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Poner el corazón a salvo

Septiembre, 2022

¿Los libros infantiles pueden hablar de dolor, tristeza y pérdida sin ser demasiado tristes para los niños? Para Oliver Jeffers no hay duda de que sí, que sí se puede. En «El corazón y la botella», una niña guarda su corazón en una botella, pensando que así lo cuidará mejor. Pero, a cambio de no volver a sentirse triste, la curiosidad y la capacidad de asombro no le acompañaran más. El ilustrador y escritor logra abordar un tema tan sensible como el profundo dolor ocasionado por la pérdida de un ser querido. Como apuntan los editores en la contraportada: el autor irlandés presenta otra gran historia, que nos recuerda lo bueno de tener el corazón en su lugar. Juan José Flores Nava nos habla de este (hermoso) libro.

Una niña es siempre como cualquier otra niña: llena de curiosidad, de imaginación, de asombro, de fascinación por las cosas nuevas; pero a hay ocasiones en que esa curiosidad, esa imaginación, ese asombro, esa fascinación por la novedad se van apagando de a poquito. Algunas veces, al crecer, la niña, convertida ya en mujer, es capaz de encontrar respuestas que le ayudan a comprender por qué en algún momento se fue expandiendo un vacío en su interior. Y entonces es posible detenerlo y volver al principio y empezar a llenar con nuevas maravillas aquel desierto.

Esto es lo que le pasa al personaje de El corazón y la botella (FCE), un bello álbum ilustrado (otro más) del artista irlandés Oliver Jeffers: una pequeña aparece acompañada por un hombre mayor (acaso su padre), quien a distancia prudente la mira mientras ella pedalea su triciclo; o mientras observa entretenida las flores que crecen en un bosque de nieve; o mientras ambos se recuestan sobre el piso para mirar las estrellas: él explicándole las constelaciones, ella imaginando que cada estrella es una abejita de fuego que atraviesa el cielo. El hombre (acaso su padre o su abuelo) la cuida mientras ella nada, solitaria, en el inmenso océano; o mientras la pequeña moja sus pies a la orilla de la playa en lo que él vuela una cometa.

La pequeña, en una habitación con libros y recuerdos que cuelgan de las paredes, escucha con alegría y encantamiento las historias que el hombre (acaso su padre), sentado en su sillón favorito, le cuenta sobre las maravillas del mundo: enormes ballenas, barcos que llegan al fin del planeta y caen sin remedio hacia universo, astros que se desplazan por la galaxia, plantas y vegetales de todas las formas y tamaños, changuillos escultores. Hasta que un día la niña corre, entusiasmada, hacia ese sillón, pero lo encuentra vacío.

A partir de entonces todo se oscurece. Insegura, decide poner su corazón a salvo. Lo busca, lo toma y lo guarda en una botella. Y aunque al principio siente que las cosas mejoran, sin su corazón en el cuerpo todo lo que antes disfrutaba se le vuelve insípido, incoloro: las estrellas, el mar, las historias. Sólo presta atención a lo pesado e incómodo que le resulta llevar esa botella con su corazón, adentro y a salvo, atada al cuello.

Así hubiera llegado al último de sus días si no es porque se cruza con una pequeña que le recuerda, con su curiosidad originaria y fresca, que puede volver a mirar con muchos colores. En ese momento trata de liberar su corazón. Pero no será capaz de hacerlo sola: necesitará de ayuda para extraer el corazón de la botella y devolverlo al lugar del que un día gris y despoblado salió. Una oportunidad para que aquel sillón, vacío por muchos años, vuelva a llenarse de curiosidad, de imaginación, de asombro y de fascinación por las cosas nuevas.

Porque resulta que no es la curiosidad la que mató al gato. Pues la curiosidad, antes que otra cosa, es cura, cuidado, atención, deseo. Y eso es lo que tenemos en este libro de Oliver Jeffers: el relato ilustrado de una pequeña que un día pierde el mundo y su dicha porque ha perdido también a quien compartía con ella esa dicha y ese mundo. Justo es entonces que ella crea que protegiendo su corazón podrá seguir adelante. Sí que lo consigue, por cierto, pero a un precio muy alto: el vacío que se abre camino en su interior.

Sólo caminando se da cuenta, casi por azar, que todo lo que tanto disfrutaba sucedía en un acto compartido. Ni la curiosidad, ni la imaginación, ni el asombro, ni la fascinación están ahí simplemente: es necesario, para su desarrollo, que crezcan en compañía. El conocimiento necesita cuidados, atenciones, búsqueda y un deseo intenso. Es verdad que la creación y el arte exigen soledad. Pero únicamente se llega a ellas después de llenarse de vida con otros.

Si en un principio fue un hombre mayor (acaso su padre) quien le abrió a la niña del libro de Jeffers las puertas al conocimiento lúdico del mundo, al final, convertida ella ya en una mujer solitaria y guardiana —implacable y fría— de su corazón, es una pequeña quien la devuelve al imparable caos de infinitas formas y colores que es el mundo; formas y colores que lo mismo nos hacen gozar, pero que a veces, sin remedio aparente, nos aplastan.

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