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Las siete décadas y media de Mark Knopfler

Por encima de los conceptos comerciales

Agosto, 2024

Nació en 1949. De joven fue profesor universitario, además de periodista. Todo cambió, sin embargo, en 1977, cuando fundó Dire Straits, el cual se convertiría a la postre en uno de los grupos más exitosos de la historia del rock. Con casi tres décadas haciendo música ya en solitario la banda se desintegró en 1995, el cantante, guitarrista, productor y compositor Mark Knopfler llega a sus 75 años de vida en este 2024, estrenando, además, disco nuevo: One Deep River. Víctor Roura celebra al músico británico.

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Durante su visita a México en el año 2000, le preguntaron a Mark Knopfler (Inglaterra, 12 de agosto de 1949) si le gustaba el rock que se estaba haciendo en esos momentos en manos de asociaciones como Limp Bizkit o Blink 182, dos grupos en rebeldía con la aquiescencia de su compañía disquera.

Knopfler contestó como todo un caballero británico:

—Me parecen maravillosos. Mi hijo de trece años los escucha con atención.

En su respuesta, bajo la cutícula del argumento, se hallaba la explicación: a los adolescentes les han hecho creer que el rock debe basar su energía en la destemplanza de las voces y en la simulación impugnadora. No sé si el hijo del refinado guitarrista, ahora con más de tres décadas encima (el vástago, no Mark Knopfler, ya de 75 años), siga opinando lo mismo, pero lo dudo mucho, porque en aquel periodo, en los amaneceres del siglo XXI, el rock se adhería a los patrones del ruido y los escombros del escándalo, gestándose agrupaciones como Nirvana, Green Day, Limp Bizkit o Blink 182 quizás en recordación de bandas ochenteras como Slade que incluso incorporaba al eructo como sonido propio.

Se vivía, entonces, desde los noventa (tal vez como preámbulo notificador) el esplendor de la época del rock apocalíptico, donde sus representantes eran, son, forzosamente, jóvenes enjundiosos aunque volátiles. Por ejemplo, hacia esos años 2000, la Warner Brothers se convenció, y convenció a su clientela, de que Green Day era el símbolo de la angustia existencial de fin de siglo. Y por más que uno le buscara alguna explicación lógica a esta premisa comercial, no se la podía hallar en ninguno de sus discos, atestados de pesadillas vinculadas a los extremos del pop punk, ¡porque hasta el mismo punk tuvo su secuela pop, cómo no!

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Por esos tiempos, según Greg Kot, comentarista del periódico musical Rolling Stone (a la venta, por cierto, a finales de 2017), Green Day, ¿quién iba a decirlo?, “es el nuevo Bread”. Sus himnos desbocados en pro de la droga, la pereza y la masturbación habían sido cambiados por canciones que hablaban de fe y esperanza. El vocalista Armstrong, ya respetado padre de familia a sus 30 años en el año 2000, gritaba molesto por la agresiva publicidad que reinaba, y seguirá reinando, en las cuestiones sociales. ¿Pero no fue, acaso, esta misma agresividad publicitaria la que los hizo ganar millones de dólares por grabar las canciones que pasaban de himnos generacionales al principiar los noventa?

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Pienso, o quiero suponer, que hay algo de esos vericuetos estratégicos en la respuesta de Knopfler. Si su hijo estaba encantado por escuchar a Limp Bizkit y consideraba a su padre un viejo roquero country, aburrido y desganado, no era, en realidad, una idea suya sino un concepto generalizado a partir de las informaciones de los canales especializados de la música. Si Blink 182 se encontraba en los primeros lugares del top ten de MTV y Knopfler ni siquiera figuraba en los últimos sitios, a pesar de que sus discos salieron de manera conjunta al mercado, significaba que la música del exguitarrista de Dire Straits estaba rezagada respecto a la obra, ésa sí actualizada, de los punzantes poperos punketos: la música poseía, y posee, una lógica de agudo comercialismo. Si los videos de Britney Spears o de Christina Aguilera, o, sobre todo, de los populares vendedores, radiantes exitosos de principios del siglo XXI, los Backstreets Boys o las Spice Girls, se miraban en todas partes (y eso que aún no circulaban las redes sociales como ahora), quería decir que su música era la que debía sobresalir en las colectividades.

En Inglaterra, a finales de los noventa —acaso como augurio de la gloriosa eclosión de las boys band que hoy mantienen (aún) vivo el mercado discográfico—, una tumultuosa masa juvenil aplaudía, fervorosa y agradecida, las presencias de los Backstreet Boys y de Christina Aguilera en un concierto que, antaño, hubiera sido un fraude por la aparición de estos artistas cantando con playback. En Woodstock 1999, festival efectuado para conmemorar el trigésimo aniversario de aquella fabulosa manifestación roquera, lo mismo se aplaudía a Red Hot Chili Peppers que a Alanis Morissette, porque, a diferencia de las décadas previas, se empezaban a ya no advertir diferencias en el escenario: una estrella de la música puede provenir del underground barriobajero que del castillo de Arendelle, de una inducción mediática que de una rebeldía extrema, de un aprendiz de sumisiones que de un bárbaro indomeñable, de finuras melódicas irrepetibles como las de Mark Knopfler que de accesos rítmicos predecibles como los de Bruno Mars. Ya no se perciben las diferencias musicales. O apenas se distinguen.

Mark Knopfler. / Foto: Murdo McLeod.

Si a Mark Knopfler, ese pundonoroso guitarrista que ha brotado del rock intimista, de la más pura finura roquera, le parecían maravillosas agrupaciones como Blink 182 o como Limp Bizkit, significaba, en ese momento, que, de entrada, el viejo rock, ése que se preocupaba por la madurez de los sonidos, estaba bien muerto en lo concerniente a su localización en el mapa de la música del siglo XXI. O se vinculaba, ya, con la música de todo tipo sin ninguna ansia clasificatoria, entendiendo que la propaganda y el mercado pudieron más en el ánimo melómano, finalmente, que el conocimiento y el avezamiento musicales. El disco de Mark Knopfler de principios del siglo XXI: Sailing to Philadelphia, tras cuatro años de silencio, es una proeza roquera. Cuidado hasta en el mínimo detalle, la grabación exhibe a un músico completamente dominador de su oficio. Las trece canciones, de muchos modos, se convierten, con prontitud, en clásicas roqueras por su empeño musical, por los detalles de las armonías, por la elegancia de las melodías. Y eso es notorio en cada uno de su docena de álbumes en estudio.

Mark Knopfler, para fortuna de la música fina, seguirá escuchándose aun en la era digital, por encima de las radiaciones momentáneas del mercado.

Un río profundo

Han pasado casi tres décadas desde la disolución de Dire Straits, la icónica formación británica, fundada en 1977, que lo puso en lo más alto del rock. Al contrario que otros artistas consagrados, Mark Knopfler no reniega de sus inicios. En cambio, suele hablar con cariño de la banda que lo catapultó a la fama.

Al periodista Carlos Fresneda, de El Mundo, se lo decía en una conversación en abril pasado:

—No siento nostalgia hablar de la banda, me queda el orgullo. Poner fin a Dire Straits hace casi treinta años fue una decisión inteligente. Hicimos buena música, lo pasamos muy bien. Nunca he sido de esos que se niegan a interpretar sus grandes éxitos. Todas las veces que he vuelto a tocar “Brothers in arms”, he compartido esa emoción con la gente. Esas canciones llevan un poder especial que hay que cultivar.

Después de una turbulenta separación de la banda en 1995, en la que estaban también su hermano menor, David Knopfler, el bajista John Illsley y el baterista Pick Withers, Mark se lanzó a una carrera en solitario que le ha permitido sostener en el tiempo el éxito y la popularidad.

Precisamente en abril pasado publicó, bajo su sello British Grove, su nuevo trabajo: One Deep River, su décimo álbum de estudio tras Down the Road Wherever (de 2018). En la nueva placa, el músico entrega doce temas melódicos y pausados, con letras poéticas y cuidadas.

Algunos comentaristas musicales han dejado entrever que se trata del disco más autobiográfico de su carrera. ¿Qué dice el músico?

—Posiblemente —le dijo a Carlos Fresneda, en la citada entrevista—. Muchas veces me inspiro en historias ajenas o en terceras personas, pero quizás este es el álbum que tiene más de mí, empezando por el valor metafórico del puente sobre el río Tyne en Newcastle. Cruzar ese puente era todo un reto para quienes queríamos dejar atrás la provincia y dar el salto a Londres, y salir al encuentro del mundo. Tiene un tono melancólico de fondo e influencias del blues, del folk, del country, la música que siempre he escuchado.

De una manera un tanto más abstracta, Mark Knopfler le ha dicho a la agencia EFE que el disco no es necesariamente autobiográfico, “incluyen un poco de esto y de aquello; algunas mentiras y un poco de contar la verdad”. Y ha añadido:

—La canción es la ‘jefa’ o el niño que intentas traer al mundo y que se encarga de dictarlo todo (…) Tú no te expones, la canción no va sobre mí. El foco es la canción.

Sobre su evolución artística, el guitarrista y cantautor considera que como músico ha ido “hacia atrás” y, en cambio, está centrado cada vez más en mejorar su faceta de compositor.

—Creo que ahora intento sacar más del instrumento tocando menos notas. A veces llega a ser como una broma conmigo mismo, ver si logro la misma canción con tres o cuatro notas.

En la citada charla con la agencia EFE, Mark Knopfler deja una última reflexión: “Los últimos treinta años han pasado en un instante. Y es verdad que, cuanto más mayor me hago, más rápido va todo”. (Redacción SdE / Agencias)

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