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El llanto como acontecimiento cultural

Noviembre, 2022

Hemos creído que llorar es una catarsis que extrae de nosotros una pesada carga emocional. Llorar y la liberación del alma, la mente o las emociones han estado íntimamente ligados durante, al menos, más de dos milenios. De ahí que a las lágrimas se les haya atribuido un gran poder curativo. Pero, como escribe Juan Soto, es un tanto absurdo pensar que esas pequeñas gotitas de agua, lípidos y otros componentes más podrían llevarse algo de nosotros cuando salen por nuestros ojos de manera disimulada o a chorros: las lágrimas, ni para regar las plantas.

Las ideas de que las lágrimas, cuando salen, se llevan algo que ha estado dentro de nosotros y que dicho acontecimiento nos hace sentir bien nos han acompañado durante mucho tiempo. Son dos pensamientos de largo aliento. Durante más de dos mil años hemos pensado que después de llorar nos podemos sentir mejor, pues llorar, al menos en nuestra época, está considerado como un signo inequívoco de nuestras emociones. Al llanto se le considera el efecto de algo que tiene explicación. La gente que llora porque sí no es considerada normal (al igual que la gente que no llora). No obstante, nuestros ojos lagrimean por distintas cuestiones asociadas a las situaciones sociales. El placer, el aburrimiento, el enojo y la felicidad también se hacen acompañar por las lágrimas. Cuando éstas salen acompañando a los bostezos, por ejemplo, nadie piensa que están siendo algún signo de liberación de las emociones.

¿Por qué hemos pensado durante tanto tiempo que las lágrimas son liberadoras de emociones? Porque aún pensamos con el pensamiento de Hipócrates, a quien muchos refieren como el padre de la medicina, quien asoció la catarsis con las lágrimas y con el llanto. De ahí que se les haya atribuido, en cierto sentido, un poder curativo que, digamos, no tienen en sí. Es un tanto absurdo pensar que esas pequeñas gotitas de agua, lípidos y otros componentes más podrían llevarse algo de nosotros cuando salen por nuestros ojos de manera disimulada o a chorros. Como dicta la lógica: las lágrimas, ni para regar las plantas.

Tom Lutz, ese escritor estadounidense preocupado por la relación entre la psicología y la literatura, fundador de Los Angeles Review of Books, no sólo ha demostrado inteligentemente que la catarsis tiene una larga y compleja historia que entreteje pensamiento fisiológico, moral, psicológico, estético y espiritual en una variedad de promiscuas maneras, sino que nos ha relatado, con mucha destreza y meticulosidad, que las ideas catárticas han estado en el centro de la psicología popular y de muchos tratamientos terapéuticos de siglos pasados. Podríamos agregar que estas ideas se han alojado bastante bien en la psicología popular propia de nuestra época y que han sido bien recibidas por nosotros. La idea de que llorar podría ser tan sano como no hacerlo corre el riesgo de ser considerada una herejía.

En su libro El llanto / Historia cultural de las lágrimas (Taurus), sostiene que hay, al menos, tres versiones dominantes para entender las lágrimas. La catártica, que más de un siglo después de Hipócrates tuvo a bien reactivar Aristóteles, asocia el acontecimiento cultural de llorar con la purga. Que es una de las maneras más populares de entender el llanto. Llorar y la liberación del alma, la mente o las emociones han estado íntimamente ligados durante, al menos, más de dos milenios. En buena medida las terapias, así como las ideas del médico, fisiólogo y psicólogo austriaco Josef Breuer y su alumnito S. Freud, ayudaron a enquistar la idea de purgación y purificación en un sitio importante de la psicología popular. Esto a pesar de que el mismo Freud haya abandonado la terapia catártica por considerar que la liberación emocional por sí misma no puede curar, en tanto que la misma experiencia catártica pueda remover un síntoma particular dejando intacto el problema fundamental.

Al considerar que almacenamos deseos reprimidos, pero no sentimientos reprimidos (y que aquellos son los que se transforman verdaderamente en síntomas), entonces se podría decir que las lágrimas son meras acompañantes de la elaboración del trauma cuando salen en el justo momento. Aunque esta idea es un tanto absurda también, pues eso querría decir que habría por ahí algunas lágrimas correctas esperando a salir en el momento justo. Y sí, como bien dice Lutz también, a pesar de que Freud y la mayoría de los neurocientíficos rechazan la hipótesis de la catarsis, ésta permanece bien arraigada en la psicología popular.

La versión conductista del llanto, curiosa en sí misma, asume que es un evento manipulador y, en consecuencia, debería ser ignorado, pues eso podría convertir a los niños en pequeños tiranos. Esta idea de desatención intencional a los niños berrinchudos y llorones sigue siendo también parte fundamental de la psicología popular hasta nuestros días ¿Ha escuchado a un psicólogo decir: “Si su niño hace berrinche, déjelo, no le haga caso, ya se le pasará”? Como en el caso de los niños que se tiran al piso en las tiendas de conveniencia porque los mayores no les compran lo que quieren. Debemos recordar que esta versión se la debemos a J. B. Watson, a quien se le atribuye la paternidad del conductismo, quien reelaboró estas explicaciones a partir de las ideas freudianas del llanto. Watson pensaba que el exceso de amor materno era el responsable del llanto excesivo de los bebés. Es decir, el llanto fue considerado por él como una forma de llamar la atención. Y en este sentido podía volverse amenazante, pues el llanto es recompensado con besos y abrazos.

La versión cognoscitiva, que fue desplazando paulatinamente al conductismo, asume por su parte que son los recuerdos y no los sentimientos los que se almacenan. Lo cual tiene algo de sentido, dado que la idea de que podamos almacenar sentimientos sin experimentarlos es un tanto dislocada. Podríamos llorar al recordar, eso sí, porque dichos recuerdos estarían marcados por las lágrimas, y cada vez que lo hacemos volvemos a marcarlos con ellas. Desde esta mirada el llanto sería sólo un buen compañero de los recuerdos tristes, nostálgicos o algo por el estilo. De ahí la idea de que existan, por sí mismos, recuerdos tristes, ya que no se consideran los aspectos situacionales y culturales vinculados a las formas de recordar. Más aún, se hacen a un lado los elementos discursivos que hacen posible que un recuerdo, situacionalmente hablando, pueda ser épico, lírico o dramático (en sus versiones trágicas y cómicas), por ejemplo. Es en la forma de narrar, contar, relatar, etc., donde radica la posibilidad de que un recuerdo convoque al llanto. Y, como Lutz lo dice muy bien —para desazón de muchos— después de un siglo de teorización e investigación terapéuticas, todavía no hay evidencia contundente de que las lágrimas sean, de hecho, catárticas.

Desde el sentido común se asume, no obstante, que después de llorar uno puede sentirse mejor. Pero uno puede sentirse mejor también, agrega Lutz, después de beber un par de tragos, de disfrutar de una buena comida o después de fumar sustancias legales o ilegales. ¿Por qué las demás situaciones que nos proveen de cierto bienestar no podrían considerarse como catárticas en su sentido de purga y liberación? Defecar, que sí implica una verdadera descarga, podría tener un efecto liberador más potente que el llanto. ¿No lo cree?

Más allá de estas tres versiones sobre el llanto ampliamente aceptadas por la psicología popular, podemos encontrar las versiones culturales e interaccionistas que tienen ya un carácter más antropológico, sociológico y psicosocial al rescatar dos elementos que las otras no tienen: la ritualidad asociada al llanto, así como las situaciones sociales de interacción que lo demandan. Desde estas versiones, llorar y no llorar adquieren significados distintos de acuerdo con las situaciones sociales con las que se les vincula.

Entender el llanto como un fenómeno cultural es algo muy distinto a entenderlo simplemente como mero acontecimiento fisiológico desprovisto de toda situación de por medio. Las situaciones sociales de interacción y los rituales culturales asociados al llanto son considerados como catalizadores del mismo. Durante las bodas y los funerales se llora casi al mismo tiempo, como si la coreografía cultural tuviese su propio ritmo en medio de los rituales de interacción. Las películas insulsas, que suelen sacarles lágrimas a los cursis, les hacen llorar al mismo tiempo (por lo regular, al final de la historia). Para comprender el llanto como un fenómeno cultural íntimamente ligado a los rituales de interacción social, es necesario dejar de considerar lo mental y los procesos mentales como si fuesen cosas.

William James, quien llevó de manera audaz el pragmatismo a la psicología, decía —como nos recuerda John Shotter— que la gran asechanza del psicólogo es la confusión de su punto de vista con el del hecho mental acerca del cual informa, y que tanto aquél como su objeto son objetos para él. Por su parte, Kenneth Gergen (uno de los más destacados construccionistas en el ámbito de la psicología y la psicología social), nos dice que al tratar al lenguaje como si indexara distintos estados mentales, uno cae en la falacia de la concreción mal situada. Uno trata como concreto al objeto aparente del significante, en lugar del significante mismo.

En conclusión, tenemos, pues, la posibilidad de entender el llanto como un proceso cultural en la medida en que modifiquemos las metáforas asociadas a su descripción. Abandonando la metáfora del recipiente podríamos dejar de pensar que cada vez que lloramos las emociones salen desde donde están y propician una purga para curar el alma, la mente, la psique, etc. Si dejamos de pensar que lo mental y los procesos mentales son cosas (tangibles y medibles por si acaso), tendríamos la posibilidad de comprender que las lágrimas están asociadas a situaciones de interacción muy concretas y que cada una de éstas tiene sus propias exigencias, de tal modo que el llanto es un elemento propio de la trama de significados de la vida social y no una especie de descarga emocional, como lo ha supuesto durante milenios la psicología popular.

Llorar pues, no es tanto un evento catártico como un acontecimiento cultural asociado a los rituales de interacción social. ¿Qué sería de las versiones catárticas del llanto sin su consideración reificante del mismo y sin la metáfora del recipiente que justifica la descarga emocional cuando lloramos? ¿Qué sería de la psicología si dejara de considerar lo mental y los procesos mentales como cosas? Sinceramente quedaría muy poca cosa de ambas, pero pueden más dos milenios de habituación a las ideas que la crítica de las mismas. Después de todo, los que lloran en público saben que encontrarán consuelo entre quienes los ven llorar y que, por lo menos, les pasarán un clínex o les prestarán algún hombro para que terminen de hacerlo. Llorar en público tiene unas ventajas que no posee el hecho de hacerlo en silencio y sin que nadie lo mire a uno. El llanto es un acontecimiento cultural.

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