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Comparto, luego existo

Febrero, 2023

Es muy probable que cuando usted se siente a disfrutar de la lectura del siguiente texto, alguien le comparta información no solicitada mediante un mensaje de WhatsApp (o de alguna otra aplicación de mensajería instantánea). Eso distraerá su atención y tendrá que empezar líneas arriba para retomar el hilo de la exposición. Puede, entonces, empezar a preocuparse. Porque es una de las maneras en que los medios que hemos creado nos dan forma. Modelamos nuestras herramientas y luego éstas nos modelan a nosotros, como dijo Marshall McLuhan. En efecto, dice Juan Soto, compartir información sin que alguien la solicite es una de las actitudes culturales contemporáneas más empobrecidas.

Algo bonito tenían los cursos —los que eran serios y responsables— sobre las teorías de la comunicación de los años sesenta. Y eso bonito era su insistencia en la idea de que la fuente de donde provenían los mensajes que difundían los medios, importaba. De forma simplista, la idea de que el medio es el mensaje se propagó durante al menos tres décadas con fuerza, pero, desgraciadamente, perdió ímpetu y simpatía. Hoy día se ha convertido en una especie de eco del pasado. Para destacar y mostrarse críticos, muchos académicos trataron de tomar distancia con Marshall McLuhan sin haber entendido que los medios de comunicación, como él los comprendía, podrían ser considerados como agentes que hacen que algo suceda y no precisamente como agentes que conciencian.

Este profesor canadiense de literatura inglesa, que tenía cincuenta y dos años cuando se publicó su libro de Comprender los medios de comunicación / Las extensiones del ser humano, sostuvo, sí, que la idea de un medio de comunicación de masas no estaba relacionada tanto con el tamaño de las audiencias, sino con el hecho de que todo el mundo se ve implicado en ellos al mismo tiempo. No es una cuestión cuantitativa lo importante, como muchos siguen pensando, sino una cuestión cualitativa en términos de difusión de información. El cómo nos implican los medios (sus mensajes y los contenidos que difunden) es más importante que poder determinar a cuántas personas llegan.

Para ganar un poco más de precisión, digamos que la forma en que los medios ejercen influencia sobre nosotros es más importante que saber a cuántas personas llega determinada información o qué cantidad de mensajes, en promedio, recibe una persona diariamente. Sin embargo —y a pesar de lo que muchos creen— es más fácil conocer lo segundo, que lo primero. En una sociedad donde el comercio de la vigilancia se ha convertido en negocio de la realidad, la monitorización no intrusiva ha avanzado rápida y contundentemente.

Así lo ha demostrado la profesora de la Harvard Business School, Shoshana Zuboff, en ese libro por demás interesante y abrumador La era del capitalismo de la vigilancia / La lucha por un futuro humano frente a las nuevas fronteras del poder, donde una de las ideas centrales es que la vigilancia es el precio que hay que pagar por el conocimiento (o por conocer).

Los mensajes y la información que recibimos de los medios, así como la que circula en social media, tienen una forma. Y dicha forma está relacionada con una moral. Es decir, con una orientación que ha sido el resultado de un conjunto de procedimientos para construir los acontecimientos y el modo en que el Otro aparece como parte de dichos acontecimientos. Sin embargo, dicha forma también está relacionada con una ética. Que se diferencia de la moral porque no se remite tanto a la orientación y los procedimientos, sino a las prácticas y los procedimientos. Las prácticas, a diferencia de la orientación, tienen que ver con los modos en que, quienes generan los contenidos, encaran su quehacer, con lo que dejan de hacer y con lo que deberían hacer.

De tal manera que, como lo detalló Roger Silverstone en su libro de La moral de los medios de comunicación / Sobre el nacimiento de la polis de los medios, éstos últimos resultan ser, aún, un espacio privilegiado para la construcción de un orden moral. ¿En qué sentido? En que no sólo informan, sino que opinan. Y es en la opinión de los medios donde aparece, de manera velada, pero contundente, su posicionamiento moral en el proceso de construcción de los acontecimientos.

Pero los medios no suelen revelar los procedimientos de los que se valen para hacerse de la información que ponen en circulación, ni los fines u objetivos del modo en que hacen aparecer al Otro en medio de los acontecimientos. Es importante destacar que el posicionamiento de los medios es casi imperceptible por la forma en que los acontecimientos —tome nota— son construidos por ellos, más no representados de manera neutral ni objetiva. No se fíe de los medios, sería un buen consejo. Tomar algo de distancia, incluso con los medios a los cuales uno suele recurrir para informarse, es provechoso.

Y sí, aunque la información que circula en social media requiere de otras herramientas de análisis porque cada vez es más dirigida y, en algún sentido, cada vez más personalizada, tampoco está libre de este yugo moral. Hoy día, la preocupación por la forma y el precio que se tiene que pagar por el acceso a la información es nula o casi nula. Compartir información que no se ha solicitado, por ejemplo, se ha convertido en una práctica cotidiana entre los dos mil millones de personas que se mantienen mensualmente activas en WhatsApp, de acuerdo con datos de We Are Social y Hootsuite.

Es muy probable que mientras usted haya estado leyendo este texto hubiese recibido algún mensaje a través de dicha aplicación de mensajería instantánea. Es muy probable también que haya suspendido la lectura de este texto por el hecho de haber recibido algún mensaje a través de WhatsApp. Es muy probable que haber recibido y respondido un mensaje a través de WhatsApp le haya distraído de lo que estaba leyendo en este texto y haya tenido que volver a empezar líneas arriba para retomar el hilo de la exposición. Si esto ha ocurrido, entonces podrá comenzar a preocuparse, en tanto que esa es una de las maneras, entre otras, en que los medios que hemos creado nos dan forma. Modelamos nuestras herramientas y luego éstas nos modelan a nosotros, dijo McLuhan.

Compartir información que no se ha solicitado a través de una aplicación de mensajería instantánea como WhatsApp se ha convertido, hoy día, en una forma de interactuar a través de las pantallas y los medios digitales. También se ha convertido en una forma de opinar y hacer públicos estados de ánimo (a veces para recibir palmaditas digitales de consuelo), casi siempre para provocar reacciones entre los contactos. ¿Qué busca alguien al compartir la nota de lo que todos nos vamos a enterar después? ¿Qué busca alguien que comparte una nota que denosta a un político y enarbola a otro sin que le hayamos solicitado su opinión? ¿Qué nos dice el hecho de que alguien comparta información falsa o una nota de años atrás que circula como si fuese actual, pero con un espíritu sensacionalista?

Compartir información no solicitada se ha convertido (recuerde lo que se dijo líneas arriba) en una manera de reafirmar una orientación olvidándose de las prácticas. Pongamos por ejemplo a las personas que suelen compartir notas de periódico en las aplicaciones de mensajería instantánea, simulando ser corresponsales de las agencias informativas del país y de todo el mundo. A esos molestos seres que se la pasan reenviando notas de periódico —y que en muchas ocasiones ni siquiera leen sus contenidos, sino sólo sus encabezados— parece ya no importarles tanto si la nota viene de Televisa, TV Azteca, Milenio, El Universal, Proceso, El Financiero, Once Noticias, La Jornada, TVNotas, etc. Lo que parece importarles es que dicha nota reafirme su orientación. Y que dicha reafirmación se haga pública. Hacen de la aplicación de mensajería instantánea un espacio de exposición —por no decir uno de exhibición narcisista— que apunta a la reafirmación del sí mismo mediante el esquema “publico, luego existo”; “comparto, luego existo”; “me muestro, luego existo”. Donde el objetivo de compartir —vaya palabrita— no es otro que el de reafirmar su orientación y su presencia. Donde el objetivo en realidad no es el de compartir información, sino el de hacer pública la orientación personal frente a los acontecimientos, por ejemplo.

¿Usted se levantaría en este momento y le tocaría la puerta a cada uno de sus vecinos para decirles que ha leído una nota que le ha parecido interesante y que se las va a dejar para que la lean? ¿Iría con las madres y padres de la escuela de sus hijos y les entregaría una nota sobre algún político que usted odia y les invitaría a que no votaran por él? ¿Pasaría con cada uno de sus compañeros de trabajo a dejarles una nota sobre la guerra en algún país que construye a uno de los contrincantes como los fascistas y a otro como las víctimas del fascismo sin que se la hayan solicitado?

Uno tendría que estar muy lejos de los rituales de interacción para hacer esto y no ser mirado como un lelo, ¿cierto? No se trata sólo de WhatsApp, sino de los medios sociales en general. Promueven la reafirmación pública de la orientación olvidándose de las prácticas. Pero, sobre todo, permiten a las personas con bajo nivel de discriminación de la información dejar ver sus posicionamientos morales sin que se les haya solicitado, así como el poder que los medios tienen sobre ellas.

Compartir información sin que alguien la solicite es una de las actitudes culturales contemporáneas más empobrecidas que replica la forma de comunicación de los medios y que termina, sobre todo, por reafirmar la moral del mismo medio (no tanto el posicionamiento personal). Si usted tiene uno de esos molestos seres que comparte información sin que se la soliciten en algún grupo de WhatsApp, compártale esta nota para que vea lo que se siente.

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