El reverso del fuego
En homenaje a Vicente Rojo se escribió este relato como alegoría a su exilio durante la Guerra Civil Española.
a Vicente Rojo
Cuando acabó la guerra llevé a mi hijo a la terraza de las esculturas. La mañana era clara, a pesar de las cenizas que aún flotaban en el aire, últimos saldos del incendio.
Los escalones desiguales llevaban a un promontorio donde se veían las ruinas y los humos de la ciudad. Hacía mucho tiempo que no subía una cuesta y me sentí avejentado y débil entre los demás visitantes. Mi hijo iba aferrado a mi dedo índice y retardaba mi avance. El niño era un fardo alegre; canturreaba cualquier cosa, envuelto en plásticos brillantes que habían pertenecido a un paracaídas.
Al cabo de un rato, noté que también los otros caminaban mal. Sus pasos inciertos, tentativos, venían de un largo destierro en sótanos y zanjas, de una prolongada adaptación a los huecos estrechos, los refugios, el hacinamiento, las respiraciones en la nuca, los íntimos cuerpos ajenos. Más que ocultos, habíamos estado encerrados. Me maravillaba que alguien, en alguna parte, nos considerara un ejército.
Ahora, al aire libre, podíamos visitar la terraza, un suelo todavía sorprendentemente liso, demasiado quieto.
Cargué a mi hijo en los hombros. Su mano me tomó del pelo, despertando una herida que no había sentido. Caminé despacio, la respiración trabajada por la inmovilidad, la altura, la rara emoción de estar ahí. Al fondo se alzaban —negras, metálicas, indiferentes al viento y las cenizas— las ocho esculturas.
En las colinas que fueron calles sobran fierros de todo tipo. Las figuras que me rodeaban hacían pensar en materiales que de algún modo eran adversos, como si las pulidas superficies vinieran de una ardiente tensión, el rechazo de lo que llevaban dentro.
Al acercarme más, advertí otras texturas; los flancos tersos eran interrumpidos por rugosidades, costras que sugerían una espantosa fundición. Posiblemente, las estatuas estaban hechas de esquirlas, metralla, fuselajes rotos.
Mi hijo no habla o, mejor dicho, habla sin que yo lo entienda. Tiene dos años (la vida, abrumadora, insaciable, obscena, se afirmaba aun en los escombros). Su boca pronuncia nombres cercenados: “tua” y “to” significan “estatua” y “gato”, o tal vez otras palabras que terminan igual.
Hasta hace muy poco él sólo conocía los estallidos. Ahora le asustan la calma, las cosas entregadas a un incomprensible reposo. A veces juega con rondanas y cubos desprendidos de aparatos; esta ruda geometría es su pasatiempo. En la terraza, con el asombro que le causa lo que no se mueve, reconoció algunas formas: “ubo”, “ita”, “titita” (la última palabra, demasiado larga, podía ser una expansión entusiasta de la anterior). En su lenguaje interrumpido, me decía algo importante.
Rodeados por las estatuas, su mano se aferró con más fuerza a mi pelo. Sentí un ardor insoportable y lo bajé al piso. Corrió hacia una escultura. Frenético, como si descubriera el azúcar que no conoce.
Después de años sin correo, teléfonos, radio, somos nosotros quienes debemos ir hacia las cosas para recibir su mensaje. Las esculturas son el primer comunicado que aparece en el aire oloroso a carbones.
Sin necesidad de placas o discursos, sabemos que la plaza celebra el fin de la guerra. De golpe hay un espacio abierto, una pulcra terraza para ver la ciudad despedazada. Las ocho piezas son un monumento disperso, la prueba en metal de que otra época comienza. ¿Qué pensará mi hijo al verlas dentro de muchos años, en una ciudad dominada por la prisa? ¿El porvenir será para él una región más compleja, una negación numerosa del presente, de la hora baldía en que no hubo otro edificio que una terraza? Tal vez algo le regrese con un golpe de viento y ceniza: la mano grande y vendada de su padre, la superficie metálica de las estatuas. ¿Sabrá que una mañana de luz fría recuperamos el plano, el círculo, el ángulo recto? ¿Sabrá lo que defienden esas formas? Sólo entonces, en el imposible diálogo con mi hijo futuro, supe que los ocho pilares estaban allí para ser entendidos.
Las esculturas combinaban cubos y esferas. El escultor trabajaba por reducción: “Sin esto no hay nada”, parecía decir. Se concentraba en los bordes, los límites de los que todo se deriva. Una fuerza punzante, una ruda geometría, apoyaba esa decisión. Los relieves ofrecían señas de una intervención básica: las iniciales del mundo tocado por una mano inteligente.
En el paisaje arrasado, ninguna emoción superaba a la de encontrar una figura comprensible. Eso era lo que habíamos perdido.
“¡Ton!”, gritó mi hijo al tocar una curva. Traduje “latón”, aunque seguramente me equivocaba. Me costaba trabajo entender sus emociones; para alguien nacido en un momento de severa alteración, cualquier arrebato es normal, cualquier asombro aceptable.
Desvié la vista a la explanada llena de ociosos (por ahora, nadie es otra cosa). Contemplé las ropas, los remiendos ajenos a cualquier costumbre, los rostros pálidos, los cuerpos extrañamente enteros; luego me concentré en las poses, cercanas a la reverencia. La idolatría renace con facilidad en las ruinas y por un instante pensé que estábamos ante los altares de un culto todavía impreciso. De ser así, ¿qué podía adorarse en ellos? La intemperie sugería dioses frágiles, fe en el viento que regresa. Sin embargo, las piezas eran vistas con una curiosidad detenida, racional, ajena al éxtasis religioso. Quizá ante la escultura no hay mejor homenaje que la inmovilidad del propio cuerpo, los músculos cautivos, rendidos ante lo que deja de ser inerte. La fijeza de los espectadores era de ese tipo.
Mi hijo me chupó el dedo y gruñó al sentir la venda. Me pareció más pequeño y me pregunté si llegaría a ser tan alto como las estatuas. Fue entonces, al reparar en la escala casi humana de las piezas, cuando supe que nos hallábamos ante un sistema de medida: de un modo sutil, incisivo, tal vez temible, nos podíamos comparar con ellas.
Inmóviles, salidos del fuego, teníamos algo de estatuas con aire en el pelo. Nuestra quietud y nuestro silencio agregaban otro sentido a las columnas de metal: estaban ahí para demudarnos. La desesperación de pedirle a mi lenguaje algo que no podía comunicar fue relevada por el estremecimiento ante las piezas que me enmudecían.
Las líneas y los círculos se perfilaban con nitidez, imponían un orden, un espacio donde todo era deliberado, ajeno al caos, los estertores, los gritos en la noche. Algo decisivo resistía en las esculturas. Con rara elocuencia, decían lo mismo que mi cuerpo detenido.
Me quité la venda de la mano, toqué el metal fresco y comprendí, sin otro argumento que esa tenue caricia, que nos habíamos salvado.