«Los espíritus de la isla»: un drama contemplativo veladamente oscuro
Abril, 2023
Si bien en sus cintas previas Martin McDonagh (Reino Unido, 1970) abordaba ya el fenómeno de la amistad masculina, parece que la muerte es el tema constante en su breve filmografía. Si en Escondidos en Brujas pondera el discurso de la ética antes de eliminar a un colega en la ciudad belga; y en Tres anuncios por un crimen recurre a la publicidad para cuestionar la validez y el sentido de la justicia ante una muerte injusta acontecida en un pueblo estadounidense de Missouri; en Los espíritus de la isla la muerte es anunciada por un personaje femenino y cristalizada en los tristes destinos de la bestia amada.
Los espíritus de la isla (The Banshees of Inisherin),
película de Martin McDonagh coproducida por Reino Unido,
Estados Unidos y Canadá; con Colin Farrell, Brendan Gleeson,
Kerry Condon, Gary Lydon, Sheila Flitton y Barry Keoghan. (2022, 114 min.)
En El libro de los seres imaginarios, Borges escribe: “Nadie parece haberla visto; es menos una forma que un gemido que da horror a las noches de Irlanda y (según la Demonología y Hechicería de Sir Walter Scott) de las regiones montañosas de Escocia. Anuncia, al pie de las ventanas, la muerte de algún miembro de la familia. Es privilegio peculiar de ciertos linajes de pura sangre celta, sin mezcla latina, sajona o escandinava. La oyen también en Gales y en Bretaña. Pertenece a la estirpe de las hadas. Su gemido lleva el nombre de keening”. En Los espíritus de la isla, el más reciente filme del director británico Martin McDonagh (Siete psicópatas y un perro, 2012), interpreta parte del folclore irlandés referido en la cita, y filma un drama contemplativo veladamente oscuro.
Todo ocurre en la ficticia isla-pueblaco de Inisherin, en 1923, donde el taciturno compositor y violinista Colm Doherty (Brendan Gleeson) decide —porque según él pierde tiempo creativo— acabar de tajo con la amistad del bruto noble vaquero Pádraic Súilleabháin (Colin Farrell), al negarse a ir con éste a la obligada visita diaria al pub local. Ante ello, luego de quejarse con su ubicua y sensata hermana Siobhán (Kerry Condon), y soportar las burlas de la brujeril anciana señora McCormick (Sheila Flitton), Pádraic insistirá, suplicará, rogará al amigo Colm para que vuelva a la cordura y restauren la amistad. Sin embargo, Colm no nada más se mantendrá en la suya, sino amenazará al examigo con entregarle un dedo suyo por cada vez que vuelva a dirigirle la palabra. Como resultado de tal advertencia, Pádraic se conformará con la amistad del perturbado y violentado por su abusivo padre policía Kearney (Gary Lydon), el chico Dominic (Barry Keoghan), y la compañía de su fiel burrita Jennie, en tanto se irán encadenando eventos funestos previamente anunciados tanto por Colm, como por la banshee ajada señora McCormick.
El cuarto largometraje escrito también por Martin McDonagh, bien puede entenderse como un tratado de la melancolía esquizofrénica masculina, en donde el quebranto de la amistad —en pos de una recuperación del acto creativo— es lo que dinamita una relación amistosa, fundada ésta en los polos lejanos de la brutez y la poética. Y para simbolizarlo, se arrojan dedos mutilados no para castigar soplones como en Temple de acero (Cohen, 2010), ni para intentar cobrar un falso rescate como sucede en El gran Lebowski (Cohen, 1998), o para respetar el código Yakuza de Lluvia negra (Scott, 1989), o por el mero accidente de Los excéntricos Tennebaums (Anderson, 2001), sino para delimitar con sangre el perímetro de la negación del otro, suscitada cada vez que el violinista Colm lanza un dedo propio contra la puerta de la casa de Pádraic, entendido este acto como una automutilación vuelta sórdido performance, así sea a costa de jamás volver a ejecutar el violín.
Si bien en sus cintas previas McDonagh abordaba ya el fenómeno de la amistad masculina, presentada por ejemplo entre los matones de Escondidos en Brujas (2008), con esa alucinante ciudad de Bruges en donde todo puede suceder; o en la poderosa Tres anuncios por un crimen (2017), con la voluntariosa madre empeñada en resolver el asesinato de la hija y formando alianzas con quien sea y sin importar caiga quien caiga; es el tema de la muerte una constante en la breve filmografía de McDonagh: en Escondidos en Brujas se pondera el discurso de la ética antes de eliminar a un colega en la ciudad belga; en Tres anuncios por un crimen estaba la recurrencia a la publicidad para cuestionar la validez y el sentido de la justicia ante una muerte injusta acontecida en un pueblo estadounidense de Missouri; pero es justo en la isla de Inisherin donde la muerte —agazapada y capital durante gran parte de la película— será anunciada por ese personaje femenino muy cercano a la muerte bergmaniana de El séptimo sello (Bergman, 1957), y cristalizada en los tristes destinos de la bestia amada como del joven Dominic.
Además de un soberbio diseño de vestuario, confeccionado por Eimer Ní Mhaoldomhnaigh, la fotografía especulativa ―sombría en interiores y de sobria paleta de tonos tierra realizada por Ben Davis― sirve para sostener ese ambiente marítimo en apariencia calmo pero siempre tenso, el cual no llega a ser del todo lóbrego gracias al contraste de la música sencilla y dulce, alejada de cualquier folclorismo irlandés, compuesta por Carter Burwell, colaborador habitual de McDonagh. De este modo, el clima aciago devendrá en el clímax final donde se desaten los nudos narrativos, como la hermana Shiobáhn haciendo su vida en otra parte, el nefasto policía recibiendo castigo, o la reconciliación de esos distantes y cercanos personajes interpretados por Gleeson y Farell que, tras su aventura mortuoria en Bruges, se reencuentran mientras arde el fuego y a lo lejos resuena el final de la Guerra Civil Irlandesa.