Diciembre, 2024
El pasado 23 septiembre el mundo de la salsa y la literatura colombiana amanecieron con la noticia del fallecimiento, a los 77 años, de Umberto Valverde. Nacido en el Barrio Obrero de Cali en 1947, el escritor y periodista había dedicado gran parte de su vida a narrar las historias y anécdotas de la salsa, convirtiéndose en una figura fundamental para el género. De su autoría son las biografías de grandes íconos de la música afroantillana, como Celia Cruz, Jairo Varela (Grupo Niche) o el dedicado a la Sonora Matancera. Habitante del entonces Distrito Federal, en México publicó su primer libro de cuentos: Bomba camará, en los años setenta. A manera de homenaje, el narrador e investigador de la UAM, Vicente Francisco Torres, nos comparte esta conversación con el rumbero y escritor caleño.
Entre los escritores destacados que fallecieron este año 2024, está el colombiano Umberto Valverde (1947-2024), quien publicó en México su primer libro de cuentos: Bomba camará (Editorial Diógenes, 1972). Luego vendrían títulos como Reina rumba (1976), una biografía de Celia Cruz entreverada con la del propio Valverde. Otros títulos destacados suyos fueron Memoria de la Sonora Matancera (1997) y La máquina (1992), un conjunto de ensayos sobre música, cine y literatura.
La entrevista que aquí presento tuvo lugar en Cali, Colombia, a finales de julio de 1993. Yo había ido a buscar música y literatura para escribir un libro llamado La novela bolero latinoamericana (1998 y 2008). El viaje fue provechoso porque Harold Alvarado me regaló la primera edición de ¡Que viva la música! (1977), de Andrés Caicedo y Umberto me llevó a Juanchito y a otros sitios menos santos. Aquí entrego parte de una larga entrevista.
—Umberto, ¿por qué tu primer libro lo publica Emmanuel Carballo en México?
—Es una larga historia. Mi libro de cuentos lo escribí aquí en Cali, entre 1966 y 1969. El primero de los cuentos lo hice cuando estaba en sexto de bachillerato, a los 18 o 19 años. Yo viajo, en 1970, a México. Llego con 170 dólares de aquella época, que era lo que necesitaba para quedarme un mes. Llevaba una carta de Nicolás Suescún, que era el director de la revista Eco e hizo una antología muy buena del cuento colombiano. Él había conocido a Gustavo Sainz cuando le dieron la beca de Iowa. Llevaba otra carta para Álvaro Mutis, pero cuando llegué estaba en Europa y me llevé un primer susto. Así que llamé a Gustavo, a quien debo agradecerle mi estadía en este país. Tuvo un gesto que no es común. Llegué a los 20 años sin ser conocido, sin libros, y Gustavo me atendió divinamente. Yo estaba en un hotel; me sacó de allí y me llevó a una pensión de la colonia Roma, donde viví siempre. Él me abrió alternativas de trabajo en revistas y periódicos. Después, cuando llegó Álvaro Mutis, reforzó mis contactos.
“En muy poco tiempo tuve una apertura y un respaldo muy grandes en México, porque a los tres meses estaba en el grupo de la revista Siempre!, con José Emilio Pacheco. Publicaba en El Heraldo, en Excélsior y en El Día. Con Gustavo hacía trabajo en revistas alternas, comerciales. Con Mutis incursioné en el mercado de la publicidad. Estuve de copy en una agencia por largo rato. A Emmanuel Carballo lo conocí por Álvaro Mutis, porque Álvaro era muy amigo de Neus Espresate, quien por ese tiempo era la mujer de Carballo. Primero mi libro lo iba a publicar Joaquín Mortiz; Díez-Canedo se entusiasmó muchísimo con el libro, pero en ese momento estaba en crisis. Le pedí consejo a Álvaro y él hizo la revisión final del libro, analizó los cuentos, les dio orden y escribió la nota de contraportada. Yo le dije: ‘Ya hablé con este señor, pero él me dice que hay que esperar; quiere el libro pero no tiene’. ‘Veamos por otro lado’, dijo Mutis, y en aquel momento la editorial de Emmanuel Carballo iba viento en popa. Estaba publicando por cantidades, e inmediatamente el libro se empezó a editar. Yo le trabajé mucho a Emmanuel Carballo, incluso me pagó un libro que no llegó a publicarse: La violencia en Colombia. Esto me abrió el mundo en México. Además, yo ya me había hecho muy amigo de Juan García Ponce, a quien quiero muchísimo. Él me hacía ir todos los miércoles a comer a su casa; se creó un clima de amistad y cariño. Tenía mucho respeto por mis cosas y yo iba a sus clases. Fui amigo de José Emilio Pacheco y Jorge Ayala Blanco. También conocí a José Revueltas, a Thelma Nava y a Efraín Huerta, que era un ser maravilloso. A David Huerta lo conocí cuando era un muchacho. Cuando la gente me preguntaba por qué me vine de México teniendo semejante panorama, respondo que porque la tierra llama. Son cosas raras y absurdas. Además, la matanza del 10 de junio de 1971 me dejó mucho terror porque ya no me sentí seguro. Inicialmente pensé utilizar México como un trampolín porque quería ir a Cuba en donde, en 1969, había sido yo mención especial en Casa de las Américas. Tenía buenos vínculos con Fernández Retamar y todos ellos. Cuando llegué a México, vi que la cosa no se podía y que había que quedarse. Creo que fue una magnífica experiencia.
“Uno nunca tiene que arrepentirse de las cosas; quizás hubiera valido la pena quedarme un poco de tiempo más pues mi vida espiritual, mi vida literaria, estaba llena de cosas gratas con una generación que sin duda marcó a México. En la reciente Feria del Libro de Bogotá [recordemos que es julio de 1993] volví a conseguir unos libros de Gustavo Sainz pues, como tú lo has dicho, no se puede hablar de la literatura mexicana de hoy sin recaer en la presencia de Gustavo Sainz, de José Agustín, de Salvador Elizondo y García Ponce que son definitivos. Es una generación absolutamente lúcida, de una presencia enorme, de unos cambios novedosos que no se han vuelto a hacer en el continente. Pienso que las generaciones de los años sesenta fueron tan modernas o posmodernas que aún hoy en día no se llega a equilibrar ese mismo nivel de producción.
“Con mi libro publicado, con unas metas iniciales cumplidas, yo quería regresar, después de dos años, porque estaba inserto en una conciencia política de mi generación. Llegué a Bogotá donde hice un libro de entrevistas, en compañía de Óscar Collazos, con grupos de izquierda. Fue un libro muy polémico en nuestro país, porque sirvió para aclarar cosas y posicionar actitudes. Después, me dediqué a una cuestión que ha sido mía, el cine, y publiqué en 1978 el primer libro acerca del cine colombiano.
“También hice En busca de tu nombre (1976), unos cuentos que comencé en México. Se publicaron originalmente a través de la Universidad de Antioquia, con Carlos Castro Saavedra y después los retoma, en el Instituto Colombiano de Cultura (Colcultura), Santiago Mutis, el hijo de Álvaro, y le agregamos unos pequeños textos. Los cuentos de En busca de tu nombre son distintos a lo que planteaba en Bomba camará, aunque Jacques Gilard, un crítico francés que escribió el prólogo, sostiene que no hay una ruptura radical entre ambos libros, sino que temáticamente desaparecen algunas investigaciones. Es el mismo Valverde que se incorpora a otro contexto de la ciudad, con personajes de la universidad, con otras vivencias. Ya no son muchachos del Barrio Obrero, sino de otros sectores de la ciudad. Hay una visión del amor y la política.
“Luego me meto en el libro de Celia Cruz, porque todo mi mundo, si tú ves Bomba camará, es el mundo del Barrio Obrero, de la salsa, de la música antillana. Es mi sangre y tenía que desembocar en otro libro sobre eso. Me daba vueltas y un día dije, pues Celia; ella es el mito de los años cincuenta que logró hacer el tránsito de la época de Cuba a la época de Nueva York. En una época sentimental mía podía estar la Sonora Matancera, con Daniel Santos o con Bienvenido Granda, pero ninguno de ellos había transitado la historia igual que Celia. El mito contemporáneo era Celia, quien fue la más grande cantante desde los cincuenta hasta los noventa. Esto coincidió con un proyecto de becas de Colcultura donde gané y dejé de trabajar en el periódico El Pueblo. Reina Rumba lo escribí en seis meses y me salía como un río. Estaba mentalmente hecho. Armaba cada capítulo escuchando, en la mañana o en la tarde, la música que estructuraría en la anécdota para lograr incorporar el mundo de la música en la literatura. Quería que se incorporara el ritmo de la música en el lenguaje, en la sintaxis, y quise también hacer un libro que rompiera la estructura tradicional de la novela. Esto abrió la polémica sobre si el libro era crónica, novela o biografía. Creo que el primero que dio la pauta fue Guillermo Cabrera Infante cuando dijo: ‘Es todo eso y al mismo tiempo es otra cosa’. Ese libro era un río que desembocaba en un mar que captaba todo mi conocimiento de la música antillana que llevo por dentro y que logró expresares en dos parámetros: el de la vida de Celia Cruz y el de la mía.
“Cabrera Infante no había llegado a los límites a los que yo accedí porque su visión era intelectual, muy desde fuera del mundo del músico, más desde el mundo de la gran cultura. La admiración que siento por Guillermo Cabrera Infante es porque navega en las aguas de la gran cultura: el jazz, la música cubana, la arquitectura, el ballet, la literatura misma. Navega sobre todas ellas y las une en un proceso. Yo quería un libro más vivencial, desde adentro de esa música, captar la sangre que tiene; y he captado ese mundo por el procedimiento técnico. Es el método que he seguido con el libro que estoy acabando sobre la Sonora Matancera: lograr un puente al hablar con los músicos, extraerles todo aquello que parece no pueden expresar. Yo mezclo entrevistas, conocimientos, lo que he hablado con otros músicos como Johnny Pacheco. Nadie había querido hacer esto en el mundo de habla hispana. A lo máximo que llegaban era a incorporar frases de las canciones o a citarlas en los textos, pero nadie había incorporado la música a la literatura”.
—¿Cómo se dio tu relación con Guillermo Cabrera Infante?
—Es muy misterioso e interesante. A Cabrera yo le he tenido una gran devoción. Reina Rumba sale a comienzos de diciembre, en La Oveja Negra, en Colombia, y se lo envío a Cabrera Infante. Como he sido una persona polémica en mi país, en la tercera semana de diciembre, Juan Gustavo Cobo Borda —quien había sido mi amigo— publicó un resumen en El Tiempo. Venía con una pequeña nota sobre mi libro, violenta y superficial, pero terminaba diciendo que me remitía a leer a Cabrera Infante porque tenía que ser mi punto de referencia. Que él dijera la última palabra sobre estas cosas. La nota tenía mala intención, pero, como todo en la vida, hay que recibirlo. La nota sale un domingo y fui al correo el lunes. Ese día me llegó la carta de Cabrera; fui a ver al editor, sacamos copia de ella y todos los periódicos la publicaron: El Tiempo, El Espectador, y se formó una gran polémica porque cambia todo el contexto con una intervención no calculada. Le pedí autorización a Cabrera para publicar la carta como prólogo a la segunda edición, tal como salió en México. Es un libro que ha hecho un hermoso recorrido. Ahora que dirijo una revista de futbol, la del América de Cali, viajo y me he encontrado cosas maravillosas, como lo que ocurre en Perú, a donde La Oveja Negra llevó algunos ejemplares de mi libro. En el último año me han hecho, en unos cuantos días, por lo menos 50 reportajes radiales, cuatro en los periódicos y un grupo de amigos me hizo una comida con críticos de cine, escritores, periodistas; algo pasmoso. Así me ocurre en Uruguay. Se ha ido creando algo como un hinchismo, como en Venezuela. Es la parte grata, hermosa, del libro, que es lo que uno espera: el reconocimiento y el amor del lector hacia las cosas que uno ha hecho con devoción.
—En Venezuela se entiende el fenómeno, porque es Caribe, ¿pero en Perú?
—En Perú, Vicente, en Lima, el amor por la salsa es una cosa tan abrumadora que ya no sabes cómo es que les entra esto, de la manera más enloquecedora, ferviente. El fenómeno se debe a que Lima es puerto y por allí entra la cultura negra; allí no se escucha sino salsa. En Perú, el libro no se ha editado, pero se ha pirateado, que es algo peor. Con el recorrido que tiene, el libro camina solo y uno es el único que pierde.
—¿Conociste a Andrés Caicedo? ¿Cómo ves a la distancia ¡Que viva la música!?
—Andrés era menor que nosotros y hacíamos en Cali un grupo con Carlos Mayolo —el más importante director de cine de nuestro país—, Hernando Guerrero, editor de la revista Vanguardia, Fernando Cruz… La novela de Andrés tiene una enorme trascendencia sin duda debido a su muerte. Él desarrolló una patología, una psicosis, y ahí están las cartas que después publicó Guerrero en un suplemento. Contaba sus intentos de suicidio. Era una especie de juego, porque narraba cómo había querido matarse con pastas y todo eso. Esto se unió a sus últimas experiencias sexuales muy intensas —ya por la homosexualidad, como lo dejan en claro sus cartas que se publican en el suplemento de El Pueblo. Si Andrés estuviera vivo su libro sería otra cosa. Andrés se mata el día en que aparece el libro. Apenas recibió el ejemplar y se mató inmediatamente. Él había hecho ese destino; quería eso. Esto es para la psicología porque tiene que ver con la trascendencia, con el afán de inmortalizar el texto con su muerte. Era un muchacho inteligente, brillantísimo, gran conocedor de cine, pero yo pienso que su libro, hoy en día, con toda la sinceridad del caso, veo que es una crónica muy efímera; pasado el tiempo, tiene el vigor existencial de esa relación humana de Andrés con el texto, pero literariamente no tiene peso. Ve tú La tumba, de José Agustín, es un libro de un vigor narrativo impresionante. Me quedé pasmado por la frescura de los textos de Agustín y Sainz que no tienen los libros que hoy se escriben. El libro de Andrés no se puede comparar con Sainz y Agustín.
“Sus amigos han hecho documentales y películas sobre Andrés, con una nostalgia muy grande porque Andrés los golpeó con un acto: yo me mato y ustedes se quedan vivos; se mata a los 25 años. Él me decía que cada vez perdía más los niveles de comprensión con el mundo; se iba alejando. En Perú se dio un caso semejante”.
—¿Puede afirmarse, sin temor a exagerar, que hay una corriente que se ocupa de tratar la música y los músicos, o es un mero accidente?
—No es accidente, esto ha ido creciendo. Las pocas referencias que fue haciendo la generación de Salvador Garmendia en Venezuela, que citaba a Daniel Santos, pero no lo incorporaba, lo que hizo Manuel Mejía Vallejo en Colombia con Aires de tango —aunque es posterior—, sí eran referencias circunstanciales. Lo que Cabrera empieza a hacer es algo diferente con la literatura y con la música. Lo que hacen José Agustín y Gustavo Sainz también es diferente porque ellos se meten en el mundo de las vivencias de la juventud mexicana con el rock. Lo que yo asumo a nivel de la música antillana, eso era absolutamente novedoso y fuerte. Esa tendencia fue creciendo y se fue haciendo continental en Venezuela y en Perú. Óscar Collazos en mi país, Edgardo Rodríguez Juliá en Puerto Rico… También se empieza a enriquecer algo que no existía: el ensayo sobre la música antillana, la documentación sociológica. Ahí está Alejandro Ulloa que ha hecho un trabajo formidable de documentación sociológica y antropológica sobre la salsa en Cali. Si este tipo de libros ha aumentado es porque estamos ante una corriente. Óscar Hijuelos podría vincularse temáticamente, pero hay una diferencia de lenguaje porque Hijuelos no se propone una incursión narrativa con el lenguaje.
“A Luis Rafael Sánchez lo conocí en Cartagena. Él ha hecho La guaracha del Macho Camacho y La importancia de llamarse Daniel Santos. Yo le hice un reportaje y le pregunté cómo había hecho el acercamiento con Daniel Santos. A él la figura no le importaba, ni en términos musicales. Conocía una parte de la producción de Daniel, pero no quiso hacer un acercamiento analítico. Uno no puede olvidar que hay un cuento muy corto pero muy hermoso de Salvador Garmendia: ‘El inquieto anacobero’, que narra el mundo de Daniel”.
—¿Qué me dices de Lisandro Otero?
—No lo conozco. Su novela Bolero es una mierda porque mete cosas que son repulsivas. Él maneja información contra las personas y el texto no se enriquece con eso porque es un escritor del régimen. El Otero importante es el de los sesenta, porque el de los setenta y ochenta, como todos los que se quedaron soportando la dictadura, son una expresión mínima de libertad.
“Volviendo a Colombia, hay que ver que el fenómeno musical resultó tan fuerte que alcanzó a pintores y fotógrafos como Fernell Franco, Óscar Muñoz y Maripaz Jaramillo. Hasta en el cine y el video está la salsa, como en Carlos Mayolo. En la Universidad del Valle se han hecho más de 20 documentales acerca de este mundo de la salsa en Cali. Cali es una ciudad de imágenes sensitivas; nuestra ciudad vive el mundo del cuerpo. Tenemos un ballet que ha hecho un montaje de la historia de la salsa en el Caribe. Es una compañía oficial, educativa. No es un fenómeno aislado, sino asumido por todos los sectores de la sociedad. Aquí no se vive la salsa marginalmente, como en México, como en Perú (donde es masiva, pero es marginal). En Bogotá es un fenómeno intelectual marginal. Allá se impone la moda. Llegó el merengue y se metió con todo; llegó el meneíto y se metió con todo. Bogotá vive en torno de la moda porque es una ciudad metropolitana que ya no tiene raíces culturales. A Cali llega todo, pero el eje referencial es la salsa”.
—¿Qué me dices del libro que preparas sobre la Sonora Matancera?
—Es un libro de una gran documentación. He trabajado mucho todo el mundo de la Matancera. He viajado con ellos y, en 1989, logré una serie de reportajes con cada uno de los músicos vivos. También logré entrevistar a músicos importantes que vivían en Nueva York como Bobby Collazo y Mario Bauzá, quien trabajó con Machito y es el creador del latin jazz en los años treinta. Tito Puente y otros que pondrán en ese libro una gran sabiduría, que no es una sabiduría mía sino de los músicos, que son los únicos que realmente la tienen.