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La emancipación, la apertura, el amor libre y la libertad

Algunas claves para entender el cine de Jaime Humberto Hermosillo.

Enero, 2022

Falleció en enero de 2020, pero su figura y su obra siguen presentes y vigentes. Y no es para menos: Jaime Humberto Hermosillo fue uno de los directores más originales y polémicos del cine mexicano. Su mirada transgresora e irreverente retrató con audacia la conducta social del mexicano contemporáneo, con sus claroscuros e hipocresías. Egresado del Centro Universitario de Estudios Cinematográficos (hoy Escuela Nacional de Artes Cinematográficas UNAM), dejó como herencia una vasta filmografía de diversa índole y temática, como Doña Herlinda y su hijoLa tarea, La pasión según Berenice, entre otros. El periodista Sergio Raúl López recupera y lo evoca en este texto, pues el guionista y cineasta mexicano hubiera cumplido este 22 de enero sus 80 años…

⠀⠀⠀—Armando, le tengo una mala noticia…

⠀⠀⠀—…Magdalena…

⠀⠀⠀—…descubrió su verdadera vocación, se fue de, de… de monja a un convento… de monja, de monja, de monja, de monja, de monja…

Una agitada montaña rusa emocional emerge de la voz de Zoyla (Carmen Montejo), misma que discurre del odio a la desesperación y, finalmente, a la desolación, hasta estallar en el llanto, en tanto intenta explicarle al vendedor viajero, aparentemente adinerado, Armando (Farnesio de Bernal), el entercado pretendiente de su hija, la razón por la cual la tímida e insegura secretaria capitalina Magdalena (Angélica María) se ha mudado de su hogar. Empero, se muestra incapaz de confesarle —de confesárselo incluso a sí misma—, al ser la matriarca chantajista, impositiva y melodramática que siempre ha sido, que en realidad no tomó el camino de la fe sino todo lo contrario: el de la fama y la farándula bajo el nombre artístico de Irene Durán.

Pero antes de su emancipación, la joven habrá debido atravesar un estrambótico camino, pues la oficinista acudirá a una fiesta en la que perderá la virginidad con Eme (el guitarrista y compositor Javier Martín del Campo) y, por puro conservadurismo materno, será obligada a casarse y a vivir en la casa de Zoyla con el bonachón, hippie líder de la afamada banda tapatía La Revolución de Emiliano Zapata, quien más tarde será objeto de varios disparatados complots de la madre para deshacerse de él, incluso intentando electrocutarlo con su propia guitarra eléctrica, todo  para desposarla con el comerciante ricachón.

Al final, uno de los enredos urdidos por Zoyla (hacer pasar a Magdalena por una supuesta prima gemela, Irene, una cantante profesional recién llegada de Los Ángeles) sólo logrará que su hija encuentre el éxito casi inmediato tras presentarse en el Festival de Rock y Ruedas en Avándaro, lo desencadenará no sólo la huida de casa sino incluso ejercer el poliamor con los miembros de “La Revo” —una escena la muestra acostada con el cantante, Óscar Rojas Gutiérrez, de prominente bigote, en una cama coronada por un cartel del jazzista Stan Getz— para, finalmente, aparecer en televisión nacional, impulsada por el señor Almazán (Rafael Baledón), un poderoso productor que la lanzará no sólo en la industria del disco sino en la fílmica, como una estrella en ascenso y quien se convertirá en el prospecto final para sus segundas nupcias.

Fracasada, Zoyla acabará por desposarse ella misma con Armando para hallarse sirviendo a la suegra quejumbrosa y decepcionarse del acaudalado pretendiente quien en realidad era un pobre empleado de mísero salario, al tiempo que, hecha un mar de lágrimas, insiste en negar que la fulgurante estrella sea la misma Magdalena.

El primer largometraje del hidrocálido Jaime Humberto Hermosillo Delgado resalta no sólo por mostrar abiertamente el recambio generacional del flower power y del amor libre en los cerrados ámbitos de la clase media urbana, sino que logra transformar a una de las más populares cantantes solistas del rock and roll en español como lo era la “Novia de México” —epítome de la “fresez”, en un término que utilizaría José Agustín—, figura internacional de las telenovelas, de la radio, del cine y de los centros de espectáculos, en una faceta desconocida hasta entonces: una mujer liberada sexual y económicamente, cuya voz sirve, por primera vez, para interpretar el rock psicodélico de la época —y en inglés—, al lado de La Revolución de Emiliano Zapata, grupo jalisciense que experimentaba las mieles del éxito que le diera el sencillo “Nasty Sex” —por el que la compañía Polydor les envió medallas por sus altas ventas en Europa—, ausentes del gran concierto masivo por los compromisos profesionales contraídos, pero que en esta ficción aparecen en el escenario como una suerte de reivindicación por su ausencia.

El director aprovechó las escenas que registran la masiva y entusiasta afluencia de jóvenes al concierto realizado en el poblado de Valle de Bravo que habían sido levantadas por la compañía productora del filme: Cinematográfica Marco Polo —presentes en el concierto junto a compañías como Telesistema Mexicano, Polydor Records, Películas Candiani y Cablevisión—, y que dan fe del mismo, justo al año siguiente, en que las críticas y la prohibición de las administraciones priistas prácticamente acabaron con el movimiento roquero, lo que hubiera podido costarle censura al filme.

Además, la producción se enmarca perfectamente en el movimiento original del Nuevo Cine Mexicano pues, aparte de Hermosillo, la empresa fundada por el magnate petrolero Leopoldo Silva, junto con su hermano Marco, habría de invertir en cintas de realizadores en ese entonces emergentes como Jorge Fons (Los cachorros, Jory), Felipe Cazals (Aquellos años), Arturo Ripstein (El santo oficio), José Estrada (Cayó de la gloria el diablo) o Sergio Olhovich (Muñeca reina, El encuentro de un hombre solo), en plena administración echeverrista —con el hermano del presidente, de nombre artístico Rodolfo Landa, al frente del Banco Cinematográfico—, que acabó con los viejos productores privados —que por entonces intentaron sin éxito una suerte huelga patronal— para estimular la llegada de nuevos empresarios y el inicio de la subvención de la producción fílmica por parte del Estado.

Curiosamente, la planificación de la cinta también significó el primer viaje de trabajo que realizara Hermosillo a Guadalajara —una ciudad que resultaría fundamental en su trayectoria—, justamente para contratar los servicios de La revolución de Emiliano Zapata no sólo como protagonistas sino para la composición de la banda sonora, que se plasmó en su segundo disco de larga duración, titulado Nada del hombre me es ajeno (La verdadera vocación de Magdalena), lanzado en 1972 también por Polydor.

Todo un hecho contracultural, por donde quiera que se le mire.

Escapar de la rigidez moral

Originario del Bajío mexicano, Hermosillo nació el 22 de enero de 1942 en Aguascalientes, ciudad en la que cursaría la carrera de contador público en la Academia Comercial Llamas y en la que descubrió su cinefilia mediante asiduas visitas al cine Rex para, posteriormente, mudarse a la Ciudad de México a ejercer su profesión pero también para inscribirse en el recién creado Centro Universitario de Estudios Cinematográficos (CUEC), haciendo el examen desde su primera generación —la escuela se creó en 1963 con una serie de conferencias, las Cincuenta lecciones de cine—, y aún como estudiante dirigir sus primeros trabajos: los cortometrajes Homesick (México, 1965) y S.S. Glencairn (México, 1966), así como el mediometraje Los nuestros (México, 1970), en el que una madre es capaz de cualquier crimen para defender el honor de su hija.

Así arrancaría la prolífica carrera de este director emblemático del Nuevo Cine Mexicano que habría de firmar una cuarentena de obras en las que prevalecerían su crítica a la sociedad mexicana reaccionaria, homofóbica y guardiana de unas buenas costumbres que sólo servían para cubrir las apariencias y la doble moral, y no para normar la conducta de sus ciudadanos. Una trayectoria en que abordaría temas aparentemente tabúes y censurados como la homosexualidad, el ejercicio libertario de la sexualidad, los desnudos, los chantajes emocionales y el corsé religioso y familiar, con el añadido que sus filmes frecuentemente gozaban del favor del público y que con ellos logró algunos memorables éxitos de taquilla.

El éxito de su filme debut le permitió planear una siguiente producción histórica, situada durante la Intervención francesa, de producción estatal por parte los Estudios Churubusco: El señor de Osanto (México, 1974), basada en la novela El señor de Ballantrae, de Robert Louis Stevenson, adaptada por el escritor y crítico José de la Colina —quien también escribió Los nuestros, además de Naufragio (México, 1978) y  El corazón de la noche (México, 1984)—, contando con Gabriel Figueroa en la fotografía, con música incidental de Eduardo Mata y actuaciones de Daniela Rosen, Hugo Stiglitz y Fernando Soler.

La cooperativa de directores llamada DASA Films (Directores Asociados S.A.), con apoyo del Consejo Estatal de Cinematografía (Conacine), le produciría las siguientes películas: El cumpleaños del perro (México, 1975), con Jorge Martínez de Hoyos, Diana Bracho y Héctor Bonilla, fotografía de Alex Phillips Jr. y música del destacado compositor Joaquín Gutiérrez Heras, ya abordando temas como el asesinato del cónyuge, la disputa entre hermanos por la herencia y por la futura esposa, así como la inevitable condición humana como punto de todo conflicto.

En su siguiente cinta, La pasión según Berenice (México, 1976), la joven viuda Berenice Bejarano (Martha Navarro), sospechosa de provocar el incendio en que pereció su marido y atada al lecho en que su madrina Josefina (Emma Roldán) reposa una enfermedad crónica de la que no mejora jamás, habrá de perderse en el entusiasmo que le provoca el joven médico Rodrigo (Pedro Armendáriz Jr.), pese a lo que digan las malas lenguas en Aguascalientes y al riesgo que entraña una aventura sin promesa de estabilidad, le deparó un primer Ariel de Oro a la Mejor Película en 1977, un logro que repetiría al año siguiente con Naufragio, relato en el que una madre oficinista, Amparo (Ana Ofelia Murguía), espera con ansiedad y esperanza a su hijo marinero, Miguel Ángel (José Alonso), compartiendo las epístolas que le envía con frecuencia para suplir su larga ausencia con su compañera de trabajo Leticia (María Rojo), quien se entusiasma igualmente de la casi imaginaria figura, que se presenta un buen día sólo para hallar a su madre en coma pero a tiempo para mantener una corta aventura con la joven amiga que lo había idealizado, en una adaptación del cuento “Mañana”, de Joseph Conrad.

Ciertamente, para esos momentos, su carrera mantenía una poderosa estabilidad, misma que le permitió explorar más a fondo la vida de dos amigas que comparten no sólo trabajo —como vendedoras de una gran tienda— y departamento —una especie de terraza—, sino que acabarán por intercambiar rasgos de personalidad y, consiguientemente, novios, sin mayor conflicto o celos entre ellas. Se trata de Amor libre (México, 1979), con el protagónico de la otra gran estrella del rock and roll en español, de las telenovelas y el cine: Julissa, en el papel de Julia, al lado de una ya consolidada actriz Alma Muriel, como Julie, en un guión de Francisco Sánchez, que le mereció una Diosa de Plata a la Mejor Película.

Incluso dirigió un guión original del futuro Nobel de Literatura Gabriel García Márquez: María de mi corazón (México, 1979), sobre los frustrados encuentros del asaltante de casas Héctor Roldán (Héctor Bonilla) y la maga María Torres (María Rojo), que simplemente no consiguen durar juntos mucho tiempo debido a distintas casualidades y desencuentros, en una producción de la Universidad Veracruzana con Clasa o incluso a ganar otro Ariel, esta vez a Mejor Guión, con Las apariencias engañan (México, 1983), en la que una misteriosa prima lejana, Adriana (Isela Vega), resulta ser, en realidad, Adrián, el hermano ausente de Sergio (Manuel Ojeda), con el que pretende casarse, hasta que se enamora de Rogelio (Gonzalo Vega), un actor que acepta jugar el rol justo de dicho pariente que regresa a Aguascalientes, pero que acabará enamorado y aceptando mantener relaciones con la mujer transgénero, aceptando incluso un rol pasivo y con quien acabará partiendo de luna de miel.

Cine abiertamente homosexual

El modelo de las productoras privadas sostenidas con fondos públicos entró en crisis a mediados de los ochenta, por lo que el director tomó una decisión tajante: mudarse a Guadalajara para crear cine independiente, sí, pero también para educar a los jóvenes jaliscienses deseosos de crear cine y hallar un modo alternativo de exhibir sus trabajos y los de sus colegas de generación. Con una de las productoras emblemáticas del cine clásico mexicano, Clasa Films Mundiales, ya entonces adquirida por Manuel Barbachano Ponce, se decidió a abordar la posesiva relación de una madre, la Herlinda del título (interpretada por Guadalupe Gómez y del Toro, madre del cineasta Guillermo del Toro, quien fungió como productor ejecutivo), con su hijo Rodolfo (Arturo Meza), un médico —“neurocirujano pediatra”, aclara la orgullosa madre— que intenta ser discreto con su homosexualidad y con la añeja relación que mantiene con el eterno estudiante de música Ramón (Marco Treviño), incluso tras contraer matrimonio con la pragmática profesionista Olga (Leticia Lupercio), en un juego de apariencias del que todos sacan provecho sin necesidad de volver explícita la situación, aunque haya numerosos acercamientos eróticos entre ambos, con crisis sentimental incluida del joven cornista —en una cama rematada de nuevo por un cartel, esta vez de la cinta Mad Max (Australia, 1979), de George Miller—, provocada por el anuncio del casorio, que incluye una borrachera con el fondo de “Te pareces tanto a mí”, con Lucha Villa —que realiza un cameo en la cinta—, reciba obsequios indiscretos —un carrito de juguete junto con una lata de cold cream Nivea— y acabe fungiendo de nana del bebé concebido por el matrimonio, mientras el doctor recita inspirado el “Nocturno a Rosario”, de Manuel Acuña, con el verso emblemático: “…y en medio de nosotros, mi madre, como un dios”.

El tono fársico y que desnudaba la doble moral, ahora del occidente mexicano, además de la inclusión de una muy abierta obra homoerótica, devino en un éxito internacional de distribución y en un clásico de la producción tapatía hasta la fecha.

La muestra que devino en festival

Pero el filme significó, además, un muy importante impulso tanto a la creación como a la difusión audiovisual en la capital jalisciense, ya que luego de esta filmación Hermosillo impulsó proyectos de educación e investigación fílmica tanto en el desaparecido Instituto Goethe como en la Universidad de Guadalajara, en cuyo seno y ante la necesidad por encontrar pantallas para el cine mexicano independiente es que se propició la creación de la Muestra de Cine Mexicano, en cuya primera edición, realizada entre el 10 y el 15 de marzo de 1986, fue no sólo coordinador sino realizador, pues además de presentar Doña Herlinda y su hijo —que hubo de repetir al año siguiente debido a la gran cantidad de público que rebasó la capacidad de las salas—, fue objeto de una retrospectiva de su filmografía, que incluyó siete de los 12 títulos que ya comprendía en ese entonces.

Su labor como coordinador de este esfuerzo que reunía a críticos y directores de festivales no sólo nacionales sino de distintos países, que lograban atisbar así la producción nacional en 16 mm, que de otra manera les hubiera resultado casi imposible conocer, duró tres años, en los que presentó, además de la suya, retrospectivas de José Estrada y de Felipe Cazals. Este proyecto cultural universitario fue pionero en el occidente, ya que se creó 20 meses antes de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara y con el tiempo fue mutando hasta resultar en el Festival Internacional de Cine en Guadalajara (FICG).

En la tercera edición, Hermosillo presentaría Clandestino destino (México, 1987) y, ya sin ser el coordinador de la Muestra, dio a conocer algunas de sus obras siguientes: la cinta televisiva El verano de la señora Forbes (México, 1989), en la cuarta edición; La tarea (México, 1991), en la sexta, y De noche vienes, Esmeralda (México, 1997), en la décimo tercera, logrando entonces el Premio del Público.

Es anecdótico que en la organización de la misma apareciera un muy entusiasta y jovencísimo Guillermo del Toro que ayudaba en mil tareas, desde ser taquillero hasta chofer, vendiendo camisetas y carteles para financiarla, en el par de sedes de aquella primera Muestra: el Cine-Teatro del Instituto Cabañas y el Museo Regional —el Cineforo se inauguraría hasta la tercera edición, en 1988, y su actual sede, la Cineteca FICG, abriría la primera de sus cinco salas en 2018 y el resto el año anterior. Su labor se conjuntaba con la de otros entusiastas que después formarían parte de la comunidad cinematográfica local, habiendo participado originalmente en el cineclub Cine y Crítica —en el que participaba, intermitentemente, Hermosillo—, que incluía a Del Toro, así como a su finado socio en la empresa de efectos especiales Necropia, Rigo Mora, lo mismo que las docentes Annemarie Mëier,  Martha Vidrio, Jaime Larios, Patricia Torres Martín, Lourdes Rivera, Mercedes Escamilla, Arturo Camacho y Daniel Varela, además de sus coordinadores, Enrique Vieira y Gabriel Canales —junto con Mëier —, y el actor y escritor Arturo Villaseñor, entre otros.

Entre la rigurosidad y la pulcritud que lo caracterizaron en todos los sentidos —era tan temible en los foros que Fernando Macotela le llamaba “El generalísimo”—, fue que acabó por distanciarse debido a “un gran desencuentro” de la propia Universidad de Guadalajara y del funcionario que les apoyó originalmente, Raúl Padilla López. Así abandonó tanto la Muestra como el Centro de Investigación y Enseñanza Cinematográfica (CIEC), dirigido por el investigador Emilio García Riera, con quien colaboró en la aventura tapatía y de cuyo Centro de Enseñanza Cinematográfica fue profesor.

No sería sino hasta la vigésima edición que habría de volver a dicho encuentro, recién convertido en FICG, merced a las gestiones de Kenya Márquez —que era una estudiante de música adolescente que acudió a su primera edición—, en 2005, y una década más tarde habría de ser homenajeado y de recibir el premio Mayahuel por trayectoria en la edición trigésima, además de que la edición remasterizada de ese clásico local que es Doña Herlinda y su hijo habría de exhibirse en 2019 como parte de la sección Premio Maguey.

El paso al cine en video

Alejado de la gran industria y de las instituciones que había forjado, fue que, a finales de la década de los ochenta, el cineasta experimentará con las incipientes tecnologías del video que, poco a poco, irán sustituyendo la película de celuloide por las memorias digitales. Armado de una cámara de video8 —con la que se intentaba sustituir al Super-VHS—, urdió un modelo de producción bastante sencillo pero efectivo: filmar en una sola locación con una cámara fija y oculta, emplazada por sus protagonistas —con el juego de aparentar ser un audiovisual casero documental—, en una historia en la que un estudiante de televisión, Román (Daniel Constantini), cita a una antigua amante, Lila (Charo Constantini), para seducirla en su apartamento y registrar tanto los escarceos como el encuentro sexual, lo que indigna a la mujer que lo abandona hecha una furia, pero que, tras repensárselo, habrá de retornar para auxiliar en el trabajo escolar, en El aprendiz de pornógrafo (México, 1989).

La cinta, de 58 minutos de duración —aquellos cassettes alcanzaban a registrar una hora en alta calidad— fue producida de manera absolutamente independiente y hasta guerrillera por Lourdes Rivera Producciones, nos depara una vuelta de tuerca bastante sorprendente, pues los amantes videograbados resultan, en realidad, un matrimonio de cuarentones con dos hijos que intenta revitalizar su debilitado deseo carnal con esta invención de nuevas personalidades.

Un segundo ejercicio repetiría, en lo fundamental, la anterior película: la cámara fija —aunque ahora retornando al celuloide—, una sola locación y la cámara como herramienta para el voyerismo del espectador a lo largo de 24 horas, esta vez ocupando el lugar del espejo sobre el lavabo en un largometraje de 78 minutos. Se trata de Intimidades de un cuarto de baño (México, 1989), de nuevo producida por Lourdes Rivera y por la Cooperativa Cinematográfica José Revueltas, en la que se aborda la incómoda situación de una pareja integrada por el aspirante a escritor y eterno solicitante frustrado de becas Roberto (Álvaro Guerrero) y la empleada bancaria Gabriela (Gabriela Roel), en plena crisis en su relación y habitando la casa de los padres de ella, mientras desfilan frente a un cuadro formado por el inodoro, la lavadora automática, los cestos de ropa y de basura, y el cancel de la regadera, además de ellos, la ambiciosa y calculadora madre, Berta (Martha Navarro); el padre, Juan (Emilio Echevarría), otro escritor frustrado, y la sirvienta dicharachera y cantadora, Esperanza (María Rojo). La tragedia alcanza al joven que se electrocuta en la ducha, pero la frialdad de la matriarca —que es autosuficiente económicamente y mantiene distintos amantes pero no se divorcia porque la educaron  en el catolicismo—, hará que la rutina y la cotidianidad envuelva pronto a la familia, evitando el innecesario luto, mientras de fondo se escucha “Distante instante”, de Rockdrigo González.

Este par de cintas conducirían, irremediablemente, a la producción más taquillera, conocida y aplaudida de todas entre la amplia filmografía de Hermosillo: La tarea, que no es sino una nueva versión de El aprendiz de pornógrafo, pero ahora con los roles invertidos ya que Virginia (María Rojo) es ahora la estudiante de cine y Marcelo (José Alonso) el antiguo amante al que se cita para la filmación subrepticia, con fotografía de Toni Kuhn, diseño sonoro de Nerio Barberis y música del cantautor Pepe Elorza, nuevamente en una producción de Clasa Film Mundiales —pero ahora con los hermanos Francisco y Pablo Barbachano— con la que logró el reconocimiento unánime al presentar una comedia erótica con escenas bastante desinhibidas, humor picante y ese ejercicio voyerista de la cámara oculta y fija, frente a la cual transcurre una cuidadosa coreografía con el par de protagonistas entrando y saliendo de cuadro, confesándose, peleando y, finalmente, alcanzando el clímax prometido tanto corporal como dramáticamente sobre una hamaca.

La fórmula resultó tan exitosa como explotable, al grado de que Hermosillo nos presentó una segunda parte, La tarea prohibida (México, 1992), en la que la fórmula ahora ocurre con las tribulaciones de un joven estudiante de cine, Santiago (Esteban Soberanes), que ha de filmar como ejercicio un cortometraje en una sola toma, en la azotea de la casa de sus tíos, con María (María Rojo), una mujer mayor que él pero que le resulta irresistiblemente atractiva, sobre un guión de su marido, que también prometió actuar, Antonio (Julián Pastor), quien se retrasa en el llamado, dejándoles solos lo suficiente como para que consuman su deseo sexual, ahora con un empleo mucho más ortodoxo de la cámara de cine en movimiento, pues incluso la cámara con que filmarán aparece a cuadro entre los tendederos, comedores de jardín con sombrilla y una máquina para ejercitarse empleada de la misma manera que la de la casa de doña Herlinda, con un cartel de La ilusión viaja en tranvía, de Luis Buñuel. Aunque con fotografía de Alex Phillips Jr. y producción de los Barbachano, la película carecía del encanto de sus predecesoras, incluso el fallido escándalo del tratamiento del incesto , por lo que su triunfo con el Gran Coral en el Festival de La Habana —por encima de El lado oscuro del corazón, de Eliseo Subiela, que obtuvo el segundo Coral—, resulto controversial, por decir lo menos.

El aislamiento digital

La cadena de decisiones tomadas por el director habría de proseguir con una que resultaría más radical que todas las anteriores: pese a cultivar un medio de reproducción masiva, por su propia naturaleza mecánica, no sólo decidió sumergirse en la producción mucho más accesible económica y materialmente como es el video, sino que asumió una actitud que difícilmente encontraremos en el medio: en adelante, no sólo conservaría la propiedad de sus filmes sino que se daría el lujo de elegir al público para sus obras, subvirtiendo la naturaleza de esta industria que persigue justamente lo contrario, atraer a las mayores audiencias posibles con la mayor cantidad de salas y de horarios.

De esta manera, al carácter digital de sus producciones en el nuevo milenio, habrá que añadir la característica de lo absolutamente artesanal en el cine de un Hermosillo que, cargando sus películas bajo el brazo y acudiendo directamente a las exhibiciones, elegía en verdad a su público.

A esta etapa corresponden exxxorcismos (México, 2002), Ausencia (México, 2003), El edén (México, 2004), El misterio de los almendros (México, 2004), Dos auroras (México, 2005),  Rencor (México, 2005), Amor (México, 2006), El malogrado amor de Sebastián (México, 2006), Juventud (México, 2010) y Crimen por omisión (México, 2018), todas producciones pequeñas, artesanales y producidas con más voluntad que recursos económicos, a las que sumaba sus elencos habituales, orgullosos de participar en sus obras y que incluían, entre otros, a los actores Alberto Estrella, Patricia Reyes Spíndola, Juan José Meraz, Ana Ofelia Murguía, Víctor Carpinteiro Tizoc Arroyo, María Rojo, Luisa Huertas, Adrián Ladrón, Arturo Villaseñor y Aleyda Gallardo.

Todas ellas producidas además por compañías de todo tipo, desde dueñas de cines porno como Goukine S.A.; personales, como Jaime Humberto Hermosillo Producciones; efímeras, del tipo Monarca Producciones o Distopía; especialistas en videohome como Producciones Alfa Audiovisual o instituciones como la Universidad de Guadalajara y el Instituto Cultural Aguascalientes, y abarcan, prácticamente, la cuarta parte de su filmografía, pues luego de Escrito en el cuerpo de la noche (México, 2000), producida por el Instituto Mexicano de Cinematografía (Imcine), Videocine y Goukine, ya no volvió a recibir fondos del Estado, justo cuando los mismos fueron incrementándose y aumentando el volumen de producción de la cinematografía nacional, que paradójicamente en los noventa, su última etapa industrial, había registrado sus cifras más bajas.

Los años no sólo le hicieron hallar su nicho personal y absolutamente independiente, sino que le fueron reconciliando con sus viejos demonios, casi como si se tratara de un personaje de alguna película suya: tanto con el festival que creó, el FICG, como con su ciudad natal, que visitó luego de una larga ausencia, e incluso mediante una cátedra que dictó en la Cineteca Nacional entre enero y julio de 2015, titulada “Scorsese y Hermosillo, cinéfilos y cineastas”, en la que recorrió su obra y la del neoyorquino.

No extraña, por lo tanto, que, tras su fallecimiento debido a una larga enfermedad y ocurrido en Guadalajara el 13 de enero de 2020, ninguna de las retrospectivas que se le dedicaron hace dos años —en Canal 22, en la Cineteca Nacional, en la Filmoteca de la UNAM y en el propio FICG por el fundado— hayan abundado los títulos correspondientes a las décadas de los setenta y ochenta, es decir a su etapa más industrial y masiva, pero que no se hayan incluido estos más recientes, los que justo coinciden con su cine digital artesanal y de circulación restringida. Sus amigos y colegas cercanos tuvieron el privilegio de acudir a las escasas proyecciones que organizaba en su casa o en algunos recintos que sentía cercanos, especialmente las salas de la Cineteca Nacional o festivales como el Mix, de diversidad sexual, pero no tuvieron mayor circulación que ésa.

Tengo la convicción de que el mayor de los homenajes que pueda rendirse al maestro Hermosillo —que este 22 de enero de 2022 hubiera cumplido 80 años— es justo dar a conocer esa última etapa de su obra, tan esotérica y hermética, tan poco conocida por el gran público, tan única, que debiera estar mucho más al alcance de los interesados.

[Este texto fue publicado originalmente en la agencia Notimex. Ha sido editado y actualizado; es reproducido aquí con autorización del autor.]

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