Julio, 2024
Nació en Lyon el 29 de junio de 1900 y desapareció con su avión volando en misión sobre el Mar Mediterráneo, cerca de Marsella, en julio de 1944. Se cumplen ocho décadas de la desaparición de Antoine de Saint-Exupéry. Apasionado de la navegación aérea, fue uno de los pioneros de la aviación comercial, cubriendo rutas de Europa, África y Sudamérica. A pesar de que su existencia se truncó demasiado pronto, sus experiencias como piloto inspiraron muchas de sus obras, como Correo Sur, Vuelo nocturno o Tierra de hombres. Sin embargo, su lugar dentro de la literatura universal llegaría con El principito, uno de los mejores libros del siglo XX, también uno de los más queridos y traducidos del mundo. Víctor Roura recuerda al escritor francés.
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En los tiempos de su servicio en la Mauritania, Antoine de Saint-Exupéry (Lyon, Francia, 29 de junio de 1900 / ¿Sahara?, África, 31 de julio de 1944) le escribió una carta a André Gide: “No sé cuándo volveré —decía—; ¡tengo tanto trabajo desde hace algunos meses!: búsquedas de compañeros perdidos, reparaciones de aviones caídos en territorios disidentes y algunos correos a Dakar. Acabo de realizar una pequeña hazaña: he pasado dos días y dos noches con once moros y un mecánico para salvar un avión. Tuvimos diversas y graves alarmas. Por primera vez, he oído silbar las balas sobre mi cabeza. Conozco, por fin, lo que soy en esas circunstancias: mucho más sereno que los moros. Pero he comprendido, al mismo tiempo, lo que siempre me había sorprendido: por qué Platón (¿o Aristóteles?) sitúa al valor en la última categoría de las virtudes. Es que no está formado por muy hermosos sentimientos: algo de rabia, algo de vanidad, mucha testarudez y un vulgar placer deportivo. Sobre todo, la exaltación de la propia fuerza física que, no obstante, no le atañe en nada. Cruzamos los brazos sobre la camisa desabrochada, y respiramos fuerte. Es más bien agradable. Cuando esto se produce durante la noche, se le mezcla el sentimiento de haber hecho una inmensa tontería. Jamás volveré a admirar a un hombre que sólo sea valeroso”.
Quizá por ello el Principito nunca admiró al piloto que, tras una avería, tuvo que habitar, a su pesar, en el desierto del Sahara durante ocho días en el probable año de 1937. Quizá, por lo mismo, en su novela Vuelo nocturno (1930) tampoco hay una visible admiración por los heroísmos de los hombres que, arriesgando su vida, viajan por la noche, arrojados e intrépidos, para hacer llegar el correo de manera expedita.
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“El héroe de Vuelo nocturno, aunque no deshumanizado, se eleva a una virtud sobrehumana —observa André Gide—. Creo que lo que más me complace en este relato estremecedor es su nobleza. Las flaquezas, los abandonos, las caídas de los hombres, las conocemos de sobra y la literatura de nuestros días es más que hábil en mostrarlos; pero esa superación de sí mismo que obtiene la voluntad en tensión es lo que, sobre todo, necesitamos que se nos enseñe”.
En esta novela, los objetivos trazados están por encima de los hombres.
“Le estoy reconocido a Saint-Exupéry —dice Gide— por evidenciar esa verdad paradójica que es, a mi parecer, de una importancia psicológica considerable, que el hombre no encuentra la felicidad en la libertad, sino en la aceptación de un deber. Cada uno de los personajes de Vuelo nocturno está total y ardientemente consagrado a lo que ‘debe’ hacer, a esa tarea peligrosa en cuya ejecución tan sólo encontrará el descanso de la felicidad”.
Por algo, en su maravilloso, e inobjetable, libro de El principito —publicado un año antes de su infausta muerte, ocurrida seguramente el 31 de julio de 1944 (fue el día en que su nave se perdió en el radar), tras un viaje de inspección guerrera—, Saint-Exupéry pareciera buscar, a través de su encantador personaje, los propósitos fundamentales, y complejos, de la vida. De ahí que, tras diversos encuentros con los más inexplicables interlocutores (una flor, un zorro, un guardagujas, un borracho, el extraviado piloto, un farolero, un explorador, un vanidoso, un negociante), el Principito indague, y profundice, y cuestione, sobre los secretos de la felicidad.
“Tal vez todas las parábolas sean así de ambiguas y el mismo humor fantástico se encuentre en todas las fábulas—dice el argentino Marcelo Cohen en el prólogo de una de las tantas versiones en español que existen de este libro—. Pero El principito no es una fábula, porque las fábulas son especies de chistes sobre caracteres, formas del humor psicológicos; y El principito es, casi más que nada, una crítica de la psicología y los preconceptos, un manifiesto por el contacto más directo posible. Es [asimismo] un llamado a la amistad amorosa, la responsabilidad ante el otro y la acción verdaderamente útil. En la misma medida, es una expresión de desaliento por la fugacidad de los encuentros”.
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Pero, obviamente, no es un libro light, en lo absoluto, ni se acerca, en lo mínimo, a esos pavorosos libros —por su inherente moralina y las ganas de ejercer un paternalismo infundado— políticamente correctos que se empeñan en “guiar” la vida a los lectores como si los autores fueran una especie de pastores supremos o gurúes (¿o gurús?) impolutos.
No.
Con El principito, Saint-Exupéry experimenta la narrativa de la profundidad mediante la deslumbrante sencillez de los diálogos. Sus aciertos literarios son tan vastos que, incluso, la lectura aparentemente elemental, ingenua o espontánea de El principito se convierte, luego, en una intrincada, y dificultosa, traducción literal. Porque todo, o casi todo, en dicho libro debe leerse precisamente como no está literalmente escrito. El principito es una feria de sobrentendidos, de metáforas apocalípticas, de alusiones mortíferas, de insinuaciones inconclusas. Hay frases realmente infinitas. Veamos únicamente una decena:
1) “Cuando el misterio es demasiado impresionante, uno no se atreve a desobedecer”.
2) “Me gusta que mis desgracias se tomen en serio”.
3) “Los que entendemos la vida nos burlamos de los números”.
4) “Olvidar a un amigo es muy triste, no todo el mundo tiene un amigo”.
5) “Antes de crecer, los baobabs empiezan siendo pequeños”.
6) “Los tigres no me dan nada de miedo, pero tengo horror a las corrientes de aire”.
7) “Ignoraba que, para los reyes, el mundo está muy simplificado: todos los hombres son súbditos”.
8) “El lenguaje es una fuente de malentendidos”.
9) “Pero si vienes a cualquier hora, nunca sabré cuándo preparar el corazón”.
10) “Cuando uno se deja domesticar, corre el riesgo de llorar un poco”.
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Por lo mismo, es incomprensible que este autor tan lleno de vida, tan buscador de la tensa voluntad, explorador de la belleza interna, refinado hombre de la meticulosidad escritural, haya salido alguna tarde, por una orden superior, a bombardear una carretera, un puente, un hipódromo. Y al cumplir con su “deber” haya, no sé, matado quién sabe a cuánta gente. No, no se entiende la contradicción, si es que la hubiera. Pues si su profesión era la de un aviador de guerra, podría con razón objetar un razonable lector, tal vez el colmo hubiese sido, por el contrario, no haber matado a nadie. No sé. Me cuesta entender estas cosas, aunque las comprenda. Quizá, sí, era su obligación salir, porque era su profesión, a cubrir misiones de guerra y matar o ser matado. Ya Saint-Exupéry ha escrito, misteriosamente, que “a las lámparas es preciso protegerlas: un soplo de viento las puede apagar”.
¿No los hombres somos como esas lámparas desprotegidas? ¿No somos como enigmas en el desierto? ¿No el piloto protagonista del cuento del Principito dice que siempre le ha gustado el desierto porque no ve nada, ni oye nada y, sin embargo, “algo resplandece en el silencio”? ¿No somos, los hombres, ese silencio intrigante e intangible, mas deslumbradoramente visibles?