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El crítico, más allá de las asombrosas cifras

Jorge Ayala Blanco, octogenario.

Enero, 2022

Este 25 de enero, el profesor, ensayista y crítico de cine mexicano, Jorge Ayala Blanco, cumple sus ocho décadas de vida. En el siguiente texto, el maestro Víctor Roura disecciona la trayectoria del decano de la crítica de cine en México: “Riguroso crítico, Ayala Blanco ha seguido con tenaz visión, e incansable agudeza, el curso de la cinematografía nacional sin doblegarse a las comodidades e invitaciones del aparato burocrático que controla los hilos del cine casero”.

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Jorge Ayala Blanco cumple ocho décadas de vida este martes 25 de enero. Nacido en Coyoacán en la Ciudad de México, publicó su primera crítica cinematográfica en 1963 y se estrenó como autor de libros en el año crucial de 1968, cuando sale a la luz la primera edición de La aventura del cine mexicano, libro que marcaría el inicio del largo proceso ensayístico que ha convertido a su autor en un crítico señero que, por lo mismo, ha sido una figura sumamente envidiada e inspiracional en el ámbito de las letras mexicanas porque su oficio no se ha quedado en las fronteras del periodismo sino, debido a su empeño y conocimiento del idioma, lo ha extendido a las concepciones literarias, donde ha fincado su experiencia escritural creando, en casi 60 años (si consideramos que su abecedario lo empezó a tramar en 1963 cuando era becario del Centro Mexicano de Escritores), un estilo en definitiva peculiar y absolutamente personal consiguiendo la elaboración de un diccionario propio cuya base se centra, por supuesto, en el arte fílmico producido en el país: hasta este momento su particular alfabeto ha llegado al tomo 17, toda una proeza literaria digna de encomio: la referida Aventura del cine mexicano, luego la Búsqueda, la Condición, la Disolvencia, la Eficacia, la Fugacidad, la Grandeza, la Herética, la Ilusión, la Justeza, la Khátarsis, la Lucidez, la Madurez, la Novedad, la Ñerez, la Orgánica y la Potencia, todos ellos adjetivos para el cine mexicano. Sólo faltan diez tomos para concluir el ambicioso proyecto escritural cinematográfico, que se dice fácil pero la obra general de don Jorge —egresado del Instituto Politécnico Nacional donde estudió ingeniería química— es ya monumental y marca un hito en la historia de la crítica especializada en México.

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Jorge Ayala Blanco es el decano de la crítica cinematográfica en México: el sábado 21 de enero de 2023 este cronista cumplirá sesenta años de escribir ininterrumpidamente por lo menos un breve ensayo cada semana en los medios del país. En agosto de 1988 fueron fundadas las páginas culturales de El Financiero, y desde enero del año siguiente el respetado comentarista de cine no faltó una sola vez a la cita, consiguiendo con ello mantener su estatus fílmico durante un cuarto de siglo, lo que suman aproximadamente mil 300 semanas consecutivas, y si consideramos que en un principio entregaba dos reseñas cada siete días y en ocasiones hacía el comentario de varias películas en un solo ensayo, lo que nos indica un número cercano nada menos que a las 2,500 cintas examinadas en un lapso de 25 años.

En este productivo periodo —en el cual, si lo apreciamos en una modesta cifra, había escrito, por lo menos hasta 2013, la asombrosa cantidad de casi… ¡diez millones de caracteres sólo para ese periódico!—, y si retrocedemos un poco, hacia 1966, había publicado alrededor de tres decenas de libros, que han aumentado con el sigiloso paso de los años hasta completar, quizás, el medio centenar de volúmenes.

Riguroso crítico, Ayala Blanco, desde 1968 en que publicó La aventura del cine mexicano, ha seguido con tenaz visión, e incansable agudeza, el curso de la cinematografía nacional sin doblegarse —como lo han hecho otros tantos comentaristas en un principio críticos del sistema institucional— a las comodidades e invitaciones del aparato burocrático que controla los hilos del cine casero. Ayala Blanco, y con ello se ha ganado la feroz enemistad de los complacientes observadores del séptimo arte, no ha cedido un centímetro en sus estrictas valoraciones del quehacer fílmico. Su honradez crítica está muy por encima del propio cine mexicano, lo que le ha costado incluso una ridícula demanda legal del mismísimo cineasta Arturo Ripstein, que no soporta ninguna crítica adversa a su abultada obra artística, contienda que tiene su peculiar historia basada en una, ¡ay!, mezquindad intelectual: Emilio García Riera, nacido en España en 1931 y fallecido en Jalisco en 2002, de familia republicana, fue traído a México tras la guerra civil, donde hizo sus estudios superiores en la UNAM, pero fue sin duda el cine, y no la economía (carrera que estudió en el campus universitario), su mayor pasión, que lo llevó acercarse a Fernando Benítez en el diario Novedades, en 1957, para publicar sus primeras críticas cinematográficas en el suplemento “México en la Cultura”. A partir de ahí fue García Riera prácticamente el capo de la reseña fílmica periodística. Sin su consentimiento, sin su aval, nadie podía publicar en los espacios de la denominada Mafia cultural.

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A partir de 1986 García Riera fue a radicar a Guadalajara, invitado por el rector de la UdeG (Raúl Padilla, el fundador también de la Feria Internacional del Libro, protector asimismo de la Mafia Cultural hallando en ese recinto tapatío un segundo nicho de económico acogimiento), con un ampuloso presupuesto para que presidiera el Centro de Investigación y Estudios Cinematográficos y, de paso, fundara un festival fílmico estatal, mismo que se celebra, con gran estruendo, cada marzo —si bien la pandemia ha venido a descalabrar momentáneamente todas las actividades programadas— en la Perla Tapatía donde, por supuesto, Ayala Blanco fue automáticamente cancelado justamente porque nadie debía estar por encima de García Riera en una de esas fútiles batallas de prestigio que la Mafia acostumbraba deliberar sin que los medios osaran contradecirla. Independientemente de sus básicos 18 tomos de la Historia Documental del Cine Mexicano, que lo encumbró en la zona cultural, García Riera contaba, ¿por qué no decirlo?, con algunas tristes y decepcionantes anécdotas intelectuales: después de que la Cineteca Nacional editara, en 1984, su libro sobre la vida y la obra de Fernando de Fuentes, María Luisa López Vallejo, Esperanza Vázquez y Federico Dávalos, los reales autores de dicho volumen, demandaron a García Riera, asunto al cual —por una influencia poderosa en los tribunales— le metieron con prontitud un hermético candado. Luego se fue sabiendo que los tomos de su Historia Documental fueron escritos por un equipo compacto al que no le dio, García Riera, el debido crédito en las hojas legales de los libros.

En 1991 surge la calamidad que nos ha llevado a abrir este paréntesis: instado por el crítico español, el cineasta Arturo Ripstein demanda (por un insólito “daño patrimonial y moral”) a Jorge Ayala Blanco por una crítica que escribió en El Financiero. Acuciado por García Riera, Ripstein exigía la pavorosa cantidad de 60 millones de pesos a un desconcertado Ayala Blanco, que finalmente venció en la absurda contienda por algunos yerros (¡querer definir en los tribunales cómo debía escribirse una crítica de cine!) cometidos por el propio inspirador de la demanda: García Riera, quien, para poder vencer a su máximo enemigo periodístico, no tuvo otro remedio, y a su pesar, que adquirir la nacionalidad mexicana en marzo de ese 1991, requisito obligatorio para que pudiera intervenir en la contienda legal y así arruinar financieramente, según su estrategia, a su rival Ayala Blanco, cosa que —de manera frustrada para él— no consiguiera (¡casi medio siglo, si consideramos que su llegada a México fue en 1944, conservando con orgullo y denuedo su identidad española para venir a cambiarla por un asuntillo de intolerancias intelectuales!).

El propio Ripstein, transcurridos cinco años de aquella desacertada beligerancia leguleya, declaró que aquella demanda había sido “el peor error” de su vida.

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Tuvieron que pasar seis años para que Ayala Blanco, luego de comenzado su alfabeto fílmico (con La aventura…), continuara desglosando el desarrollo del cine hecho en casa con La búsqueda del cine mexicano (1974). La c (traducida como La condición del cine mexicano) se editó 12 años después: hasta 1986. Luego, en 1991, publicó por fin su cuarto tomo: La disolvencia del cine mexicano, al que le siguió, en 1994, La eficacia del cine mexicano, y no es sino hasta siete años después, en los últimos meses de 2001, cuando sale de las imprentas de Océano el sexto volumen de la colección, que corresponde a la sexta letra del abecedario: La fugacidad del cine mexicano, donde en 500 páginas analiza 123 cintas.

“Fugacidad como primordial característica y reflejo de un difícil periodo histórico —sostiene Ayala Blanco en su prólogo—, el más duro que ha vivido el cine mexicano en toda su historia, y que abarca desde agosto de 1993, cuando cayó la guillotina de la asesina Ley Cinematográfica aprobada al vapor meses antes por un congreso obediente al espíritu salinista del Tratado de Libre Comercio, hasta los preámbulos para la aplicación de una nueva Ley Cinematográfica, aprobada por un congreso plural zedillista en diciembre de 1998, coincidiendo con el anuncio de la desaparición oficial de Televicine, la mayor empresa productora de cine en México, en abril de 1999”.

El cine mexicano es permanentemente fugaz, y con esto debe entenderse su éxito momentáneo, nunca perdurable, como para compensar la oficialidad que cada cierto ciclo canta los vigores del nacimiento del, y juran que ahora sí, “nuevo” cine mexicano.

Y en plena pandemia, el diccionario fílmico prosigue victorioso y creativo: los dos nuevos tonos, correspondientes a la o y a la p vieron la luz el año pasado.

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Pero Ayala Blanco, a través de los ya casi 60 años de su sistemática crítica, nos descubre la sorda realidad, que no es otra cosa que una afinada “lotería de los absurdos”:

⠀⠀1) “El absurdo de personalísimos proyectos de cine de autor que primero deben ser humillantemente corregidos / modificados / censurados / pasteurizados / uniformados por los ex cineastas mediocres / resentidos / lamesuelas / grillos que integran las comisiones consultivas del Imcine para ser rechazados / autorizados / financiados”.

⠀⠀2) “El absurdo de cinedirectores rebajados a estériles cobradores de becas del SNC (es más barato dar canonjías que películas) y a sentirse dignos y beligerantes por defender sus aviadurías en desfalcables universidades de provincia”.

⠀⠀3) “El absurdo de los arrinconados Estudios Churubusco con presunta tecnología de punta que aquí nadie sabe manejar, incosteables para mexicanos, despreciados por extranjeros y subutilizados por TVemisiones y comerciales (¿o es para bodegas?)”.

⠀⠀4) “El absurdo de la reducción de los cinetrabajadores mexicanos a hambrientos envilecidos que hurgan en los botes de basura de los técnicos norteamericanos para llenar el buche (según el escenógrafo del Titanic, Les Collins)”.

⠀⠀5) “El absurdo de los herederos de la Época de Oro convertidos en oposición indeseada”.

⠀⠀6) “El absurdo de darle cuerda cada seis años a un puñado de jóvenes cineastas para luego dejarlos colgados de la brocha”, y

⠀⠀7) “El absurdo de un cine que sobrevive dependiendo del gobierno y manejado por viles administradores: la función del Estado no es producir películas, sino crear las condiciones legales para que resurja un cine autónomo y económicamente sano”.

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Los números en Jorge Ayala Blanco asombran.

Si es de admirarse que la obra completa periodística de, digamos, Gabriel García Márquez rebase las 3,000 páginas y la de Alejo Carpentier las 2,000, Ayala Blanco, con sólo contar hasta la letra i de su alfabeto fílmico había llegado a las 4,572 páginas (y con la j pasaría ya de las 5,000), lo que lo convierte, ya, en el ensayista más prolífico de Latinoamérica, con una prosa punzante, exacta, perfecta.

¿Cuántos filmes ha visto Jorge Ayala Blanco en su vida? Seguramente ni él mismo lo sabe. Lo cierto es que él solo, y sé que la aseveración es temeraria, ha mirado más cine de lo que han mirado todos los directores de cine mexicanos juntos. Su persistencia y su disciplina fílmicas son, sencillamente, admirables. Una vez le pregunté a este empecinado literato cuántas películas mira al año, y su respuesta, sin ningún rastro de duda, apresurada y contundente, fue algo así como 500, porque las veces que no va a las salas (como durante este necesario confinamiento, por ejemplo) mira cine por la televisión o mediante videos, además de que en sus clases en la Escuela Nacional de Artes Cinematográficas (antes, el Centro Universitario de Estudios Cinematográficos), donde imparte la materia desde 1964, siempre mira fragmentos de cintas o incluso películas completas para su posterior desmenuzamiento. Lo que da pie a la arriesgada cifra de 25,000 películas (José Felipe Coria, otro concentrado crítico, va más allá: en un artículo publicado el lunes 1 de abril de 2013 en El Financiero aseguraba que Jorge Ayala Blanco había visto, hasta ese momento, nada menos que la asombrosa cifra de… ¡60,000 cintas!, y tal vez le asista la razón) si consideramos el año de 1964 como el inicio de su carrera como comentarista cinematográfico, si bien empezó a escribir profesionalmente un año antes, en 1963, en el suplemento “México en la Cultura” del Novedades, cuando la Mafia intelectual ya se había ido rumbo a las oficinas de José Pagés Llergo, en la revista Siempre!, para crear “La Cultura en México” con los miles de pesos que el entonces presidente Adolfo López Mateos le entregara a Fernando Benítez para que se fueran en santa paz del Novedades.

Y ha pasado otra década desde aquel recuento de Felipe Coria, lo cual ya no quiero decir que seguramente Ayala Blanco ha rebasado las 100,000 películas contempladas.

Uf, una proeza jamás alcanzable.

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Cinco años después de su comienzo en la crítica cultural, Ayala Blanco publicaría La aventura del cine mexicano, libro que causaría la envidia de, ¡otra vez!, Emilio García Riera, y que lo confesaría con todas sus letras en un recordable artículo, y que fuera la pauta para el incomprensible rencor que le tomara para el resto de su vida. Curiosamente, dicho volumen le fue entregado a Ayala Blanco exactamente el 2 de octubre de 1968, la misma tarde en que el gobierno mandara matar a los estudiantes en Tlatelolco para apaciguar su movimiento y recibir, sin ninguna turbiedad política, a los deportistas y al turismo que se congregarían en México diez días después, el 12 de octubre, para la realización de los Juegos Olímpicos.

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