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“Entonces saqué la pistola y disparé”

Max Aub, medio siglo después.

Octubre, 2022

Nació en París en 1903 y falleció en México en 1972. En este 2022 se conmemora el 50 aniversario de la muerte del novelista, cuentista, dramaturgo y poeta Max Aub. De padre alemán y madre francesa, vivió en París hasta el estallido de la primera guerra mundial, razón por la que su familia se instala definitivamente en Valencia. Adopta entonces el castellano como su propia lengua y para toda su obra literaria —teatro, ensayo, poesía, novela y cuento—, en la que supo reflejar como nadie los avatares del siglo al que perteneció siendo uno de los escritores más prolíficos y que mejor han reflejado la literatura del exilio. También ha sido capaz de construir uno de los más extraordinarios frescos de la guerra civil española a través de las novelas que componen el Laberinto mágico. Víctor Roura recuerda aquí el prolífico escritor peregrino…

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Cincuenta días después de haber cumplido 69 años de edad, el francés Max Aub murió en la Ciudad de México hace medio siglo, el 22 de julio de 1972. Venerado literariamente por una alta cuota de la entonces crítica cultural, el sentido de mis lecturas me apuntaba otros territorios…

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El título prometía: Crímenes ejemplares. Pero, como algunas cosas en Max Aub, tal como lo planteara Guillermo Samperio en un breve ensayo periodístico —en julio de 2003 en las páginas culturales de El Financiero—, lo elaborado por el español, cuyo centenario de natalicio del escritor parisino se conmemoraba justo ese año (de padre alemán y madre francés, se instalaron sin embargo en Valencia en 1914, cuando Max tenía 11 años), es bastante irregular: lo mismo puede sorprender que, como en este caso, decepcionar. Editado en 1999 por Espasa-Calpe, el citado libro pudiera hacer suponer, en efecto, la narración de ciertos paradigmáticos asesinatos, pero lo que hizo el autor fue, a modo de una encuesta periodística —y habría que cuestionar severamente el método—, transcribir de una manera llana las razones por las cuales la gente mata a su prójimo.

“He aquí material de primera mano —escribió Max Aub en el prólogo de sus Crímenes ejemplares—. Pasó de la boca al papel rozando el oído. Confesiones sin cuento: de plano, de canto, directas, sin más deseos que explicar el arrebato”. Las voces, según Aub, fueron recogidas en España, en Francia y en México a lo largo de dos décadas. Las declaraciones las hicieron (y no cuenta Aub cómo entró en las cárceles, ni cómo obtuvo los permisos para hablar con los reclusos) “intentando, sin duda, ponerse a bien con Dios, huyendo del pecado. Los hombres son como los hicieron y querer hacerlos responsables de lo que, de pronto, los empuja a salirse de sí es orgullo que no comparto. Los años me han abierto a la comprensión —apuntó Aub—. Desembuchan escuetamente las razones nada oscuras que los llevó al crimen, sin otro motivo que dejarse arrastrar por su sentimiento. Ingenuamente dicen, a mi ver, verdades”.

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Todas las confesiones son parecidas, pero a nadie deba extrañar: “Un siciliano, un albanés mata por lo mismo que un dinamarqués, un noruego o un guatemalteco”.

Sin embargo, en su prólogo Max Aub reconoce que, para hacerles hablar sin prejuicios (lo cual nos indica a la vez que las entrevistas no fueron vertidas en centros institucionales, sino al azar, por lo que podemos inferir son pláticas con asesinos ya liberados o libres, que fueron encarcelados o jamás lo fueron), “recurrimos [porque no hizo solo las charlas, mas tampoco menciona quién o quiénes lo ayudaron] a cierta droga hija de algunos hongos mexicanos, de la sierra de Oaxaca, para ser más preciso. Pero no publico sino lo que fui autorizado por quien podía hacerlo. No doy nombres, pero los tengo”.

Posiblemente, añade, “no debí publicarlo”. Pero no porque el libro pecara de crueldad, que no es así, sino porque, ya leído, pareciera un invento enfebrecido, no un documento de valía. Estos “crímenes ejemplares” en realidad no lo son; en todo caso, son como breves ficciones inconclusas, donde no se alcanza a percibir la intención, ni el objetivo, ni la circunstancia literaria. Y el mismo Max Aub, muy dentro suyo, lo sabía. De ahí que, en el prólogo, tratara, en vano, de justificar su escritura.

“El hombre de nuestro tiempo sólo considera fracasos —y estamos hablando de 1956, periodo en que saliera la primera edición; doce años después, el autor agregó 23 textos, que no arreglan ni, mucho menos, salvan al libro; ni lo mejoran ni atenúan su medianía—. El último gran mito cae ya, no de viejo, sino por potente. La grandeza humana sólo se mide por lo que pudo ser. No vamos a ninguna parte, el gran ideal es, ahora, la mediocridad; vencer los impulsos. En la supuesta dignidad de castrarse han muerto muchos de los mejores. En su submundo estos humildes criminales se explican aquí sin saber siquiera cómo; pero no creo que den lástima”.

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Los textos no llevan ningún orden, “ni por asuntos ni por países, aunque, a veces, para facilidad del lector, se dan en serie. Siempre que pude evité la monotonía, que es otro crimen”, dice, y su definición es justamente la exacta para su libro: una monotonía de voces que, mal transcritas, no son un abanico de la infamia del mundo. En el último párrafo del prólogo, escrito en 1968, dice Max Aub que añade otras declaraciones (“bastantes”, precisa, refiriéndose a la veintena enjuta de sus superfluas entrevistas), mientras otras “quedan perdidas en cien libretas que no son de hojear con detenimiento, sería nada más perder tanto tiempo para tan poco”.

Y aquí, por lo menos yo, otra vez no le creo: ¿cien libretas para hacer un libro de apenas cien páginas?

Una de dos: o las entrevistas son verdaderas pláticas fútiles o, de plano (¡para tan inmenso material!), armó a la hora buena un libro que no debió de haber cristalizado nunca: un poco más de doscientos “testimonios” que bien pudieron ser inventados durante una noche de insomnio. Aunque, en la posdata, Max Aub suma una confusión más: dice que, “en contra de lo que se pueda suponer, sólo dos confesiones vienen de boca de alienados. En general, los locos fueron decepcionantes”.

Pero, a ver, ¿cómo está eso de que el escritor Max Aub fue a un manicomio para interrogar a los internos sobre las posibles muertes que provocaron?, ¿a los locos?, ¿y todavía subraya que las entrevistas con éstos fueron “decepcionantes”?, ¿pues qué se esperaba: una cordura testimonial de un demente?

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“Lo maté en sueños y luego no pude hacer nada hasta que lo despaché de verdad. Sin remedio”, es una de esas casi dos centenas de alegatos recogidos a favor de los crímenes. Incluso, como queriéndole adherir un sabor a exquisitez literaria, Max Aub incorpora —tal vez porque lo tenía a la mano o porque alguien se lo sugirió— un pasaje de Don Quijote, de Miguel de Cervantes Saavedra: “Lo maté porque me despertó. Me había acostado tardísimo y no podía con mi alma. De un revés, zaz, le derribé la cabeza en el suelo”.

Y por ese estilo van todas las demás: “Lo maté porque, en vez de comer, rumiaba”. Hay, por supuesto, algunos que llaman más la atención digamos por estar un poco más trabajados en los detalles. Parecieran ingeniosos relatos cortos: “Empezó a darle vuelta al café con leche con la cuchara. El líquido llegaba al borde, llevado por la violenta acción del utensilio de aluminio. (El vaso era ordinario, el lugar barato, la cucharilla usada, pastosa de pasado.) Se oía el ruido del metal contra el vidrio. Ris, ris, ris, ris. Y el café con leche dando vueltas y más vueltas, con un hoyo en su centro. Maelstrom. Yo estaba sentado enfrente. El café estaba lleno. El hombre seguía moviendo y removiendo, inmóvil, sonriente, mirándome. Algo se me levantaba de adentro. Lo miré de tal manera que se creyó en la obligación de explicarse. ‘Todavía no se ha deshecho el azúcar’. Para probármelo dio unos golpecitos en el fondo del vaso. Volvió en seguida con redoblada energía a menear metódicamente el brebaje. Vueltas y más vueltas, sin descanso, y el ruido de la cuchara en el borde del cristal. Ras, ras, ras. Seguido, seguido, seguido sin parar, eternamente. Vuelta y vuelta y vuelta y vuelta. Me miraba sonriendo. Entonces saqué la pistola y disparé”.

No cabe duda de que se mata por cualquier cosa, inesperadamente.

Es cierto.

Pero si Max Aub de verdad tuvo enfrente a tanto criminal, ¿por qué no se internó, como literato, en el alma de cada uno de ellos en lugar de describirnos nada más el hecho?

Lo fácil, evidentemente, es hacer lo segundo. Lo complicado, lo complejo, es lo primero.

Nota bene: a 50 años de la muerte de Max Aub, la Universidad Nacional Autónoma de México lo recuerda con la publicación de Crímenes casi inéditos. Max Aub en la Revista de la Universidad de México a través de Libros UNAM. El volumen reúne ensayos-artículos del escritor y diplomático publicados en las ediciones de la Revista de la Universidad de México

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