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Discurso en la UNAM.

Marzo, 2023

Declaración leída por Alberto Dallal en la Sala Miguel Covarrubias de Ciudad Universitaria, en la Ciudad de México, el domingo 29 de enero de 2023 durante el Premio a la Danza que anualmente otorga esta academia a las figuras sobresalientes en esta faceta cultural.

La danza es, antes que nada, una obsesión. Lo es porque corresponde tanto al cuerpo como a los reflejos de éste sobre el cerebro y porque se desgajan sus imágenes sobre los cuerpos y la realidad. Lo es porque las imágenes se expresan por sí mismas: no requieren intermediarios. Imágenes y movimientos en el cerebro se prenden, se incrustan en torno a los miembros que el cuerpo es capaz de sostener o reproducir de nueva cuenta, como inventándose una nueva realidad sorpresiva y sorprendente.

Por todo esto, la danza es un recordatorio, una alcancía de imágenes hiladas o superpuestas que todos los espectadores, ante el bailarín o la bailarina, hacen valer; imágenes que creen recordar exactas, para siempre, y permanecen asidas a sí mismas. No se percata el espectador —ustedes— que la danza asume con el bailarín la consistencia de certeros movimientos que se desbordan, se integran y de la misma manera desaparecen…

Por todo esto, además de su naturaleza inesperada, la danza se define como algo, una experiencia que se vive a plenitud ante un ser extraordinario que asume el papel de sacerdote o de cómplice o de hermano o hermana. Así, asidos de la mano, los bailarines se despeñan por la vida en compañía del observador lejano, el tiempo… Como dice la canción: Dance is forever.

Todos los bailarines bailan para alguien, para el espectador cómplice en primer término, pero asimismo para el compañero o la compañera de la experiencia. Convertidos en amigos de aventuras, los bailarines se precipitan para vivir y para morir de nueva cuenta en esta esperada o inesperada aventura de cuerpos en el espacio. Por todo esto la experiencia de la danza (ya deberíamos de saberlo todos) resulta irrepetible.

En la juerga de la representación, antes de mostrarse en escena, los bailarines calientan sus cuerpos y los obligan a recordar quiénes son, qué deben hacer, qué quieren y deben mostrar y demostrar. Porque todos los bailarines, incluyendo a los indígenas que bailan aislados y concentrados para sus dioses, tienen que mostrarnos lo que dicen sus cuerpos para completar la escena, la trama, el relato, la historia. Así hasta que mueren. Nosotros, siempre, los espectadores, no somos sino el complemento de esa narración. Yo ciertamente lo sé gracias a la experiencia. Sin nosotros, los espectadores, los cómplices —como los llamaba Guillermina Bravo—, los bailarines que se presentan esta noche, o los que están por presentarse mañana ante los dioses o ante las multitudes, no completarían su ciclo: “Asumámoslo”, nos dicen o parecen decir, “ante ustedes revivimos como únicos testigos de esta realidad que a nosotros nos compete junto con ustedes, completar”; esta realidad que completamos, aislados en esta sala, sólo ustedes y nosotros.

Por todas estas deslizantes razones, entre el espectador, o sea, el veedor concentrado de la danza, y el bailarín, no existen intermediarios. Podemos percatarnos los espectadores ahora que ante los cuerpos se libra siempre un cuestionamiento airado, a veces muy violento: ¿quién eres?, ¿qué buscas?, ¿qué quieres de mí, de nosotros? Los danzantes indígenas, como los más avezados bailarines de todo el mundo, en todas las épocas, llevan en el cuerpo el conocimiento, una trayectoria humana específica, un destino, una descripción del infierno o del paraíso. Los espectadores buscamos leer o percibir en los cuerpos de los bailarines las claves o los secretos que nos harán entender, saber de la vida y de la muerte, de las tragedias y de las diversiones, incluso de aquellos momentos y escenas que no sabíamos que habíamos vivido de antemano, antes de verlos. Y ellos, los bailarines, deben estar preparados para hacernos saber cualquier cosa, cualquier anécdota feliz o infeliz que nos revele de dónde venimos, quiénes somos en realidad, hacia dónde vamos.

Miente el espectador que dice no conmoverse o no percatarse ante movimientos de un cuerpo que se ha preparado toda su vida para presentarse ante nuestros ojos como parte del destino, así, en general, o como representante de aquello que hemos vivido de antemano, incluso antes de haber nacido. Un cuerpo en movimiento, el del bailarín, suelta siempre señales ante nuestra vista: jamás se muestra como un cuerpo que baila por primera vez, sin voluntad, o sólo queriendo acariciar el aire para que nosotros, los espectadores, no pensemos en nada o lo hagamos en cualquier cosa. Todos los bailarines llevan en el cuerpo claves que los espectadores siempre estamos dispuestos a desentrañar.

Los bailarines y bailarinas se han preparado para mostrarnos paraísos o infiernos, ataques o huidas, edenes u hogueras, atmósferas de sabores o de sinsabores. Los bailarines viven y se preparan y padecen y se esfuerzan y se entregan a la danza para ello: reconozcamos siempre sus recuentos de la realidad, de nuestro idioma común: el arte de la danza. Se trata de una gran oportunidad para recoger y reconocer quiénes somos, en qué dirección queremos transitar, hacia dónde estos cuerpos sabiamente nos harán transitar. Dónde vivimos. Dejemos que nos guíen. Ellos, los bailarines, afortunadamente lo saben todo.

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