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Ignacio Solares: primeros libros

El prolífico escritor mexicano, fallecido el pasado 24 de agosto, desarrolló una amplia y coherente obra literaria que el investigador y ensayista Vicente Francisco Torres siguió puntualmente

Agosto, 2023

En sus mundos literarios, Ignacio Solares supo equilibraba eficazmente la realidad y la imaginación, lo extraño y lo cotidiano, lo simbólico y lo manifiesto. En el siguiente ensayo, el narrador e investigador de la UAM, Vicente Francisco Torres, nos habla de ello al desglosar y analizar parte del prolífico legado del narrador mexicano, fallecido el pasado 24 de agosto. “Las siguientes líneas, que provienen de mi libro Esta narrativa mexicana, dan cuenta de sus comienzos de escritor, cuando Solares fue forjando su prestigio literario y planteando los intereses que nunca abandonaría.

Ignacio Solares (Ciudad Juárez, Chihuahua, 1945- Ciudad de México, 2023) desarrolló una amplia y coherente obra literaria que seguí puntualmente a lo largo de varias décadas. Las siguientes líneas, que provienen de mi libro Esta narrativa mexicana (Universidad Autónoma Metropolitana, Azcapotzalco, 1991 y 2007) dan cuenta de sus comienzos de escritor, cuando Solares fue forjando su prestigio literario y planteando los intereses que nunca abandonaría. La línea más vasta que agregó a lo que aquí reseño, fue el conjunto de sus novelas históricas.

Lo fantástico, lo maravilloso y lo extraordinario 

Nacho surgió como narrador con El hombre habitado (1975), un pequeño libro en donde conviven los “vulgares apocalipsis” de la cotidianidad con una fantasía que, si bien es sorpresiva, rehúye los aspavientos.

El relato que da título al volumen es indudablemente kafkiano por lo absurdo de las situaciones que plantea pero, sobre todo, por la sensación de temor, desconcierto e inseguridad que logra comunicar al lector. Un oscuro burócrata recibe anónimos que alteran la monotonía de su vida gris y lo obligan a buscar una comunicación difícil porque debe tratar con otras personas amenazadas y soportar interrogatorios sobre dos crímenes cometidos en su oficina. Como el asunto de los anónimos no tiene solución, uno termina por comprender que Solares escribió un cuento en clave: los miedos los llevamos dentro y nunca nos abandonan. La vida resulta una larga amenaza que es preciso enfrentar a diario, a cada instante.

En “Prolongación de la noche”, una fantasía largamente invocada se traga a la realidad y, en “La mesita del fondo”, volvemos a topamos con un personaje que enfrenta una situación absurda y debe someterse a ella: llega a un café y, a pesar de que ordena sus alimentos, debe abandonar el local sin que haya sido atendido y sin que su presencia le importe a nadie.

A mi juicio, estos tres cuentos anticipan lo que será el universo narrativo de Solares, un mundo regido por tres categorías estéticas: lo fantástico, lo maravilloso y lo extraordinario.

Varios cuentos que integran El hombre habitado están marcados por la soledad, los miedos y la desazón de los personajes (“La ciudad”, “El largo viaje”, “La entrevista”). Otros, como “La señal del búho” y “El grito y sus ecos”, presentan dos rasgos que observaremos en su narrativa posterior: el misterio y la pesadilla como prolongaciones de la realidad.

Puerta del cielo (1976) es una novela audaz y sencilla al mismo tiempo; obra diáfana porque con el monólogo y el punto de vista omnisciente narra la crisis familiar, erótica y religiosa de Luis, un adolescente reprimido que perdió a su padre y debe ayudar a sostener los gastos de su casa. Es audaz porque la crisis familiar del muchacho se supera con su afirmación, porque sus problemas se resuelven de una manera contundente —luego de su conducta enfermiza y pacata, se inicia en una casa de lenocinio con la hija de la patrona— y porque las apariciones de la Virgen que lo acosaba no se resuelven con un realismo ramplón, es decir, no se explican sino que, como sucede en la literatura fantástica, Solares las deja como irrupciones dentro del universo real de la novela. Además, los momentos en que la fantasía del autor se desata son de una belleza conmovedora. Véanse, por ejemplo, dos episodios: la asunción de Luis cuando quiere ver a su padre, quien ya había muerto, y los momentos en que se le aparece la Virgen al muchacho y le habla y le acaricia los cabellos.

Así, Puerta del cielo combina los incidentes cotidianos —las humillaciones que hay que pasar para conseguir empleo, los pleitos con los compañeros, los sermones familiares— con la fantasía galopante que no renuncia a sus fueros. En lugar de que al final se concilien lo vulgar y lo inverosímil, antes de que la novela termine siendo realista o fantástica, adquiere un giro grotesco, pues la madre, la tía y el abuelo de Luis, tan pequeños y mojigatos, sucumben ante la alharaca de las putas del burdel donde Luis se había empleado como portero y se retratan en grupo. Mientras el abuelo, la madre y la tía de Luis posan vestidos de negro, la patrona y sus muchachas ostentan vestidos escotados y de colores chillantes.

En otro gesto de audacia narrativa, Solares cierra su novela transcribiendo los imaginarios pies de foto de la boda: el baile los mezcló a todos, a las beatas y a las impuras, a Olga (la pequeña ramera que se convierte en su esposa) y a Luis. Si observamos con detenimiento, veremos que las beatas sucumben al dinero; la madre y la tía ponen la devoción y los buenos modales: la madre de Olga pondrá los billetes que hacen falta para conservar la fe que ha obrado el milagro por el cual Luis, haciendo caso de las apariciones de la Virgen, se desposa con la suripantita. ¿Comedia de las equivocaciones? Sí, con ella Solares muestra las incoherencias del mundo y nos dice que la realidad tiene en la fantasía una puerta que lleva al cielo.

Con el pretexto de hacer un reportaje, Ignacio Solares consiguió en Delirium tremens (1979), una obra de indudables méritos literarios. Que acontecimientos atroces —a menudo provenientes de la plana roja de los diarios— sirvan para inspirar trabajos literarios no es algo insólito en nuestras letras, como muestran Crímenes ejemplares (1972), de Max Aub, o Las muertas (1977), de Jorge Ibargüengoitia. Asesinato (1985), de Vicente Leñero, es otro caso de esta clase de textos. Pero aunque la fuente de inspiración de los títulos citados siempre ha sido una realidad violenta y llena de sangre, el trabajo de esos escritores ha sido original y eficaz. Mientras Max Aub estructura su libro como un album de recortes, Ibargüengoitia elabora una novela emocionante y fluida. Por su parte, Leñero tiene la osadía de trabajar su libro como un reportaje lleno de datos y testimonios. Pero volvamos al libro de Solares.

Delirium tremens se presenta como una investigación de campo llevada a cabo por Solares quien, atendiendo la sugerencia de uno de sus entrevistados, no presenta el libro como una mezcla de porcentajes, gráficas y cuestionarios. Le dice un personaje llamado Gabriel: “Intervenga usted, conviértalos (cada uno de los casos) en un diálogo cálido, humano, vital. No los grabe, no los anote en una libreta como reportero, como si estuviera entrevistando a personajes de circo. Grábeselo en la memoria, páselos a máquina. Y no busque cifras, no sirven de nada”[1]. Así pues, el libro se estructura narrando, alternadamente, las historias de 13 casos que Solares investigó en diferentes grupos de Alcohólicos Anónimos (AA) y en el Sanatorio Lavista, un hospital psiquiátrico del Instituto Mexicano del Seguro Social (IMSS). Cada caso le da la oportunidad de mostrar una experiencia humana diferente, desde las revelaciones místicas hasta las perversiones —como aquélla en que una jovencita se arrojó de un quinto piso, luego de que un tipo trastornado la hizo rezar el Ave María mientras tenían relaciones sexuales—, pasando por el desamor, los celos y la soledad.

Además de entreverar sus casos, Solares incluye dos o tres capítulos donde señala que el Delirium tremens es una lesión cerebral que se manifiesta cuando el alcohólico crónico deja bruscamente de beber. Las visiones aparecen espantosamente —angelitos volátiles y pequeños diablos armados con tridentes; tropeles de ratas, gatos, perros, ardillas, simios, gallinas y cerdos; lluvias de alacranes, cucarachas, hormigas, lagartijas y culebras—, como señalan los pacientes que, como resultado de sus experiencias, luego de sus visitas al infierno, llegan a mostrar una sabiduría que se expresa en párrafos como los siguientes:

“Hay caminos que necesitamos recorrer hasta el final para comprender que no conducen a ninguna parte.”[2]

“Dante decía que no hay mayor dolor que en los tiempos de infelicidad recordar los tiempos felices. Quizá no es menor el dolor de imaginar la dicha que nos negó nuestro temor de vivir.”[3]

La estructura de Delirium tremens también tiene un espacio para contar el surgimiento de A.A. y reproducir dos cartas (una de C.G. Jung y otra de William G.W.) que inciden en los problemas que Solares maneja en este libro.

Ahora bien ¿cómo sabemos que Delirium tremens es un trabajo artístico y no una fría investigación de campo? En primer lugar, porque Solares no reduce esta obra al diálogo cálido que pedía uno de sus personajes, sino que elabora en forma novelesca, con su prosa ágil y bella, la historia de cada una de las tragedias elegidas.

En segundo lugar, Delirium tremens es consecuente con el tipo de trabajo literario que Solares ha desarrollado y que va desde el cuento realista hasta la narración fantástica, pasando por el relato “extraño”[4].

Por si lo anterior no fuera suficiente, quiero señalar una coincidencia: salvo en El hombre habitado, El árbol del deseo y Serafín, Solares siempre ha procurado que las portadas de sus libros sean fragmentos de pinturas significativas. Para Delirium tremens, por ejemplo, eligió un detalle del “Jardín de las delicias”, de Jerónimo Bosch, “El Bosco”, que Louis Vax analiza en un capítulo de su libro Arte y literatura fantásticos (1960). Así, vemos que Solares eligió en Delirium tremens un tema alucinante (por la cantidad de fantasías, visiones y problemas que le permite manejar), mismo que le ayuda a construir el extraño y a la vez fantástico universo que ha seguido mostrando con cada una de sus obras.

Algunas obras de Ignacio Solares. / Imagen: Librería de Paso (Facebook).

Cortar, mezclar, fusionar, transformar

En Anónimo (1979), Ignacio Solares se entrega a la literatura fantástica, retoma un cuento de su primer libro, y lo amplía y cambia a fin de que pueda formar parte de la novela.

Anónimo consta de dos partes: una es el diario de Rubén Rentería —mismo que, escrito con letras cursivas, se elabora con la historia de “El hombre habitado”— y la otra es la narración de algunos episodios de la vida de Raúl Estrada. Para conseguir mayores efectos, Solares va narrando alternadamente las vidas de estos personajes. El mismo hecho de que las dos historias aparezcan trenzadas, toca ya el acontecimiento fantástico y turbador en que se basa el argumento: una noche, Raúl Estrada despierta en una cama ajena, con una larga nariz y una abundante cabellera que casi lo hace enloquecer —él era calvo—, junto a una mujer que no es la suya y, en suma, encarnado en el cuerpo de Rubén Rentería. En el colmo de la extravagancia, Raúl Estrada, con el cuerpo de Rubén Rentería asiste a su propio funeral pues había fallecido la misma noche en que sufrió la transmigración de su alma.

Aparentemente, la extraordinaria mudanza —metempsicosis— se debió a que Rubén Rentería había perdido todo interés sexual, leía obsesivamente la Biblia y estaba a punto de suicidarse por los anónimos que recibía en su trabajo. A esto deben agregarse las sugerencias de Eugenia Ortiz —otra desquiciada por los anónimos— para anular la voluntad mediante el suicidio y reafirmarse en el otro mundo: “el acto implica valor, rebeldía, determinación. Entonces el alma renace de entre sus cenizas aunque el cuerpo se pierda. Y así le damos la oportunidad de reencarnar…”[5].

Como Rubén Rentería no acepta el suicidio, la novela parece mostrar que se consuman los riesgos: “De otra manera se debilitará tanto que morirá. Habrá abortado la parte divina que había en usted. No verá nunca el rostro de Dios”[6].

De este modo, el suicidio y su consecuente castigo, el infierno, resultan preferibles a la nada en que finalmente se pierde el alma de Rubén Rentería. Tal parece que a esto se debe la desrealización de Rentería; por su abulia y cobardía se convierte en puro pensamiento que se fuga y deja al cuerpo vacío para que llegue a habitarlo el alma de Estrada.

Cuando Eugenia Ortiz le propone a Rentería suicidarse mientras rezan, estamos ante una de las preocupaciones que Solares mostró desde sus primeros libros: la unión de lo sagrado y lo profano que, en mi opinión, darían las coordenadas para ubicar al hombre.

Leer Anónimo es una experiencia inquietante, porque uno se siente atrapado en un laberinto de espejos al que Solares sabe conducir diestramente, pues para él “por momentos resulta exactamente igual escribir lo que vivimos a escribir lo que imaginamos”. Creo que desde Delirium tremens Solares dio a entender que la fantasía puede ser equivalente a la realidad. Recuérdese el caso del alcohólico que sentía, ante la broma de su hermano, que las criaturas producidas por la ilusión eran reales; su hermano le decía, en son de burla, que un cuervo le estaba sacando los ojos; ¡pero lo grave es que para el alcohólico eran dolorosamente reales los ataques!

El final de la novela incide precisamente en este punto: Raúl Estrada renuncia a regresar tanto con su esposa “original”, como con “la otra”, y se autobautiza como Raúl Rentería, sintetizando el nombre de su alma y el apellido de su cuerpo. Todo porque descubre que es bello estar vivo y que puede empezar una nueva existencia, lejos de los rechazos de su madre y de su primera esposa, pero también lejos de su segunda mujer para la que es poco menos que un demente.

Cuando Raúl Rentería emprende su nueva vida recordando a un tipo que luego de perder un tren que descarriló asume la noticia de su muerte y empieza una nueva existencia, Solares nos remite a la historia de Flitcraft, que Dashiell Hammett consigna en  El halcón maltés: era un hombre responsable y rutinario que un buen día, cuando se dirigía a comer, estuvo a punto de ser aplastado por un andamio que cayó desde un décimo piso, pero que sólo le causó una pequeña lesión en una mejilla. Luego de este incidente, decide no regresar a su casa y emprender una nueva vida, pues mientras él había vivido en el orden, las circunstancias le habían mostrado que el azar también juega su papel. Tal parece que Solares enfrenta sus preocupaciones en este mismo sentido: las circunstancias y el azar hacen que los seres humanos dejemos de ser anónimos; lo profano y lo sagrado, pero también lo circunstancial y el azar, nos definen y nos ubican en el mundo.

Para que “El hombre habitado” pudiera formar parte de Anónimo, Ignacio Solares tuvo que operar en su cuento una transformación: le quitó su carácter desazonante —en la novela se descubre que quien colocaba los anónimos era un office boy— pero le hizo ganar en fantasía y en misterio.

En El árbol del deseo (1980), Solares efectúa una operación semejante: parte de un cuento (“El grito y sus ecos”) para ampliarlo, cambiar su desarrollo y escribir un libro diferente y magnífico.

La novela cuenta la historia de Cristy, una niña de 10 años de edad quien, viendo los constantes pleitos que tenían su padre y su madre, decide marcharse de la casa llevándose a su hermano Joaquín. Pero lo que en el cuento se resuelve con la denuncia de la madre de una amiguita en cuya casa se habían refugiado los pequeños, en la novela se continúa y alcanza un alto grado de emoción. Los niños logran huir y caen en las garras de Angustias, una vieja pordiosera y ladrona, quien los lleva a dormir en una casucha llena de gatos. La noche que los pequeños pasan con la mendiga constituye un capítulo especialmente intenso: mientras la vieja y los niños duermen bajo el peso de los animales, entra Jesús a la covacha para sostener con la anciana un acto sexual enfebrecido por el alcohol. A la mañana siguiente, luego de que Cristina ha robado junto con Angustias, deciden organizar una fiesta en donde los ancianos se emborrachan y fornican ante los ojos azorados de los pequeños. Asistimos, como se ve, a esa mezcla de lo sagrado y lo profano que Solares ha destacado en sus obras, pues luego de emborrachar a Cristy y de golpear y amarrar a Joaquín, el mendigo le entierra un cuchillo en el pecho a la vieja. La novela termina cuando el padre de Cristy los alcanza en una estación de ferrocarril.

Es muy significativo que lo que en el cuento era realidad (la llegada de los padres a casa de la amiga de Cristy y el consecuente lloriqueo), en la novela sea sueño. De este modo Solares muestra que no sólo la pesadilla y la fantasía son prolongaciones de la realidad, sino que también el sueño la conforma, la distorsiona y la influye.

Cristina huía de los gritos de su padre y salió para conocer una violencia mayor: la del sexo brutal, los golpes, la privación de la libertad, el alcoholismo y del crimen. Como decía el cuento que Cristy le leyó a la anciana loca en cuya casa robó: la niña que salió en busca del árbol de los deseos, lo encontró viejo, a punto de morir, y ella misma había envejecido.

En esta novela Solares quiso señalar la violencia alucinante donde Cristy conoció el mundo; para ella el mágico árbol de los deseos no podía ser sino un tronco viejo y partido por los rayos. La inocencia no existía más para ella pues hasta el cura de un templo se negó a protegerlos y a prestarles una banca que los hubiera librado de la pavorosa noche que pasaron con Angustias.

En La fórmula de la inmortalidad (1982), una novela breve, Solares sorprende con otro de sus extraños planteamientos: los muertos no se extinguen, siguen viviendo a nuestro alrededor y el puente necesario para conseguir la comunicación es el amor. Esta pequeña obra, con su lenguaje terso y límpido, guarda una vigorosa y sutil coherencia interna: la tía Emma vio al fantasma de la anciana que acudía puntualmente a visitar al viejo huésped; Mario y su madre se comunicaron con el padre de aquél hasta la muerte de ésta; el tío Carlos, en su crisis de delirium tremens veía a la abuela. Así, Solares siguió ensanchando los límites de la realidad, la enriqueció con nuevos elementos que la razón rechaza pero la fantasía y el amor por la literatura pugnan por darles carta de ciudadanía. Creo que a esto se debe el hecho de que las premoniciones resulten ciertas —como la del pájaro negro—, o que las visiones —como aquélla que tuvo el padre de Mario cuando sufrió un accidente de aviación— tengan un sentido que las liga con el “más allá.” Con el delirium tremens sucede lo mismo: con recursos generalmente desdeñados —el alcoholismo y sus efectos, en este caso— Solares insiste en que es preciso ampliar la realidad y no cortarle las alas a la imaginación.

Incursión a la dramaturgia

Las cornadas (1981) es un libro que Solares preparó en colaboración con Jaime Palacios. Como se trata de una antología de dramas taurinos, aderezada con algunas entrevistas, es difícil detectar qué parte del trabajo realizó el autor cuya obra comento.

El interés de Solares por la fiesta brava creo que deriva de dos preocupaciones que sí son muy claras en sus libros anteriores: la religión[7] y algunos rincones misteriosos de la vida. Dicen los autores en la introducción:

Hay espectáculos transparentes a través de los cuales puede verse el juego absurdo de la vida. Uno de ellos es sin lugar a dudas el toreo. Nada tan absurdo como arriesgar la vida frente a una fiera por satisfacer a una multitud delirante (…) Ya Renato Leduc nos ha hablado agudamente de la relación de las corridas de toros con la religión. Los dramas rituales han ido evolucionando lentamente a lo largo del tiempo hasta hacerse cada vez menos sangrientos y repugnantes, adquiriendo una forma más intelectual. Es indudable que símbolos del desarrollo humano podrían ser, desde abandonar las piedras de sacrificios y las quemas de brujas, hasta colocar un peto a los caballos de pica. Pero también es cierto que si al ritual se le quita todo lo que tenga de sangre… termina por morir del todo. Seguimos necesitando comulgar con el dolor de quienes dan su vida por nosotros. Y sólo entonces los convertimos en personajes de leyenda. Para bien o para mal, en el toreo esta circunstancia es abierta, como las heridas. Gracias a esos héroes despedazados por las astas de los toros, la fiesta ha tenido una grandeza mítica y mística que la ha hecho perdurar a través de varios siglos.[8]

Precisamente en el carácter insólito que adquieren el dolor y el fluir de la sangre está puesto el énfasis de este libro, ya sea el caso de un toro que le corta la oreja a un torero —quien después, en son de burla, recibiría el mote de El Indultado— o el de la cabeza de aquel toro que, ya en forma de adorno, se cayó de la pared para herir una vez más a su verdugo.

La mano de Ignacio Solares se ve claramente en algunos capítulos, como el que habla de los fenómenos paranormales en las corridas: “Por su constante trabajar con la muerte, el torero está más cerca del misterio. De ahí las supersticiones, de ahí la religiosidad”. Y vienen varios ejemplos de premoniciones, de advertencias de gitanas, de mensajes recibidos en el sueño (como cuando Pepe-Hillo soñó que un hombre barbudo le clavaba un puñal en el pecho y, efectivamente, un toro llamado Barbudo le propinó una mortal cornada). De aquí que Solares reflexione: ¿qué sería de la fiesta brava si los matadores hicieran caso de las supersticiones, de las corazonadas, de los sueños y de las “malas caras” de los toros?

El trabajo teatral de Solares es tan original y sorprendente como sus cuentos y novelas; ha publicado sólo dos piezas: Desenlace y El problema es otro (1983).

Aunque su teatro también habla de la presencia de las sombras y de los atroces y estáticos márgenes de la realidad, no se ubica en los terrenos de la literatura fantástica ni de la narrativa extraña. Como no le interesa la literatura de cuestionamiento social[9], mejor indaga los problemas de las relaciones personales; y lo hace de un modo un tanto violento.

En El problema es otro, Solares entrega el diálogo entre un padre que abandonó el hogar y su hijo, en quien busca consuelo muchos años después. Aunque el hijo le dice que la reconciliación que busca es una cobardía, no deja de aceptar, dramáticamente, que les hizo mucha falta y que muchas de las locuras de su madre y de su hermana son producto del abandono que el padre quiere remediar tardíamente. Desenlace es un texto todavía más dramático, pues señala las secretas infidelidades de la pareja, sus odios taimados y la falta de honradez en las conductas. El lenguaje, como ya había enseñado José Revueltas, sólo sirve como máscara, para ocultar lo que realmente queremos decir.

La brutalidad que manejan ambas obras está en que, sólo después de las confesiones y los diálogos llenos de injuriosos secretos, hay esperanzas de establecer una comunicación diáfana. Tal parece que las relaciones humanas están condenadas al fracaso, como muestra la esposa que protagoniza Desenlace. Cuando su marido, al enterarse de todos sus rencores ocultos le pregunta por qué no se fue con su amante, ella le responde: “¿ Sabes lo que realmente me detuvo para no irme de tu lado? Pensar que con quien estuviera iba a sucederme exactamente lo mismo. Incluso aunque me quedara sola: me sucedería lo mismo”[10].

Conservar el aliento del espíritu

Serafín (1985) es una especie de Juan Preciado de los ochenta: no va a buscar a su padre —pues así se lo pidió su madre— a Comala, sino al monstruo que es el Distrito Federal. Si en sus libros anteriores Solares se mostraba reacio a incluir problemas sociales, en Serafín no tuvo más que destacar la miseria que se vive en algunas ciudades provincianas por su falta de proyectos políticos y económicos.

En El árbol del deseo y Serafín, hay un punto común: la necesidad que tienen los niños de escapar de situaciones atroces y de violencias que padecen a manos de adultos perversos.

La convivencia del pecado y la inocencia que habíamos visto en los libros anteriores de Solares, vuelve a encontrarse en esta novela: el amor filial de Serafín y la bondad de Alma a quien sorprende tempranamente la maternidad, chocan contra el egoísmo y la promiscuidad de Román, el padre de Serafín.

Aunque la mayor parte de la novela está narrada en tercera persona, encontramos una especie de diálogo telepático entre Serafín y su madre. Cuando Román le pide a Serafín que duerma junto a los hijos de la mujer flacucha con quien por entonces vivía, las negativas de la madre del pequeño resuenan con vehemencia para que escape y no se degrade. Con este recurso, Solares mantiene su voluntad de enriquecer la realidad literaria con elementos “orientales”.

Como Solares es un autor que retorna elementos de sus libros anteriores y los enriquece o les da sesgos distintos, es interesante señalar que Serafín y su padre están inspirados en uno de los casos más patéticos que el novelista recogió en Delirium tremens: me refiero al de aquel tipo que, en una cantina, inesperadamente, la emprendió contra un parroquiano a quien vio convertido en perro.

Casas de encantamiento (1987) fue escrita para un concurso de novela sobre la Ciudad de México y, como era de esperarse, había que señalar sus mutilaciones, sus horrorosos atractivos, su crecimiento desbocado y sus problemas sociales, que alcanzarían un momento climático con los sismos de 1985. Para esto, Solares no se esclavizó a la Guía Roji, sino dio rienda suelta a su fantasía y hasta utilizó fragmentos de relatos anteriores y de novelas como Serafín y Anónimo.

Formalmente, se trata del soliloquio de un tipo que encuentra el diario de Javier Lezama y lo comenta con un profesor que era dueño de una casa de huéspedes ubicada en Álvaro Obregón.

Javier Lezama era casado, tenía una hija y padecía un difuso sentimiento de insatisfacción. La novela comienza cuando nos enteramos que murió atropellado por un Mustang en un eje vial, después de una noche de insomnio, llena de inquietudes por lo desazonante que le resultaba su deseo de volver a un pasado —40 años atrás— donde reencarnó en un hombre que podía ser su padre, su tío o algún otro familiar. Todo su miedo radicaba en una certeza obsesiva: “hasta en la reencarnación opera el único sistema que, por lo visto, mueve a la creación: el deseo”[11].

Hay un hecho curioso digno de señalarse: como Javier muere en febrero de 1986, una semana después de cumplir los 41 años de edad, Solares juega con su propia muerte, pues él nació en enero de 1945, en Chihuahua, estudió con jesuitas y, en la ciudad de México, tuvo el trabajo de reportero igual que Javier, quien suponía que la escritura tiene poderes mágicos porque sólo ella penetra el misterio y muestra la sombra. Esto le dijo Solares a los autores de Periodismo interpretativo: “El papel del escritor sería el de conservar el mensaje oculto que el mundo tiende a perder cada vez más, preservando y transformando, en la medida de lo posible, el contacto con el espíritu. El escritor debe conservar el aliento del espíritu.

“Se trata, finalmente, de un problema religioso, porque la vida, más que un conflicto por resolver, es un misterio en el cual hay que adentrarse. Esta es la clave de muchas cosas”[12].

La reencarnación de Javier se dio por su deseo de conocer a una mujer de la que encontró un bolso con su credencial y dos pesos. Él estaba preparando un reportaje sobre la reconstrucción del cine Olimpia cuando tuvo una entrevisión donde la mujer y algún familiar suyo se encontraban en la misma función. Armado con la credencial perdida desde hacía 40 años, se dirigió al Teatro de la Nación para evocar los tiempos en que todavía era el Teatro Esperanza Iris. Allí fue donde su deseo le mostró que el tiempo no es sólo presente, sino que el pasado nos asalta… y pisó la entrada del túnel para buscar empleo como reportero en La Prensa, entrevistar a Vasconcelos, hacer “predicciones” del mundo de donde venía —era capaz de señalar con todo detalle lo que sucedería en una corrida de toros—, recorrer una ciudad todavía sin el edificio de la Lotería Nacional y sin la Torre Latinoamericana y, fundamentalmente, para encontrar y poseer a Margarita Vélez, la mujer de la credencial. De aquella reencarnación hacia atrás conservaría una foto donde estaba con el regente Rojo Gómez pero, sobre todo, la atracción por aquella mujer que no lo detenía en aquel tiempo ni lo dejaba permanecer en éste[13].

Ya de vuelta de su reencarnación, en medio de su inquietud, Javier se siente atraído por los papeles de Luis Enrique Bautista, un tipo que se aventó del Edificio Nuevo León el 17 de enero de 1985, quizá porque tuvo una visión de lo que pasaría y no soportó vivir la tragedia junto a su mujer y sus hijas.

Bautista planeaba escribir un libro sobre la Ciudad de México, compuesto con reportajes, cuentos y entrevistas, pues creía que el Distrito Federal estaba en plena destrucción y que había que acelerarla para que renaciera de sus propios escombros. Entonces Javier decidió ser coautor del libro que el suicida iba a escribir, con el único propósito de darle sentido a las vidas de ambos.

El vértigo que produce la lectura de Casas de encantamiento llega a su punto culminante cuando Solares atribuye la autoría de su cuento “La ciudad” a Luis Enrique Bautista y, un episodio que no aparece en Delirium tremens, como reportaje, se lo adjudica a Javier Lezama. Así resulta que Casas de encantamiento es la fusión de los papeles de Bautista y los reportajes y reflexiones que, en sus dos vidas, hizo Lezama; es el libro que anhelaron escribir los dos muertos.

[Vicente Francisco Torres: ensayista y narrador. Profesor-investigador en la Universidad Autónoma Metropolitana-Azcapotzalco.]

Notas al pie

[1] Delirium tremens, p. 39.

[2] Ibídem, p.62.

[3] Ibídem, p. 78.

[4] Para Roger Caillois, “Es importante distinguir entre estas nociones próximas y demasiado a menudo confundidas. El mundo de las hadas es un universo maravilloso que se añade al mundo real sin atentar contra él ni destruir su coherencia. Lo fantástico, al contrario, manifiesta un escándalo, una rajadura, una irrupción insólita, casi insoportable en el mundo real (…) El cuento de hadas sucede en un mundo donde el encantamiento se da por descontado y donde la magia es la regla (…) En lo fantástico, al contrario, lo sobrenatural aparece como una ruptura de la coherencia universal (…) Es lo imposible sobreviniendo de improviso en un mundo donde lo imposible está desterrado por definición…” Imágenes, imágenes. Barcelona. EDHASA, 1970, pp. 10 y 11.

Flora Botton Burlá afirma: “Cuando el fenómeno extraño se explica, al final, por medio de las leyes del mundo conocido, estamos en presencia de lo extraordinario (o extraño, según la terminología de Todorov ). Lo que ocurre en este caso es que la manifestación insólita fue producto de una ilusión, o de un truco, o una mentira; o bien , al final del relato, se le da una explicación lógica (que muchas veces es más inverosímil de lo que hubiera sido la mera aceptación del fenómeno como sobrenatural). Esto significa que el fenómeno no era fantástico, sino que, por anormal, por extraordinario, lo parecía”. Los juegos fantásticos. México, UNAM, 1983. p. 15.

[5] Anónimo, p. 165.

[6] Ídem.

[7] “Religión es —como dice la voz latina religare— la observancia cuidadosa y concienzuda de aquello que Rudolf Otto acertadamente ha llamado lo numinoso: una existencia o efecto dinámico no causados por un acto arbitrario sino que, por el contrario, el efecto se apodera y domina al sujeto humano que siempre, más que su creador, es su víctima. Sea cual fuere su causa, lo numinoso constituye una condición del sujeto, independiente de su voluntad. En cualquier caso, al igual que el consensius gentium, la doctrina religiosa señala invariablemente y en todas partes que esta condición ha de coordinarse a una causa externa al individuo. Lo numinoso es, o la propiedad de un objeto visible, o el influjo de una presencia invisible que producen una especial modificación de la conciencia. Entiendo que la religi6n es una actitud especial del espíritu humano, la que —de acuerdo con el empleo primitivo del concepto religión— podemos calificar de consideración y observancia solícitas de ciertos factores dinámicos concebidos como potencias (espíritus, demonios, dioses, ideas, ideales o cualquiera fuere la designación que el hombre ha dado a dichos factores), que, dentro de su mundo, la experiencia le ha presentado como lo suficientemente poderosos, peligrosos o útiles para tomarlos en respetuosa consideración; o lo suficientemente grandes, bellos y razonables para adorarlos piadosamente y amarlos.” C.G. Jung. Psicología y religión. Buenos Aires, Editorial Paidós, 1949, pp. 24 y 25.

[8] Las cornadas, pp. 9 y 10.

[9] En Técnica e identidad / Narrativa de hoy, afirmaba Solares: “De la poesía, y de la literatura en general, sólo puede nacer angustia por lo no alcanzado. Es pura palabrería y, a la vez, es pura emoción adolorida. El niño que al jugar con su juguete predilecto, lo destruye. Por ello, es también el único acto íntimo que podemos alcanzar en un medio como el nuestro. Por ello hay que protegerla de supuestas funciones sociales y políticas y hasta literarias. Que no sea nada. Que no sirva para nada. Así sólo será incursionada por quienes de veras la amen.” p. 284.

[10]  Desenlace, p. 118.

[11] Casas de encantamiento, p. 48.

[12] Ibídem, p. 92.

[13] Quizá con estas palabras que Solares dijo a Carbonell y Mier pueda entenderse su fe en los acontecimientos extraordinarios: “Todo se resume en un sentir que la realidad del mundo intangibIe que llevamos dentro conlleva siempre una sensación de porosidad. Lo importante, lo verdaderamente trascendente se escapa y se ofrece sólo en algunos casos y a ciertos privilegiados. Es pensar que sólo los elegidos son partícipes de la realidad real. Entonces, es como sentirse desubicado. Es tener la certidumbre de que estás inmerso en un mundo que no puedes tocar, y en el que ves las cosas sin ver en realidad. Y es tener la certeza de que a tu alrededor hay más, intuirlo y, al mismo tiempo, no poderl encarnar. Es poder sospechar que la realidad no es, precisamente, lo real.

La literatura resulta, así, el medio ideal para encarnar ese universo. Por eso al escribir intento que esos fantasmas se me aparezcan.” p. 90.

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