Relatario: Edición Especial

Los tacones


Yo siempre he querido saber la verdad, pero los hombres nunca han sido sinceros, ni siquiera los médicos. Dios ha guardado silencio por largo tiempo. Me miro los pies y sé que ellos también mienten. Abro la puerta de mi casa, y una limosnera se acerca; sonríe mientras le doy algunas monedas. Le pido que no lo haga, no es necesario: sé que está enojada por tener que fingir; yo también.

Dormí con él tantos años y siempre mintió: los suspiros no eran para mí. En el fondo me era indiferente, pero cuando preguntaba acerca de mis deseos, le decía la verdad. Él, después de guardar silencio toda la noche, me aseguraba que yo era su mujer, la última de su vida; yo reía sin responderle, sabiendo que era un engaño como el que usaba con las otras mujeres, con sus jefes y con sus familiares. Me levanté una mañana de nuestra cama, lo vi, cerré la puerta de la recámara sin hacer ruido —sin querer despedirme— y nunca más regresé.

He manejado por horas, dando vueltas por la ciudad; me quito los zapatos, los tacones me dejan muy cansada, me gustaría andar por las calles descalza; prendo el radio y escucho que nuestro presidente habla, dice tantas cosas: que es un hombre honesto, que le preocupa el pueblo… Para mí es un cínico. Apago su voz horrorizada. Sin querer llego a la casa de mis padres, que está en las orillas de la metrópoli. No quiero bajarme del auto; me siento cómoda sin tener que hablar, sin tener que informar a nadie de mi vida. Amo el silencio.

Mi padre sale y se emociona. No me conmueve. Sé que está enfermo del corazón, lo veo. Comportándome como la buena hija que espera, trato de abrazarlo, pero siento que no es real, que él tampoco dice la verdad, que fuimos un accidente en su vida, que hubiera preferido seguir con sus bailarinas y cervezas, con sus amigos, contando el dinero sin pensar en el alma de ninguna mujer. Mi padre me ve sorprendido porque me bajo del carro sin zapatos.

Entro a la casa. Mi madre intenta sonreír. Con ella nunca he fingido: la beso sin sentir nada. Comemos juntas en silencio. Ella toda la vida se ha querido morir, no tiene fe en nadie. Le gustaba el sexo con mi padre cuando era joven, suele decir con la sonrisa de una adolescente que ha descubierto los sabores de la carne. Me pregunta mientras comemos un poco de helado: “¿Y tu hombre?” Yo le respondo que se perdió. Me conoce bien, no tengo que explicarle más. Saboreo el helado. Pienso en ese momento que los hombres no son necesarios.

Abro la puerta de mi consultorio. Un señor de 50 años me espera, asegura que necesita decirme la verdad, que de tanto mentir se está muriendo. Entra conmigo; la ciudad guarda silencio. Es muy delgado, moreno. Imagino que de la costa. Me cuenta que toda su existencia ha mentido, que ya no sabe quién es. Habla de su actual pareja, llora, se jala el cabello. Me asegura que nunca había amado antes a nadie. Me pregunto si es sincero. Abre los ojos con maldad mientras le doy un pañuelo. Ve mi reacción, si ha logrado convencerme de su tragedia. Quiere saber antes de irse si lo puedo ayudar. Le contesto que en la vida es más sencillo caminar sin tacones.

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