Relatario: Edición Especial

Pilar

Abril, 2023

La intención esencial era verla en las mismas condiciones en que me lo había relatado el Gus, pero lo consideraba bastante difícil, inverosímil. ¿Sería un invento anhelado, incrustado en una conciencia febril, o una mentira desarrollada para magnificar su crecimiento, hacerlo más tangible, elevar en forma significativa sus trece años recién cumplidos, o que su contraparte en la amistad lo valorara por su suerte y su experiencia visual, tan sólo por decirlo: excelente?

“Logré subirme a la azotea”, me comentaba, “y fue con todo el cuidado posible”, acotaba: “Créeme, casi la vi encuerada, se iba a bañar, pero los vidrios no lo permitieron con claridad, están pintados”, y su alocución se tropezaba y se llenaba de emoción.

Ahora completo mis recuerdos sobre la distribución de los baños en las casas de la pequeña comunidad. Conocía los departamentos de algunos amigos: espacios de un solo piso casi todos, construcciones de principios del siglo veinte, así muy de conjunto parisino, agrupados en calles anchas que establecían diversos caminos, los cuales te llevaban a callejones o pasajes: áreas verdes y peatonales (las primeras casi desaparecidas) con una estructura prefabricada y armada en el lugar tal como impulsaba el suizo-francés Le Corbusier, que en lo específico del baño consistían en un cuadrángulo de 4×4 metros con techumbre muy alta, donde se tenía instalado un retrete, así como un modesto lavabo con espejo empotrado al muro. Éste último se ubicaba al centro del espacio de la pared final, enfrente de la puerta de entrada principal (pues había una lateral que daba a una recámara), a la cual se accedía por el patio central del departamento. Se contaba con una tina honda, de patas anchas y con tubos rectos de agua caliente y fría hacia las llaves que la abastecían de forma directa; al lado había un tanque-calentador al que se conectaba una tubería de surtimiento del líquido, alimentado de leña o de pequeños paquetes de aserrín bañados previamente, para su venta, en un ligero enjuague de petróleo (es cierto que en algunas casas ya se empezaba a disfrutar de adaptaciones que los hacía funcionar con gas L.P., aunque este último elemento implicaba, sin duda, una presión extra al salario).

La puerta del baño era grande, mayúscula. Su primera parte, vista del suelo hacia arriba, era de madera, y le seguían, sucesivamente, tres secciones de vidrios, más o menos de 60×50 centímetros, encontrándose las dos primeras pintadas (casi siempre de blanco o de amarillo ocre), y, en pocos casos, encortinadas, para concederle privacidad, con más estilo, al ambiente. La última sección —en lo más alto— era transparente, pues no tenía sentido agregar pintura o telas, ya que el hacerlo se impedía la entrada de luz externa al espacio durante el día y la visibilidad al interior disminuía. En sí, era materialmente innecesario. No obstante, al observarse dicho espacio desde la altura, la visión al interior se hacía diáfana con la luz del día o, en su caso, si los focos estaban encendidos, sobre todo a la altura del lavabo, se hacía notoria la presencia de cualquiera que anduviera en ese punto.

Tomando en cuenta lo anterior, la aventura presentaba varias vicisitudes: una de ellas, subir a la azotea sin que nadie te viera y avisara en tu casa. Existía, además, para el momento, un planteamiento previo: la decisión de escalar el muro. ¿Cómo hacerlo? Serían aproximadamente seis metros, o un poco más, del suelo de cemento a la azotea de las viviendas. En primera instancia, había que ascender la protección de la ventana, la cual tenía forma alargada y horizontal. Ésa era la tarea más sencilla, pues dicha protección metálica con estructura de barrotes abiertos, forjados de acero, contaba con entrecruces de sostén, lo cual facilitaba el impulso de arranque. Pero ¿después?

El inicial metro y medio estaba saldado, pero en forma inmediata tenías que ingeniártela para que tus manos, brazos y piernas se coordinaran hasta alcanzar la base de unos ladrillos salientes (un pretil doble), y que después el empuje te llevara, estirando los brazos, a una ménsula que adornaba el final de la ventana, la cual, por su disposición, sobresalía la línea vertical de la pared y la abertura, posibilitando acomodar los pies con firmeza en el pretil indicado. Lo anterior era un momento decisivo, pues ahí se alcanzaban los tres metros y medio de altura, y se tenía que conciliar el equilibrio, la conciencia y el temor a la caída. La respiración, por necesidad, se aceleraba, la altura tenía que ser olvidada y el momento, asumirse como el oportuno para eludir el otear ajeno y el consecuente aviso a casa por alguno de los integrantes de la comunidad invisible, que siempre observaban las andanzas y travesuras, supuestas o no, de los menores. Después del objetivo alcanzado, quedaban casi dos metros para la total seguridad y la desaparición del sudor frío, pero los mismos requerían de su técnica, su audacia.

Una vez llegado a ese nivel, los dos que lo deseábamos, sabíamos que, para conseguir el último peldaño, el esquema estudiado tenía que ser practicado, desde luego, en una vivienda desocupada, lo cual obligaba a realizarlo en uno de los callejones más escondidos, o menos transitados, de las cuatro manzanas que integraban el espacio habitacional. Había que intentarlo sin decaer, hasta asegurar el dominio de los metros primarios. La reiteración y las gesticulaciones inevitables de ese esfuerzo hicieron que escogiéramos el “callejón de los gatos”, pues era el más lejano de nuestro objetivo central. Las manos se llenaban de excoriaciones y varias veces sangraban; el sudor perlaba el rostro, pero el propósito y la ilusión eran más fuertes. Se acometería el acto una y otra vez.

En el tiempo del desempeño de nuestro afán, tuvo lugar una competencia muy singular entre varios jóvenes, casi todos de diecinueve años, en una de pared semejante a la de nuestro entrenamiento. La competencia consistía en lanzarse (quizás es el término correcto) contra la pared y alcanzar los ladrillos de sostén de la cornisa para impelerse a la azotea, sin apoyarse en nada —tal vez en un pequeño borde—: sólo el impulso, exclusivamente el simple salto y la fuerza, los brazos y subir. Para evitar cualquier disenso o discusión inútil, el sitio escogido fue el de la puerta de una casa vacía (la parte lateral) y a la vista de un compañero como juez.

Media hora, una hora, dos horas, primero muchos jóvenes observando y gritando improperios y motes, divirtiéndose con el espectáculo efímero, nada común; después, poco a poco, el interés fue disminuyendo, la hilaridad y la efervescencia, diluyéndose, agotándose las presencias. Manos y brazos lastimados, sangre que corría ostensiblemente de los nudillos, codos y antebrazos. ¿Quién ganó? ¿Quién se llevó el dinero? Imposible decirlo: una nube en el tiempo.

El Gus y yo observábamos azorados el fervor demostrado, que de alguna manera sirvió de acicate: en ese momento supimos que la azotea no se presentaba como un monstruo invencible, un ascenso imposible. Después de dos semanas de intentarlo, la barrera estaba superada. En nuestro lugar de prácticas (un departamento desocupado), la risa y la seguridad confluyeron, nos dejaron listos para alcanzar nuestra meta primigenia.

Me arrebataba una reflexión insistente: ¿cómo sabía Gustavo lo inicialmente expresado, lo visto, lo presuntamente gozado, el motivo de nuestro esfuerzo peculiar, si acababa de aprender conmigo a superar el área en cuestión?

Lo que sucedió, y así me lo mostró, es que en su casa, en uno de los cuartos —muy pequeño—, existía una diminuta construcción cúbica, la cual le permitía, con una silla mediana, acceder a la azotea sin necesidad de desplegar el procedimiento para escalar. Obviamente, ese espacio tenía marca de prohibido por decisión de sus padres; incluso lo castigaron cuando, una ocasión, lo sorprendieron en el intento, sin saber que ya lo había logrado anteriormente y había servido de base para su observación. Ahora, en cambio, estábamos en condiciones de subir a nuestra manera, sin que, aparentemente, existiera ningún inconveniente.

Las siete de la tarde-noche era una buena hora para el intento; pero ¿cómo salir de casa a esa hora? En vacaciones de escuela, a veces te lo permitían —no demasiado tarde—, era viable, pero en época de actividades escolares, como era el caso, se volvía difícil, definitivamente complicado, a pesar de que se contaba aún con algo de luz natural. Las condiciones problemáticas que ya se presentaban con los jóvenes mayores habían puesto a los padres a la defensiva: entre menos se estuviera fuera de la casa, menos posibilidades había, decían, de contagiarse del comportamiento nocivo: consumo de alcohol, participación en peleas, cigarro cotidiano, escándalos fiesteros y sin fiesta, quejas vecinales y la creciente preocupación de la deserción escolar —que ya se daba en algunos casos—. En fin, sentían que era sensato mantenerte sujeto, vigilado, respetando los tiempos y determinaciones autoritarias. Sí, el momento no era el mejor, pero la premura atacaba el cuerpo.

La tarde había pasado lenta, como en cámara retardada, pues el día prefijado para nuestro intento Gustavo no aparecía. Le había ido a tocar a la puerta de su casa, pero la respuesta, en dos ocasiones, había sido la misma: “Cuando termine la tarea”. Mi conclusión lógica era que la posibilidad se había esfumado: valía, en nuestra expresión coloquial, madres. Caminé cerca de su departamento, ya sin siquiera intentar tocar, y, en cierto momento, distinguí el movimiento de una cortina de la ventana oblicua de su casa (experimento arquitectónico): era mi amigo asomando con ligereza la mano y el perfil de su rostro, redactando —casi— una misiva con su diestra. Era necesario esperar.

En eso estaba, cuando se aproximó uno de mis hermanos menores transmitiéndome la indicación materna: “Son casi las siete de la noche, a meterse”. Apareció la duda entre obedecer y no hacer caso al mensaje recibido (el sudor surcando las rutas de la frente) y la decisión consecuente del regreso a casa.

El diálogo con mi madre, insistiendo en que la tarea no era mucha y pidiendo permiso para regresar a la calle, pues mi amigo no había podido salir más temprano, no causó ningún efecto positivo. La contestación resonó en la casa: “Si no es mucha, hazla”. La vocación al trabajo escolar rápido no era el punto fuerte de nadie, pero me puse a trabajar en la obligación. “Esas manos, a lavarlas”. Indicación conclusiva.

Casi al término de la tarea, el grito de afuera y la urgencia de salir, de aventurarse. ¿Cómo?

La salida fue furtiva: arrastrar los pies, avanzar por el cemento y esperar que ningún hermano se acercara al pasillo; asumir el riesgo. Adicionalmente, mover la palanca del cerrojo con toda la maña y cuidado del mundo, agotar la reserva de agua de la garganta y sentir el aire, encontrarse fuera, lúcido y expectante.

De inmediato, nos fuimos al callejón de “Lara”, que era parte de la manzana donde se encontraba la casa de Pilar, doblando la esquina, y la mitad de la siguiente cuadra. Esa ubicación de departamentos era lateral en relación con el de la muchacha. Escogimos el de la mera esquina, pues ahí nadie vivía, y nos pusimos manos a la obra.

La práctica obtenida hizo que ascendiéramos de inmediato, pero la conversación austera y de bajo volumen se concentró en no propiciar ruidos innecesarios. La llegada al sitio que nos permitiría visualizar, desde la azotea, el baño anhelado acrecentó nuestros nervios de ser descubiertos, pero la oportunidad se brindaba adecuada para obtener una buena recompensa.

Aguardamos un rato, tiempo durante el cual mi amigo precisó los detalles del reciente escape de su casa. Los ojos atisbaban el entorno y prefijaban un camino perfecto; pero nada. De repente, vimos a la mamá de la chica —vestida, afortunadamente— entrar al baño, lavar algo y salir. La espera fue la suficiente como para obtener un resultado mínimo, igualmente nada. Tuvimos que regresar, bajar y dirigirnos cada uno a su domicilio, “hasta la próxima”, sin ruido, sin observación externa. El regaño y el castigo por salir a deshoras fueron comunes.

La nueva oportunidad se presentó la semana siguiente, pero en viernes, lo cual amplió el horario de regreso a casa. Se corrigió el desatino de la primera vez. De igual manera que la ocasión anterior, el ascenso se realizó en idéntico lugar y en forma eficiente. Nos ubicamos sin generar el menor ruido. Esperamos y esperamos, y ahora sí: entró Pilar al baño. Al encender la luz, pudimos notar que llevaba bata, lo cual anticipaba, sin duda, la tarea a realizar. El presagio era magnífico.

Abrió una de las llaves de la tina, aunque se veía una regadera en ese espacio. El torrente sobresaltó nuestro cuerpo cuando salió expulsado. La fruición se hizo electrizante, nuestros ojos eran platos, el viento que soplaba apenas si nos alteraba el cabello. Era febrero: notas del recuerdo.

El aire, la exaltación, la posibilidad real de que el albornoz migrara, hizo que el Gus tosiera y se atragantara de saliva. De repente, la luz se apagó y un grito inundó el espacio: “Mamá, hay alguien en la azotea”. La huida fue inmediata; la bajada, más peligrosa, pero rápida; la agitación temerosa, evidente, y la llegada al piso y la veloz carrera final: salvadoras e instructivas.

Dije, entrecortadamente, en otro callejón, lo que me salió automático: “¡Cabrón!”.

Lo que constatamos al día siguiente, atreviéndonos a caminar por el callejón de la aventura, era que el “Cuquis” estaba platicando con la mamá de Pilar. El Cuquis era un muchacho mayor, de entre 20 y 23 años, que pretendía a la chica. Si lo de ellos era una relación seria —lo serio, para nosotros, implicaba el noviazgo—, lo desconocíamos. Eso sí, siempre se presentaba muy formal a visitarla: de traje y corbata, con pantalones y sacos pegados y vistosos, del tipo de los que lucía “Mr. Hyde” en el El profesor chiflado de Jerry Lewis. Todo esto hacía que se comportara altanero y provocador con los chicos de la privada, los que tenían entre 8 y 15 años, sobre todo porque era consciente de que la casa de Pilar no era propiamente su rumbo y no interactuaba con ninguno de los mayores de la zona. Tenía contacto con otros “cuates” de las vecindades de Dr. Navarro, ubicadas frente a nuestras moradas: viviendas estrechas, en fila, carentes de espacios de juego, entrecruzadas y rebasadas por tanques cilíndricos y verticales de gas y estructuras de madera o metálicas para macetas; profundas y oscuras, relativamente seguras. Eran, sin duda, distintas a las nuestras. Pero, independientemente de esas circunstancias, el crecimiento infantil era mucho más brusco, expuesto a la violencia, al alcohol evidente, a la marihuana ya como un azote que estigmatizaba individuos de la comunidad; la promiscuidad era lo cotidiano. Si bien en nuestro espacio no pasábamos de clase media-media y media-baja —algunos con tendencia más precaria—, aun así, por lo mismo de sus mayores carencias, la convivencia era reducidísima entre una y otra zona. Sólo los de nuestra generación —algunos de los chicos— convivían con niños y jóvenes de esa sección del barrio: el futbol ocasional en el parque Colima, ya en la colonia Roma, las canicas y el intercambio de estampas coleccionables.

El caso es que el novio, o probable novio, de Pilar actuaba acotado, con disimulo. El medio no le era propicio, no lo reconocía. No obstante, con los menores, su actitud era siempre la de un bravucón.

En la plática que sostenía con la madre de Pilar, se le notaba tenso, enojado. Lo observamos todo de reojo y lo comentamos al dar la vuelta a la esquina, por la casa de la “alemana del uno”. Nosotros reíamos para fingir desconocimiento y poder arriesgarnos por esa calle. Nada se nos dijo. ¡Ni madres! ¡Salvados! Lo volveríamos a intentar.

En el lapso entre la circunstancia narrada y nuestra próxima subida, se suscitó un incidente (un alboroto, reducido en realidad, pero con cierta resonancia), agrandado por la intervención de varias madres, ya que algunos niños —menores a nosotros dos— fueron insultados y engalanados con un golpe de nudillos en la cabeza (un cocazo) por el pretendiente de Pilar, haciéndolos llorar y generando el reclamo no sólo hacia la muchacha, sino sobre todo hacia la mamá. La actitud agresiva fue resultado del constante grito de “Cuquis, Cuquis, Cuquis” que los niños le lanzaban desde la entrada de la privada hasta la casa de Pilar, como si fuera un animal pequeño, mientras reían, corrían, lo perseguían, se escondían y, luego, se acercaban de nuevo provocándolo. La verdad es que el correctivo había sido bien ganado.

El suceso no nos afectó en lo más mínimo, pues la probabilidad de un encuentro visual con ese cuerpo, con la belleza de esa mujer —ya mayor—, agrandaba el interés de la aventura. Según comprendíamos, ya no sólo se trataba de un enfrentamiento lúdico con nuestro desarrollo, sino que nuestro verdadero crecimiento dependía de hacer real la visión concreta, de materializar las noches pasadas en somnolencia, adentrados en las horas más profundas. Bueno, así lo sentía yo, por lo menos, pues a veces lloraba cubierto por las cobijas en la profundidad de un colchón con resortes saltones. El Gus hablaba de la desnudez, sólo de verla desnuda. Más, nada.

Me ubico en el día adecuado: otro viernes. Quizá cuatro semanas más tarde. Subimos, el camino se hace fácil. Previamente, platicamos de la necesidad de cumplir el plan con absoluta pulcritud: usar tenis, ningún ruido, silencio total.

El lugar preciso, la visibilidad exacta, la emoción completa subiendo por la laringe. Casi sin respiración, vimos la imagen anhelada tal como lo deseábamos: la bata cayendo; la protuberancia, de perfil, de un pecho hermoso; la fugacidad atrapada… La movilidad de la muchacha provocó el alejamiento de su cuerpo fuera de nuestra área de visión. Se dirigió, de pronto, hacia los vidrios pintados, lo cual nos orilló a levantarnos, al mismo tiempo, como resortes, dejando nuestros cuerpos al descubierto para las miradas de los habitantes de esa casa: una trampa. Luego, una avalancha: el deseo de detener a los chicos o quienes fueran que miraban furtivamente, y los gritos, las carreras, los deseos de desaparecer, el rápido descenso, el casi ser atrapados, el escape. La identificación, sin embargo, era ya plena.

Al día siguiente, un sábado difícil y frío, lo inevitable: las tres madres presentes, la propia Pilar, el Cuquis —con cara de “ahora si me los madreo, pinches escuincles cabrones”—. Nunca me ha llegado a la memoria la presencia del papá de la muchacha, pero lo más seguro es que no estuviera, pues hubiera sido el de la voz cantante (no sabíamos nada de él). Por otro lado, nosotros, compungidos, derrotados. El reclamo fue tremendo: un regaño frente a todo el mundo, sin taxativas. No olvido las lágrimas —que no deseaba— abriéndose paso por mis mejillas. Volví la cara hacia la chica: me miró y traspasó, con suma facilidad, mis ojos, mi cuerpo. Imagino que mi amigo sintió lo mismo, no lo sé. El regaño acabó con todo. Los castigos vinieron.

En casa del Gus, tapiaron la subida a la azotea, aunque ya sabían que no era el conducto del ascenso. Muchos días no lo vi, y supe, desde luego, que le pegaron. Su papá, Don Lino, era bien cabrón con el cinto. En mi caso, las palabras fuertes y la dura y delgada vara del plumero pequeño, que a veces lograba esconder, zumbaron por mi cuerpo, hicieron su magia. Mi mamá fue el instrumento de la reprimenda y la materialización del disgusto. El castigo adicional, la prohibición de la calle, también se dio.

Pero el siguiente sábado en la noche me escapé e incrementé la sanción. Mi hermana mayor lo observó: se me quedó viendo fijamente, pero no escuché ningún grito acusatorio y corrí. Volví a subir a la azotea prohibida y me despedí para siempre de la preadolescencia. Parado, con el pantalón ligeramente mojado, me puse a observar el lugar del sueño perdido, del sueño desaparecido, y del otro lado, en contraste brutal con mi cara de desaliento, una sonrisa femenina, la abertura de la puerta, la caída de la bata. Algo alucinante. ¡Un sueño regalado! ¡Una historia propia, compartida y etérea!

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