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Cuando la poesía muere en las manos de los poetas

Roberto Bolaño, 20 años después

Junio, 2023

Este 2023 fácilmente podría declararse y decretarse como el “año Bolaño”. Veamos. De seguir con nosotros, el 28 de abril hubiera cumplido 70 años. Sin embargo, el 15 de julio de 2003 justo hace dos décadas lo sorprendió mortalmente un cáncer hepático en Barcelona, donde radicaba, a sus 50 años de edad cumplidos apenas 78 días atrás. Por si fuera poco y para continuar con las efemérides bolañescas, en este año se cumplen 30 de la publicación de La pista de hielo, 20 de El gaucho insufrible y 25 de Los detectives salvajes». Víctor Roura conmemora y celebra aquí al narrador y poeta chileno Roberto Bolaño, considerado hoy una de las grandes voces de la literatura latinoamericana.

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Cuando el factor literario por fin comenzaba a funcionar de modo idóneo para el chileno Roberto Bolaño, lo sorprendió mortalmente un cáncer hepático en Barcelona, donde radicaba, el 15 de julio de 2003 —justo hace dos décadas—, a sus 50 años de edad cumplidos apenas 78 días atrás. Impulsado por la editorial española Anagrama, Bolaño empezaba a estar en boca de todos los aspirantes a las letras: en 1998 Jorge Herralde, el apoderado de Anagrama, lo dispensó con su máximo premio por su novela Los detectives salvajes donde cuenta parte de sus aventuras con sus amigos mexicanos cuando él, Bolaño, formaba parte del movimiento infrarrealista, un grupo cerrado de escritores violentos que se oponían a todo aquello que ellos consideraban costumbristas en el cual destacaban, sobre todo, el propio Bolaño y el poeta Mario Santiago Papasquiaro, cuyo verdadero nombre es José Alfredo Zendejas Pineda, muerto a los 44 años de edad el 10 de enero de 1998 atropellado en la Ciudad de México, de donde era oriundo: decía, Mario Santiago, que no podía llamarse de esa manera poéticamente porque sólo podía haber un solo José Alfredo en el territorio literario, y le sobraba la razón, por lo cual pasó a signarse como el lugar donde naciera José Revueltas en Durango: Santiago Papasquiaro, sólo agregándole el Mario.

Tanta era su amistad que Bolaño lo menciona en Los detectives salvajes como Ulises Lima que, mirándolo con aprecio, pudo haber sido un mejor sobrenombre para este poeta con quien, con el paso de los años, me unió una buena amistad cuando trabajamos en el periódico El Financiero en la mesa de redacción él y yo en la sección cultural: el tiempo había transcurrido entonces desde aquella enrarecida ocasión en que ambos —Mario Santiago y Roberto Bolaño— quisieron darme una golpiza —a fines de los años setenta— por el solo hecho de trabajar, yo, en un diario como el unomásuno, sitio infecto por tratarse de un colosal medio de comunicación, según ellos desde su visión disidente infrarrealista, punto de vista que ya había sido cambiado por Mario Santiago al alojarse, él, en El Financiero, periódico que quedaba a una cuadra de distancia de donde él vivía en las calles de Lago Bolsena en la colonia Anáhuac en la Ciudad de México, casa suya a su vez a dos cuadras de distancia de la cantina El Fogonazo donde departíamos a veces invitándolo yo, a petición suya, una copa ronera a cambio de un poema que en ese momento escribía Mario Santiago en una servilleta.

Un año después, en 1999, a Bolaño se le adjudicaría el Premio Rómulo Gallego por esa misma novela, sobre todo por la poderosa influencia de Herralde en esta fiesta de los galardones.

El escritor Roberto Bolaño.

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Los detectives salvajes es una novela de numerosos personajes, quizá cien, que a veces incluso nada tienen que ver con la trama esencial (tan es así que uno de sus capítulos, el cuarto de la segunda parte, lo convirtió, posteriormente —alargando el pasaje, aunque fundamentalmente sea la misma historia—, en otra novela: Amuleto, 1999, donde cuenta la aventura de la uruguaya Auxilio Lacouture, quien se encerrara en un baño de una facultad en la Universidad Nacional Autónoma de México durante la feroz represión el 2 de octubre de 1968), asunto que, acaso por lo mismo, la transfiguran en un libro sin brújula, en un expediente de vidas errantes alrededor de un pretexto indefinido, el cual converge en una literatura donde la vacuidad se consagra como eje predominante del azar, personas que se entrecruzan (como en los relatos “accidentales” de Raymond Carver) para otorgarle forma a los caminos indecisos de los viandantes. Por eso es común oír decir, en tertulias razonadas, no apasionadas, que si Los detectives salvajes se hubiera puesto a revisión en una sesión de trabajo en un taller literario, de las más de seiscientas páginas que posee el libro, se habría acortado a mucho menos de la mitad.

Bolaño reúne nuevamente a los hombres con los que había jugado literariamente en sus otros libros (todos jóvenes poetas, sin mando ni obediencia, independientes, heterodoxos, con rasgos de incipiente anarquía, presuntuosos, orgullosos de su rebeldía citadina, tal como lo fue él en un momento cuando residía en México, a mediados de los setenta del siglo XX, y formaba parte del grupo poético denominado los Infrarrealistas) para armar un rompecabezas al cual siempre le va a estar faltando un fragmento, pieza básica para Bolaño pues sin ella (de tenerla hubiese sido imposible la construcción de esta retozona e inquieta —nunca inquietante— novela sin principio ni fin) es que puede regodearse a la búsqueda del “tema”: tal vez el cimiento de Los detectives salvajes sea precisamente la exploración escritural, la indagación del argumento, del cual en realidad carece.

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Si bien el pretexto esencial de Los detectives salvajes radica en el rastreo de las huellas de Cesárea Tinajero (“la misteriosa escritora desaparecida en México en los años inmediatamente posteriores a la Revolución”, figura inspirada, se ha dicho, en Concha Urquiza), los detectives poetas Arturo Belano (el “yo” literario de Bolaño) y Ulises Lima (Mario Santiago Papasquiaro, el mejor amigo de Bolaño, como ya se ha dicho) se ubican en distintos escenarios (México, Nicaragua, Estados Unidos, Francia, España, Austria, Israel, África, Londres), junto con el narrador Juan García Madero, y recorren el mundo sin expectativa alguna, deslizándose grandiosamente en la inocuidad.

Empero, a partir de la “nada” paradójicamente hallan cosas primordiales… como las exquisiteces clasificatorias de las letras universales: Bolaño, desde el comienzo de su novela, ironiza, con gran desparpajo, la cuestión de las solemnidades escriturales: “Dentro del inmenso océano de la poesía distinguía varias corrientes: maricones, maricas, mariquitas, locas, bujarrones, mariposas, ninfos y filenos. Las dos corrientes mayores, sin embargo, eran la de los maricones y la de los maricas. Walt Whitman, por ejemplo, era un poeta maricón. Pablo Neruda, un poeta marica. William Blake era maricón, sin asomo de duda, y Octavio Paz marica. Borges era fileno, es decir de improviso podía ser maricón y de improviso simplemente asexual. Rubén Darío era una loca, de hecho la reina y el paradigma de las locas. —En nuestra lengua, claro está —aclaró Ernesto San Epifanio—; en el mundo ancho y ajeno el paradigma sigue siendo Verlaine el Generoso”.

En este sentido, Los detectives salvajes (Anagrama, 1998) es un libro excepcionalmente desmitificador. Armada desde la voz de los poetas desafortunados, de los poetas sin voz, de los escritores convictos, de los inadaptados, los distanciados de las “mafias”, la novela no se cuida de las celebridades porque está narrada desde el punto de vista de los desheredados de la literatura (como lo fueron los infrarrealistas en su momento): “De hecho —prosiguió imperturbable San Epifanio—, Muerte sin fin es, junto con la poesía de Paz, La Marsellesa de los nerviosísimos y sedentarios poetas mexicanos maricas. Más nombres: Gelman, ninfo, Benedetti, marica, Nicanor Parra, mariquita con algo de maricón, Westphalen, loca, Enrique Lihn, mariquita, Girondo, mariposa, Rubén Bonifaz Nuño, bujarrón amariposado, Sabines, bujarrón abujarronado, nuestro querido e intocable Josemilio Pe, loca. Y volvamos a España, volvamos a los orígenes —silbidos—: Góngora y Quevedo, maricas; San Juan de la Cruz y Fray Luis de León, maricones. Y está todo dicho”.

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Los poetas de Bolaño son buenos poetas, cultos, pero no amafiados, y por lo mismo se desesperan, no están en los lugares donde deberían estar (van a escuchar las conferencias de Octavio Paz y no le entienden nada, de manera que sólo se fijan en “las manos del poeta que llevaban el compás de las palabras que iba leyendo, seguramente un tic adquirido en su adolescencia”), hacen revistas que nadie lee, están solos, viven de chismes ociosos, no se aguantan su vida al margen de las celebridades (es más, si Bolaño no va a vivir a España en la última etapa de su vida y no se hace amigo de Jorge Herralde estos salvajes detectives jamás habría sido entregado a las imprentas): “Y yo entonces recuerdo que dije o grité o aullé: lo que me han hecho a mí es peor que lo que le hicieron a Monsi, y Julia me preguntó qué demonios le habían hecho a Monsi (y también me preguntó a qué Monsi me refería, dijo Montse o Monchi, no recuerdo) y yo le dije: Monsiváis, Julita, Monsiváis, el ensayista, y ella dijo ah, no pareció en absoluto sorprendida, qué fuerza interior tiene esta mujer”. Todo lo que pasa en la novela son nimiedades (lo que le pasó a Monsi es que lo dejaron bailando solo, o algo parecido, en una fiesta de intelectuales), porque lo que está encima del anecdotario es la propia narrativa. Bolaño narra con motor de ciento cincuenta caballos de fuerza, nadie lo detiene, nada más es cuestión de comenzar y las páginas se suman enloquecidamente. Y la narración es soberbia, aunque lo narrado sea algo inútil.

Roberto Bolaño. / Foto: Anagrama

Como lo acontecido con el poeta García Medrano, un culto joven que se las sabe todas acerca de la composición poética, enseñanza que usa para “entretener” a sus amistades. De ese modo, durante un viaje por el Impala fuera de la Ciudad de México, el refinado poeta se luce preguntando cosas que todo poeta debe saber, como los significados de un tetrástico, una síncopa, una sextina, un gliconio, un hemíepes, un fonosimbolismo, un pitiámbico, un miniambo, un homeoteleuton, una paragoge, un hápax, un zéjel, un saturnio, un quiasmo, un proceleusmático, un moloso, un ictus, un arsis, un asclepiadeo, una epanalepsis, una catacresis, una arquiloquea, un epicedio, un treno, una alcaica… y sus amigos, ante tal avalancha de sabiduría literaria, se reconocen ignorantes e incultos.

Todo este repertorio de métricas y utilización de estrofas sirve a Bolaño para finiquitar, de paso, con prontitud, al ritmo de un auto veloz por la carretera, un poco más —porque entonces se entregaban a la editorial el original en hojas escritas a máquina, no en caracteres electrónicos como ahora— de diez cuartillas (de la página 557 a la 565 ya en el ejemplar impreso) y seguir avanzando en su loca carrera por esta novela que no tiene rumbo fijo.

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Los detectives salvajes es la novela ambicionada por los novelistas empecinados en la “Nada” como tema mayor, donde las escenas tengan vida propia —ubicadas en cualquier página, sin importar la cronología ni el espacio— porque, en sí, el argumento se va inventando sobre la marcha, aunque en el fondo, muy en el fondo, la novela de Bolaño pueda sintetizarse demasiado rápido: los poetas realvisceralistas, marginados de la Ciudad de México, van a buscar a una poeta desaparecida, se hacen acompañar de una mujer que les trae problemas, viajan interminables kilómetros perseguidos por la policía y cuando por fin encuentran a quien buscaban la conducen, involuntariamente, a la muerte: la poesía muere en las manos de los poetas.

Pero Bolaño consiguió, antes, su objetivo: la recuperación, en la fascinante recreación, de la fortaleza narrativa.

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