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“La gente veía brujas y hechiceras por doquier”

Enero, 2025

Sin pociones ni hechizos de por medio, en esta entrega de ‘Calesita’ Juan José Flores Nava se detiene en Los procesos contra las brujas, libro en el que se recupera y reproduce una conferencia que Walter Benjamin impartió a adolescentes y jóvenes en 1930. En ella, el pensador alemán deconstruye el estigma y la historia maldita de las brujas. Publicada por el sello Akal, la obra incluye intensas y descriptivas láminas del ilustrador chileno Claudio Romo.

La bruja: atrae y repele, encanta y repugna, es terrenal y mágica. Dueña de un saber inaccesible al varón, su dominio sobre el deseo y el goce es tan poderoso que no puede ser sino obra del Diablo. La bruja dadora de vida. La bruja asesina. La bruja sabia.

Las brujas son mujeres malvadas, peligrosas, solitarias. Seres que se ocultan en lo más remoto de bosques oscuros y parajes tenebrosos. Al día de hoy mucha gente sigue creyendo en su existencia como los niños creen en los cuentos. Y hasta los que dicen que no creen usan (por si acaso) artilugios para espantarlas: medallas milagrosas, ojos de venado, listones rojos, fórmulas mágicas, incienso, veladoras y hasta colocan santos milagrosos tras las puertas. Lo que sea para protegerse de ellas.

Pero hubo un vergonzoso y largo periodo que se extendió por siglos en el que se combatió a las brujas no con artilugios inofensivos, sino con sofisticados esquemas religiosos, filosóficos y jurídicos que derivaron en la creación de terribles instrumentos de tortura para ser empleados sólo como preámbulo de un macabro destino final: la hoguera.

A principios del año 1300, nos cuenta Walter Benjamin en el libro Los procesos contra las brujas, se generó, en Europa, y se extendió luego a varias partes del mundo occidental, un cambio imperceptible, que fue creciendo poco a poco, acerca del poder de la mujer. Como la Eva de la historia bíblica, muchas mujeres —según se creía— empezaron a ser tentadas por el Diablo, que les prometía poderes sobrenaturales a cambio de su lealtad y sus servicios. Fenómeno, por cierto, que no era nada nuevo, pues a lo largo de los siglos la creencia en las brujas había coexistido con otras tantas supersticiones sin causar mayores problemas, pero a mediados del siglo XIV “la gente empezó a ver brujas y hechiceras por doquier”.

Así que se inició una persecución en su contra. “Nunca entenderemos del todo cómo sucedió todo esto”, dice Benjamin, pues aunque pudiera suponerse que este renovado y cada vez más intenso miedo a las brujas fue cosa de gente humilde, poco instruida, no sucedió así; por lo contrario, se trató de una “colosal fantasmagoría erudita y alambicada” en la que durante “siglos cualquier persona creyente podía quedar marcada como bruja o mago”.

El martillo de Kramer y Sprenger

Los procesos contra las brujas es una obra con intensas y descriptivas láminas del ilustrador chileno Claudio Romo, publicada por la editorial Akal, con prólogo del crítico literario, ensayista y psicoanalista Andreas Ilg. Es un álbum ilustrado que recupera y reproduce una conferencia que el pensador alemán Walter Benjamin (1892-1940) ofreció en Radio Berlín el 16 de julio de 1930, de 17:30 a 18:30, “Hora de la Juventud”.

En aquella emisión radiofónica, Benjamin le habló a su auditorio —su “estimado invisible”— de una época en que la ciencia teórica y la práctica no estaban separadas, por lo que quienes se aventuraban a conocer y experimentar con fenómenos naturales, es decir, a hacer ciencia aplicada eran considerados magos. Siempre y cuando sus fines no fueran siniestros, su magia era considerada blanca; contraria a la magia negra de las brujas.

Si se asume, siguiendo a Benjamin, que la persecución contra las brujas inicia apenas entrado el siglo XIV y la batalla para contrarrestarla arranca hasta el siglo XVII y tarda cien años en fructificar (en algunos países aún más), eso significa una barbarie extendida y consentida (principalmente por la iglesia católica europea) durante más de 400 años. Por lo que no resulta extraño que en este largo periodo, de los muchos libros que se escribieron contra los procesos por hechicería, el único famoso fue el del jesuita Friedrich Spee von Langenfeld, quien en su juventud había sido confesor de brujas condenadas a muerte. Su obra, escrita en latín y publicada en inglés en 1631, titulada Cautio criminalis o Libro sobre los procesos contra las brujas, si bien critica los procedimientos legales usados para castigar, como la tortura y la condena a morir en la hoguera, “no era especialmente subversivo”.

No, al menos, como sí lo fue, en sentido opuesto, el Martillo de Brujas (Hexenhammer) o Malleus Maleficarum, un tratado que apareció en 1487 y tuvo incontables ediciones en latín. Fue escrito por dos inquisidores alemanes, Heinrich Kramer y Jacob Sprenger, quienes se tomaron muy en serio las fantasmagorías creadas desde siglos atrás e, hilando fino, extrajeron de ellas conclusiones que les permitieron redactar los argumentos para acusar (casi) a cualquier persona de brujería: niños y ancianos, ricos y pobres, médicos y naturalistas; la mayoría mujeres, eso sí. “No podemos hacer un cálculo de la cantidad de personas, hombres y mujeres, que perecieron en Europa acusadas de practicar hechicería, pero debieron ser unas cien mil, quizá varias veces esa cantidad”, dice Benjamin.

Cifra que en ningún modo puede ser exagerada. El historiador inglés Richard Firth-Godbehere apunta que, en poco menos de un siglo, entre los años 1560 y 1630, el número de muertes producidas en ese contexto ronda las 50 mil: “Las cazas de brujas de los siglos XVI y XVII se cuentan entre los peores ejemplos de violencia contra la mujer de toda la historia”. En el libro Homo emoticus. La historia de la Humanidad contada a través de las emociones, escribe:

“Si querías encontrar una bruja, te resultaría más fácil si empezabas por las mujeres. Mejor aún si eran de carácter apasionado. También ayudaba que esas mujeres fueran pobres y viejas (para los estándares de la época). Por norma general, las personas acusadas de brujería eran ‘indeseables’ que vivían al margen de la sociedad y tenían más de cuarenta años. Los objetivos preferidos eran las viudas sin hijos y las forasteras que tenían que mendigar para conseguir comida y cobijo”.

Ilustración: Claudio Romo.

Tetania bucal diabólica

Miedo y abominación eran los sentimientos que estaban detrás de las acusaciones de hechicería. Aunque las ilustraciones de Claudio Romo contenidas en Los procesos contra las brujas pueden darnos una idea precisa de algunos de los elementos que configuraban el miedo y la abominación (calderos hirviendo, mandrágoras, plantas carnívoras, hojas dentadas, gatos negros, hierbas desconocidas, brebajes extraños, serpientes, salamandras, ranas, etc.), otro libro, publicado en 1608, expone imágenes aterradoras: en el Compendium maleficarum, como escribe Firth-Godbehere, se representa a brujas “pisoteando la cruz, realizando bautismo simulados, besándole las nalgas a Satanás, cocinando y comiéndose a niños no bautizados y participando en ‘execrables abominaciones’”.

Aun las cosas más inocentes de la naturaleza, dice ahora Walter Benjamin, siguen asociadas a la brujería en expresiones como “mantequilla de bruja” (huevos de rana), “anillo de bruja” (setas en formación circular), “hongo de bruja”, “polvo de bruja”, etc. Aunque hay cosas que los relatos y las películas presentan como muestras del poder que el Diablo concede a las brujas —el gran aquelarre o reunión secreta que tiene lugar cada primero de mayo, por ejemplo, o salir de la chimenea en escobas—, hace 300 años, decía Benjamin a su auditorio en 1930, “se creía a pie juntillas que si una bruja salía al campo y alzaba la mano al cielo, era capaz de detonar una tormenta de granizo sobre los cultivos de cereales; o que una mirada suya hechizaba a las vacas para que de sus ubres saliera sangre en vez de leche: o que agujerando un sauce podía hacer que de él fluyera leche o vino; o que era capaz de convertirse en un gato, un lobo o un cuervo”.

Eso sí, durante el auge de la caza de brujas, nada de intentar defender con vehemencia a una acusada, pues el defensor mismo podía ser acusado a su vez de hechicero. De cualquier modo poco podía hacer: las condenas eran generalmente derivadas de confesiones obtenidas bajo tortura. Así que cualquier cosa que la acusada dijera jugaba en su contra. Pero lo mismo le sucedía si optaba por callar. Los inquisidores se cebaban sobre ella aduciendo “tetania bucal diabólica”; es decir, que un espíritu maligno la poseía y le impedía hablar. La prueba de las lágrimas era otra de las favoritas de los asesinos: no derramar ni una lágrima de dolor cuando se sufría tortura era prueba de auxilio diabólico. Tuvieron que pasar varios siglos para que los médicos observaran (o se atrevieran a decir) que “el ser humano no llora en el dolor extremo”.

Pero, como apunta Benjamin, “si queréis leer un breve compendio, una especie de guía de la vida de las brujas, os recomendaría una tragedia de Shakespeare: Macbeth. En ella veréis también la idea que entonces se tenía del diablo: un amo muy severo al que toda bruja debía rendir cuentas de las acciones o fechorías que había cometido en su honor”.

Por más que exponga una realidad atroz, Los procesos contra las brujas de Walter Bemjamin es una obra que nos invita a ser cautos ante aquello que nos atrae y nos repele, nos encanta y nos repugna; ante aquello que nos parece terrenal y mágico, que nos da miedo o nos fascina, pues nunca deberíamos olvidarnos “de situar la humanidad por encima de la erudición y la sutileza”.

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