Noviembre, 2023
Nació en 1952 y partió de este mundo en 2003. Se cumplen dos décadas de la muerte de Rogelio Cárdenas Sarmiento, fundador de El Financiero, primer diario de México especializado en finanzas y reconvertido después en uno de los mejores periódicos de información general hasta su venta en 2012, fecha a partir de la cual se ha ido paulatinamente en franco deterioro editorial. Víctor Roura, editor durante 25 años de la (hoy ya desaparecida) sección Cultural, recuerda a este “director heterodoxo, abierto, franco, sin impostaciones, honesto”.
1
Era un 28 de julio, hace tres décadas y media. Por primera vez me reunía con Rogelio Cárdenas Sarmiento. Ese día yo estaba cumpliendo 33 años de edad. Siete días después, el joven director de El Financiero (también Leo, nacido el 4 de agosto de 1952) celebraba su trigesimosexto aniversario. Desde principios de aquel 1988 había yo llevado unos domis donde configuraba las páginas de una posible sección cultural de la que carecía, entonces, ese diario, fundado apenas siete años atrás (¡el 15 de octubre de 1981, a la edad de 29 años de Rogelio!). Yo provenía de los periódicos unomásuno y La Jornada, así que, sin saber quién estaba detrás de la dirección general de ese nuevo rotativo, me imaginé que, probablemente, podía tratarse —aunque tenía una leve esperanza de que estuviera yo equivocado— de un personaje similar a todos aquellos directivos que había tenido la desgracia de conocer: arrogantes, codiciosos, pedantes, ciertamente siniestros, engatusados con el poder político, parcializadores de la información, con localizados intereses amistosos. Manuel Becerra Acosta (1932-2000) jamás valoró mi trabajo en el unomásuno, ni siquiera quería entablar ninguna conversación periodística porque estaba rodeado de luminarias supuestamente establecidas: no había, pues, más periodistas que los que ya él había fijado como tales. Su única virtud fue que, aun ignorando la presencia de los nuevos periodistas en su diario, dejaba que escribiéramos nuestras locuras escriturales aireando, con ello, la redacción de la prensa, en ese entonces hermética, sin la posibilidad de incursionar en lenguajes más arriesgados (con neologismos o cronicando el léxico de la calle), pasivo, casi académico. En La Jornada, aunque derribados ya los viejos cánones de la expresión convencional, su primer director, Carlos Payán (1929-2023), no acostumbraba aceptar ninguna refutación si ésta dimanaba de sus subalternos; sin embargo, siempre aparentó bonhomía y calidez ante los que no eran periodistas para congraciarse con los poderes político y económico, apariencia de apacible eterno mediador que llevara a Jaime Avilés (1954-2017) a adjetivarlo como un “traficante de almas”. Se fastidiaba, Payán Velver, si no se cumplían sus órdenes, aunque éstas fuesen verdaderas calamidades o necedades: desde su escritorio quería dirigir todas las secciones por el simple hecho de haber sido elegido director general de un diario que, y esto lo olvidaba continuamente, había sido fundado de manera colectiva. Por eso se hartó, Carlos Payán, de que Víctor Roura, el jefe de la sección cultural en su primera época, le rebatiera sus órdenes sin sentido y, mediante una estrategia similar a los tejemanejes de las políticas internas de los sindicatos mal avenidos o de los consorcios manipulados desde arriba, planeó un impecable golpe de Estado en mi contra para poder hacerme a un lado y recuperar su sección cultural que ya se le estaba yendo de las manos: lo que se quería, tal como ahora funciona, es que en dichas páginas sólo estuvieran contempladas las amistades.
Y me fui de ahí, tras renunciar a mi puesto de editor cultural, luego de comprobar la ausencia de disponibilidad para entablar un diálogo abierto. Era fines de 1985. Y me preguntaba: ¿ahora hacia dónde?
2
En El Universal, Paco Ignacio Taibo I (1924-2008) era intocable, ni mostraba la más leve solidaridad: después de publicarme un artículo (sobre Alejandro Lora, el cual nunca me pagaron), y tras la promesa de regular mi colaboración, jamás volví a aparecer —ahora creo que para mi fortuna— en esas planas. En Proceso, Armando Ponce (1947), tajante, me argumentó que no había espacio para mí, que lo sentía mucho. En El Nacional el buen Manuel Blanco, antes de ser despedido a puntapiés de ese diario en el salinato, me pidió que me incorporara a su equipo, pero sólo estuve escribiendo una semana (y sin que se me pagara un solo quinto por ello) porque la implacable censura se fue contra uno de mis textos: “Aquí, Roura, no se pueden escribir insultos”, me aclaró, apenado, el buen Manuel Blanco (1943-1998). Y era, ahí sí, necesario escribirlo en mi texto: el compositor Federico Álvarez del Toro estrenaría una pieza orquestal cuya partitura central se basaba en el legendario grito acuciante de la banda: “¡Culeeeeeeros!”, ¿y cómo decir lo anterior sin escribir con todas sus letras la altisonante expresión? Le escribí una carta a Blanco agradeciéndole sus atenciones, pero yo no podía trabajar, le decía en la breve misiva, en un diario mocho… además de priista.
En 1986 fundé, junto con Víctor del Real, un periódico cultural, intitulado Las Horas Extras, que funcionó de maravillas durante un año y medio hasta la brusca interrupción por parte del distribuidor, que se negaba a seguir colocándolo en los quioscos si no aportábamos, ya sabe usted, alguna cooperación voluntaria para los voceadores. Fue un argüende sin fin. ¿Y de dónde íbamos a sacar más dinero si apenas recuperábamos la inversión? Nos quedamos otra vez sin trabajo y enmuinados incluso con nosotros mismos.
¿Hacia dónde, ahora? Entonces los periodistas Hugo Martínez Téllez y Miguel Ángel Sánchez me buscaron para decirme que El Financiero ya se iba a convertir en un diario de información general, ¿por qué no presentaba un proyecto? Así que, en enero de 1988, sin ninguna perspectiva laboral (ya impartía clases de periodismo en la UNAM y daba cursos en diferentes sitios, amén de escribir guiones para Radio Educación), me hice durante no sé cuántas noches algunos diseños donde trazaba, en pocas líneas visuales, la idea de una sección cultural.
Esperé y esperé y un poco después de aquel triunfo impostado de Carlos Salinas de Gortari, recibí la llamada telefónica, cuando confieso que ya no la esperaba, de la dirección de El Financiero: fue un 28 de julio, cuando yo cumplía 33 años, la primera vez que hablé con Rogelio Cárdenas Sarmiento.
3
Y no sabía que me iba a encontrar a un buen amigo (“hermano”, decía él, y yo lo confirmaba inmediatamente), además de un director heterodoxo de un periódico. Porque vaya que sí lo había, que sí podía existir un director abierto, franco, sin impostaciones, honesto, sin ataduras profesionales, sin otros intereses que los de su periódico. Y tuve la inmensa fortuna de haberlo encontrado, y de haber disfrutado de su entrañable amistad.
—De ahora en adelante —me dijo aquella memorable primera vez—, tú eres el único intelectual de El Financiero. Nadie te va a decir lo que tú sabes hacer.
Y así fue: en tres lustros, hasta el año de su muerte en 2003, la libertad fue amplia, total, abundante, holgada. Y tenía siempre hermosos detalles: a los seis meses, luego de que el periódico por fin se introdujera en los campos académicos (“por la sección cultural, Roura”, me decía, entusiasmado, como siempre, Rogelio), me vino en la quincena un aumento considerable en mis emolumentos. Yo desconocía, en verdad, esa generosidad tan desplegada en un periodista de su estatura. Otra de las cosas que jamás olvidaré: enviaba cada Navidad —porque sí, porque le nacía, porque me quería— una canasta de dulces y frutas y comida y botellas a mis adorados padres, que la recibían inefablemente agradecidos.
¿Cómo olvidar, caray, esas cosas que sólo nacen del alma?
Cuando Vicente Fox, recién estrenado en la Presidencia de la República en el año 2000, le llamó vía telefónica para que me despidiera por haber escrito, durante tres días seguidos, un reportaje sobre la prestanombres Sari Bermúdez a quien Marta Sahagún había designado nueva presidenta del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes (asunto que nadie más abordó en la prensa mexicana, ni Proceso ni La Jornada, por haber estado comprados los medios respecto a esta miseria cultural), Rogelio Cárdenas, luego de haber hablado conmigo, se negó a cumplir la petición del Señor Presidente sufriendo el sexenio entero el castigo del panista de no entregarle un solo anuncio de la propaganda oficial en temas culturales.
Sólo Rogelio Cárdenas Sarmiento era capaz de subvertir el orden mediático alterando la disposición presidencial, sólo él, porque de haber estado yo en cualquier otro periódico, La Jornada o El Universal, sencillamente me habrían echado a la calle sin pensarlo dos veces.
4
El martes 22 de julio de 2003, tres días antes de su muerte, me pidió que fuera a su casa, en la colonia Polanco en la capital del país —ciudad donde había nacido el 4 de agosto de 1952— para platicar por última vez.
—No me iba a ir sin antes verte —dijo, y no pude contener una maldita lágrima que se me escapó de los ojos.
Lo abracé y sentí, ¡santo cielo!, cómo quería a este hombre: no sé por qué la gente buena se va antes de tiempo. A los 50 años (hubiera cumplido los 51 diez días después, el 4 de agosto), Rogelio Cárdenas nos dejó para unirse, como él mismo decía, con sus queridos padres, que lo esperaban, ya, en el Más Allá. Y ésa era su alegría. Suya, nada más, porque a sus amigos nos había dejado con la tristeza desplomada en el fondo de nuestro corazón.
Recuerdo nuestra última conversación, él acostado en la cama con el cuello abultado como consecuencia del quebrantado cáncer que acabara con su vida, yo a un lado suyo sentado en una silla.
—Dime qué quieres, Víctor, qué necesitas, dime qué te hace falta…
Yo lo miraba con los ojos entristecidos. No atinaba a decirle, en ese momento, qué me hacía falta a mí.
—Dime qué quieres, dime qué te hace falta… —me repitió el buen Rogelio.
Entones, se lo dije:
—Sí, sí quiero algo —le dije.
Le vi una sonrisa, me preguntó qué era lo que yo quería.
—Que no te vayas —le dije entonces.
Y a ambos nos vino, de la nada, un breve llanto.
5
Una década después, en 2013, la viuda de Rogelio, Pilar Estandía —quien estaba al frente del periódico por decisión de su marido ausente— decidió vender El Financiero al empresario Manuel Arroyo a quien, a su vez, se lo regalaría el presidente Enrique Peña Nieto que en un año, a cambio de publicidad gubernamental, no sólo había saldado la compra sino ya le generaba suntuosas ganancias. Pilar, a diferencia de lo que hubiera hecho el buen Rogelio, no me dio un quinto de compensaciones sino, al contrario, la nueva gerencia de Arroyo, peleando para no darme un solo peso por mi voluntario retiro luego de haber trabajado en ese diario exactamente un cuarto de siglo: conseguí, a duras penas, un poco más de 350,000 pesos y me retiré, de inmediato, de ese periódico cuyo cambio editorial empezaba a gestarse desde el inicio de aquella inesperada compra.
Enrique Quintana, el director asignado por Manuel Arroyo, me pidió ciertamente que me quedara en El Financiero por el mismo salario (alrededor de unos 30,000 pesos mensuales) a cambio de mantener mi columna semanal, que no acepté sencillamente porque no quería estar vinculado con ese tipo de periodismo que simpatizaba visiblemente con los enjuagues políticos.
Comencé a elaborar, entonces, mis periódicos culturales confrontándome con realidades amargas de significativas discrecionalidades gubernamentales y de farsas inversoras, al grado de llegar a perder medio millón de pesos por el timo editorial de un falsario empresario que se negara a pagar las deudas pendientes, dinero que hallé con la venta de 4,000 libros, varios de ellos estampados con la firma de sus autores, de mi añorada biblioteca, sin haber recibido jamás el respaldo económico de nadie: 100 pesos por cada ejemplar (en un total de 400,000 pesos), porque nadie me ofreció más por volúmenes que costaban, cada uno, más de 5,000 pesos por su valía intrínseca, fue suficiente para abonar la deuda que yo tomé como mía, periódicos y proyectos interrumpidos paradójicamente con la llegada al poder presidencial de López Obrador al negarse a entregarme, la nueva administración morenistra, una sola propaganda oficial para mis páginas dando por concluida aquella existencia periodística dedicada a la cultura.