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Dora Maar: un alma surrealista, una artista revolucionaria

Fotógrafa vanguardista y pintora de gran talento, en este 2022 se cumplen 25 años de la muerte de la artista francesa.

Septiembre, 2022

Envuelta en la sombra monumental de Pablo Picasso, Dora Maar fue conocida durante mucho tiempo, sólo y únicamente, como la amante y la musa inspiradora del pintor español. Se hizo famosa como La mujer que llora, el tema de una secuencia de pinturas que la inmortalizó en su fragilidad femenina. Pero su historia fue mucho más que eso: fue una talentosa pintora y fotógrafa, una mujer de gran belleza, y una intelectual políticamente comprometida. De hecho, cuando se conocieron, ella ya era una artista revolucionaria y vanguardista por derecho propio. También, un alma surrealista. En este 2022 se cumplen cinco lustros de su partida. Aquí la recordamos.

Durante la mayor parte de su vida, e incluso varios años después de su muerte, el establishment la relegó a “amante”, “modelo”, “musa” de Pablo Picasso. De hecho, se hizo famosa como La mujer que llora, el tema de una secuencia de pinturas que la inmortalizó en su fragilidad femenina. Sin embargo, cuando se conocieron, ella: Dora Maar, ya era una artista inquebrantable que se había filtrado en el club de los chicos surrealistas. Ya era, además, una artista revolucionaria por derecho propio y en muchos sentidos.

Fotógrafa vanguardista, pintora talentosa, mujer de gran belleza, intelectual políticamente comprometida, en este 2022 se cumplen 25 años de la muerte de esta (enorme) artista francesa.

Retrato de Dora Maar. / Pablo Picasso.

Los primeros pasos

Dora Maar tuvo una vida larga y compleja. Nació como Henriette Theodora Markovitch en París de 1907, de madre católica francesa y padre arquitecto croata. Pasó sus primeros años en Buenos Aires, donde su padre ejerció su profesión con obras importantes pero sin mucho éxito económico. Al hablar con fluidez el francés y el español, viajó de un lado a otro entre París y Buenos Aires asistiendo a la escuela en ambos lugares, hasta que regresó definitivamente a Francia con su madre en 1920.

En 1923, Markovitch (como todavía se le conocía) comenzó su estudios de arte en Les Arts Décoratifs (conocida antes como la Union centrale des Arts Décoratifs); allí se involucró en la escena cultural de la ciudad y conoció a su amiga de toda la vida, la pintora Jacqueline Lamba, quien se convertiría en la segunda esposa de André Breton, el líder y guardián de los surrealistas. Después de graduarse, Markovitch asistió a clases en la Académie Julian y en el taller del pintor André Lhote. Ahí, en el estudio de Lhote, conoció a Henri Cartier-Bresson, entonces todavía un chico decidido a ser pintor. A instancias de su amigo, el crítico de arte Marcel Zahar, Markovitch se matriculó en la Ecole technique de photographie et de cinématographie de la ciudad de París. En 1927, siguiendo el consejo de Emmanuel Sougez, director de fotografía de la revista L’Illustration, abandonó la pintura para dedicarse a la fotografía.

Fue una decisión tanto práctica como artísticamente fructífera. Aunque regresaría años después a la pintura, la cámara le permitió a Markovitch perfeccionar completamente sus habilidades técnicas y desarrollar una estética que, incluso hoy, más de medio siglo después, sigue llamando poderosamente la atención.

Markovitch se acercó al oficio fotográfico con tacto, adquiriendo experiencia técnica y cultivando todo tipo de contactos. Por ejemplo, conoció a Brassaï cuando él comenzaba su carrera en la fotografía y compartió estudio con él en Montparnasse. También se hizo amiga de Man Ray —quien le ofreció su ayuda y consejo— y de su entonces amante Lee Miller. Trabajó como asistente de un exitoso fotógrafo de moda, Harry Ossip Meerson, cuyo estudio estaba en la misma calle que el de Ray. En 1931 formó una sociedad profesional con Pierre Kéfer, diseñador de escenarios de películas, y abrieron juntos un estudio.

Nace Dora Maar

Abrir el nuevo estudio fue un paso audaz, ya que le permitió crecer con total libertad. De hecho, para celebrar esa reinvención artística, Theodora Markovitch se rebautizó a sí misma como Dora Maar: un nombre más pegadizo, más chic.

Las técnicas con las que Maar experimentó en el estudio estaban a la vanguardia de la época; incluían cambios de perspectiva, deformaciones, exposiciones dobles, collages.

Y, aunque el trabajo que hacían era sobre todo comercial, Maar siempre supo cómo echar a volar su imaginación. Recordemos: en aquellos años —finales de los años veinte y principios de los treinta— no había las mismas divisiones entre las disciplinas fotográficas que surgieron después. Así, Maar podía producir al mismo tiempo fotografía de moda de alta gama, imágenes publicitarias artísticas, retratos de estudio, porno soft (para las llamadas revistas eróticas “revues de charme”), escenas callejeras descarnadas, tomas con carácter documental, imágenes políticamente influenciadas, rigurosas composiciones formales, o fotomontajes surrealistas complejos, inquietantes y bellamente elaborados que fueron, a final, sus creaciones más memorables.

Los límites entre la moda, la publicidad y el arte de vanguardia, en la década de los años treinta, no estaban del todo claros; por el contrario: la relación era bastante fluida y los límites se diluían, pues lo nuevo y lo moderno encontraban una expresión común a través de la fotografía. Un ejemplo: en una de sus imágenes más inquietantes del aquel primer momento, Dora Maar superpone una telaraña al bello rostro de su amiga Nusch Eluard (Les années vous guettent, c. 1935), imagen que formaba parte de una campaña publicitaria para un producto de belleza antienvejecimiento.

Militancia y surrealismo

A medida que el fascismo se extendía por Europa, Dora Maar reforzó su compromiso político.

En la primera mitad de los años treinta, Maar, al igual que otros compañeros fotógrafos como Henri Cartier-Bresson, alterna sus imágenes de ricos y famosos, de moda y lujo, con representaciones de la miseria y la pobreza que existe en ese momento en París. De hecho, dio la espalda a sus orígenes burgueses y participó activamente con la izquierda política, asociándose con la compañía de teatro de agit-prop Groupe Octobre, uniéndose al grupo antifascista Contre-Attaque (fundado por Georges Bataille y Breton), firmando peticiones y participando en exposiciones y proyectos explícitamente partidistas.

En línea con sus convicciones sociales, viajó a Londres y Barcelona para fotografiar, con bastante sensibilidad y gran crudeza, a la clase trabajadora. Y no sólo eso: a la par, siguió experimentado. A través de fotomontajes, por ejemplo, descontextualiza las figuras de su fotografía callejera insertándolas en arquitecturas de fantasía, invirtiéndolas y deformándolas en el cuarto oscuro.

Fue entonces que su obra llamó la atención de la sociedad de la época. Pronto fue invitada a formar parte del círculo más avanzado y moderno de París: los surrealistas. En ese entorno fue amante del escritor George Bataille, y amiga de Jacques Prévert y Paul Éluard. El surrealismo liberó a Dora Maar de la tiranía de las apariencias en fotografía y le permitió expresar un espíritu salvaje y libre que se burla de todo, incluso, y quizás sobre todo, de sus propios miedos.

Dora Maar se sentía como pez en el agua en compañía de los surrealistas. Su grupo de amigos incluía escritores, fotógrafos y cineastas que tenían todos los mismos puntos de vista en la vida. Amparada y protegida por ellos, su arte se volvió más fantástico y de tono gótico, llevando sus técnicas al límite expresivo.

Algunas de las fotografías de Maar de esa época son francamente inquietantes y delirantes, como su imagen de lo que debe ser un feto de armadillo, fotografiado como un monje acurrucado en su capucha. (Maar nunca quiso indicar de qué animal se trataba para que no perdiese su misterio). La obra, llamada Ubu Roi, se convirtió en una de las imágenes surrealistas más famosas de la época; André Breton la consideró un ejemplo perfecto de objet trouvé (objeto encontrado).

De aquella época también fueron 29 rue dAstorg, un claro ejemplo de fotografía surrealista, en la que se mezclan elementos de distinto tamaño, ubicación y realidad, al igual que Maniquí estrella.

Sin haber llegado a los 30 años, Maar volaba alto; fue, además, una de las pocas fotógrafas que André Breton y sus acólitos, notoriamente sexistas, consideraron dignas de incluir en sus exposiciones.

La mujer que llora

A mediados de los años treinta, el surrealismo estaba arraigado en la escena cultural francesa. Su combinación de transgresión, misterio, erotismo y compromiso político resultó irresistible para muchos artistas, entre ellos para Pablo Picasso. Los surrealistas eran un grupo muy unido, por lo que una vez que se asoció con el movimiento, era inevitable que se cruzara con Maar. Se conocieron a finales de 1935, y se acercaron más en 1936.

La historia del encuentro que los convirtió en amantes ha sido muy mitificada. Cuenta la leyenda que todo ocurrió en el café Les Deux Magots. Ahí, Dora lo sedujo jugando a clavar una navaja entre sus dedos de largas uñas pintadas de rojo. Cualquiera que sea la verdad, lo llamativo de la historia es que fue ella, no él, la que llevaba la iniciativa. Casado con Olga Jojlova y también emparejado con una joven amante, Marie-Thérèse Walter, Picasso se enamoró de Maar de forma fulminante.

Cuando entró a formar parte del extraño circulo de Picasso, y de la vorágine que de ahí salía, la trayectoria de Maar se aventuró por un sendero peligroso.

Su apasionada y ardiente y complicada y tóxica relación duraría alrededor de ocho años, durante los cuales Picasso seguía saliendo con Marie-Thérèse Walter, madre de su hija Maya.

Artísticamente, es indudable que fue un periodo extraordinario para el malagueño, en el que pinta muchas de sus mejores obras, incluyendo retratos de Maar (a quien pinta y representa al inicio de su intensa relación con una belleza pletórica, y luego, con el desgaste de la misma —es decir, con el desgaste de la relación—, como máscara sufriente y atormentada, como una mujer que llora).

1937 fue el año en que Picasso pintó Guernica, y Maar, además de enseñarle técnicas de cuarto oscuro, accedió a fotografiar el proceso de su creación. De hecho, algunos historiadores de arte han sugerido que la decisión de representar en pintura esa atrocidad en particular pudo haber provenido de Maar, quien estaba mucho más comprometida políticamente. (Pero además, según el historiador del arte John Richardson, Dora también hizo algunas de las pinceladas verticales en el caballo en el centro de la pintura).

Por otra parte, ella documentó todas las etapas de estudio y realización del cuadro, creando un diario fotográfico que aún hoy constituye un documento de gran valor. Esto, totalmente innovador en su momento, daría lugar a otras muchas obras de fotógrafos como Hans Namuth con Pollock, o Clouzot con el propio Picasso.

Con el paso del tiempo, sin embargo, la sombra monumental del pintor español comenzó a dominar gradualmente a Maar. Fue él quien la convenció de que abandonara la fotografía y volviera a la pintura, el “gran arte” según él.

Así surgieron obras como La conversación de 1937. Hay que decir que la producción artística de ella durante su relación con Picasso —por ejemplo, la obra cubista viva y colorida de finales de los años treinta— estuvo muy en sintonía con la de él.

“Después de Picasso, solo Dios”

Picasso rompió la relación con Dora Maar hacia mediados de la década de los cuarenta. Una nueva amante, más joven, había entrado en la vida del pintor: Françoise Gilot.

Cuando la relación finalmente se vino abajo, Maar quedó devastada, lo que la llevó a la depresión y a la hospitalización en una clínica psiquiátrica, donde recibió electrochoques y sufrió los rudimentos del terrible tratamiento psicológico de la época que servía igual para la esquizofrenia que para los corazones rotos o la depresión. Estuvo también en las manos del doctor Jacques Lacan, con quien hizo varias terapias de psicoanálisis.

Recordando aquel episodio mental, Dora Maar dijo en una ocasión:“Todos pensaban que iba a matarme después de haber sido abandonada. Picasso también lo esperaba. La principal razón para no hacerlo fue privarlo de la satisfacción”.

Superada la crisis, Dora Maar se fue a vivir a Provenza, donde pasaba una cantidad cada vez mayor de su tiempo. Buscó alivió en el misticismo católico. Así nació su famosa frase: “Después de Picasso, solo Dios”.

Durante años, circularon rumores de que se había vuelto loca o se había convertido en una reclusa. La verdad fue otra: Maar continuó pintando, produciendo una amplia gama de obras, desde retratos hasta paisajes semiabstractos, obras gestuales y construcciones geométricas complejas. Ninguna de sus obras de posguerra se parecía ni remotamente ya a la de Picasso. También viajó y continuó exhibiendo durante las siguientes dos décadas.

Tampoco es cierto que abandonara la fotografía, como suele afirmarse. Aunque hizo menos trabajos después de la ruptura con Picasso, continuó investigando y experimentando, alejándose de las imágenes de fácil lectura. Los últimos trabajos son técnica y conceptualmente aventureros, y en el caso de algunos de los negativos coloreados a mano sin título de la década de 1980, deslumbrantemente hermosos. Era como si Maar se reconectara con su yo artístico más joven.

En sus últimos años, Dora Maar se encerró en su casa de la Rue de Savoie y en la de Ménerbes. Cuando murió en 1997, sólo unas pocas personas fueron a su entierro: la portera, dos personas del Centre Pompidou y uno o dos amigos.

Era el final, al menos físicamente, de una de las grandes artistas del siglo XX.

Nota bene: tras su muerte en 1997, el hallazgo en su apartamento de una ingente cantidad de obra inédita sacó a la luz la extraordinaria riqueza de su arte en su totalidad. Notables historiadoras como Mary Ann Caws y Victoria Combalía, que la conocieron personalmente, la sacaron del anonimato con sus escritos. Y poco a poco, distintas exposiciones, como la de 2019 en la Tate, han recuperado su nombre y su legado para la Historia del Arte. Así, con mayúsculas.

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