia estilística. Éste es el primer obstáculo que parece interponerse para atribuir el Libro de cocina a la sola responsabilidad de Juana Inés, conocida por la maestría con la que sabía someter el lenguaje a los ritmos elegantes de la versificación, a menos que una cosa sea dominar metros y rimas y otra conocer las reglas de la ortografía”.
Eso, “sin contar con que el libro no viene de un manuscrito autógrafo, sino de una copia en la que habrían podido introducirse descuidos ausentes en el original”.
Por lo que fuera, la imagen que uno se ha concebido de Juana Inés, “conocedora de cada mecanismo de la escritura, no coincide con la realidad”.

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Asimismo, Ángelo Morino precisaba que sólo a partir del año 1741, “tan pronto como aparece la primera edición de la Ortografía de la Academia Española, la escritura comienza a moldearse según las normas de un código, mientras que, en el caso de las obras de imprenta aparecidas con anterioridad, los tipógrafos eran quienes uniformaban los textos, redactados sobre la base de criterios ortográficos bastante personales”.
En lo concerniente a sor Juana Inés de la Cruz, “hay que agregar también —precisaba Morino— que la falta de estudios regulares prevista para las mujeres no habrá contribuido seguramente a hacerla infalible en el uso de las letras del alfabeto, ni en la escanción de los signos de puntuación”, de modo que, más allá de las primeras impresiones, “la forma modesta y las negligencias ortográficas del Libro de cocina concuerdan no sólo con las anónimas monjas de San Jerónimo que habrían establecido las recetas en su primera redacción, sino con la misma Juana Inés, cuya familiaridad con la biblioteca no la ponía al amparo de tropiezos al escribir”.
Hasta ahí, podría entenderse el ocioso copiado de las 37 recetas contenidas en el volumen. En cambio, “lo que suscita dudas —aseveraba Morino— es el soneto que precede al recetario, no tanto por la escasez o ausencia de esmalte que lo caracteriza, ya que, en la obra poética de Juana Inés, pese a puntas altísimas, no faltan los momentos planos, sobre todo en los versos de ocasión. Las dudas las suscita un verso en particular (el antepenúltimo: ‘¿Qué ha de hacer? Suplicaros que propicia’) que le antecede y con la palabra ‘sacrificio’ que le sigue. La solución parece demasiado fácil para una rimadora experta como Juana Inés, quien, incluso en los textos menos inspirados, sabe demostrarse de todas maneras impecable en la versificación, en estricta observancia de los más rígidos criterios formales”.
El soneto, pues, no es merecedor de una magnífica poeta como sor Juana, pero a esto Ángelo Marino también encontraba una correcta justificación: “Desde el primer verso, el destinatario del texto (y de todo el recetario que le sigue, ofrecido cual torpe obsequio) es una hermana innominada, en quien, sin embargo, no hay que identificar con una persona real. Queda el hecho de que el Libro de cocina se presenta como un gesto de homenaje puesto en circulación entre los muros del cinto conventual: se basa en la recuperación de materiales allí elaborados y está destinado para las relaciones internas del lugar. Desde esta perspectiva, el Libro de cocina sería el último trabajo de escritura que dejaría constancia de un interés profesado por Juana Inés hacia la vida que se desenvolvía a su alrededor en el claustro”.
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Por lo mismo, el manuscrito es un libro sin pretensiones “que se agota en recuperar pedazos de una tradición doméstica” (por ejemplo, para hacer una rica jericaya “se endulza la leche hervida. A una taza de leche, cuatro yemas, se revuelven y echan en la taza; se ponen a hervir dentro de agua con un comal encima, y para conocer si está, mete un popote hasta que salga limpio. Después echa canela”. Eso es todo).
Pero como el cuadernillo, confiado a la pericia del laboratorio de la —entonces— PGR de México (que lo definió como “una obra escrita en papel del siglo XVIII”), es, según conclusión a que llegaron los versados en las artes literarias, “una copia, hecha en ese siglo, de un manuscrito original de sor Juana”, entonces cabría hacerse la compleja pregunta, a una inquietud de Morino: ¿quién, en el siglo XVIII, podría tener interés en señalar a Juana Inés como responsable de la obra, impostándola como autora del soneto introductorio y añadiendo indebidamente su firma al cierre del recetario?
Si sor Juana se dedicó a transcribir tal recetario lo hizo, sin duda, “con miras a departir con el propio sexo con afable confianza —concluyó Morino—, fingiendo escribir un libro aun a sabiendas de que se trataba tan sólo de un libro de cocina, sin ninguna pretensión de establecer normas o de asegurarse un prestigio”.
El recetario —que no libro— es una muestra, para acabar pronto, de que sor Juana Inés de la Cruz era, contra la suposición generalizada, una mujer a la que le gustaba —acaso porque no tenía más remedio en el claustro, despojada ya de su biblioteca por las autoridades eclesiásticas— el quehacer culinario, aunque ella misma, al final de su vida, se describiera, no sin cierta mordacidad (ya que no era, ciertamente, una mujer como todas), “la peor del mundo”.
Además, sor Juana sabía que se trataba de un recetario, no un libro que ella daría finalmente a la imprenta.
Que si hubiera sabido que tres siglos después saldría a la luz como novedad literaria, tal vez otro gallo hubiera cantado en la soledad de sus cavilaciones.